Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo VI Propuesta desesperada
El coche de lujo se detuvo en el portón de hierro forjado de la Hacienda Los Laureles. La propiedad era vasta y opulenta, rodeada de campos infinitos. Para Catia, que había crecido en la panadería, el lugar parecía pertenecer a otro siglo.
Alejandro detuvo el motor y se quedó mirando la casa. La máscara de acero en su rostro se agrietó, revelando una tensión casi dolorosa.
—Mi abuelo siempre gana, Catia —murmuró, su voz apenas audible—. Siempre.
—Usted también es un Carrero. Usted no se rinde —dijo Catia, una afirmación más que una consolación.
Alejandro la miró. Sus ojos oscuros estaban llenos de una mezcla de frustración y cálculo. Su mirada se posó en la inocencia de Catia, en su simple pero digna vestimenta, en la firmeza que ella había demostrado al salvar su caos.
—Mi abuelo no me dejará entrar a la casa si voy solo y sin una solución. Necesita una excusa. Necesita creer que estoy cumpliendo su estúpido ultimátum.
Alejandro se inclinó hacia ella, el gesto era tan repentino que Catia se quedó sin aliento. El aire en la cabina se hizo eléctrico. Ella intento retroceder, pero la puerta del auto la detuvo.
—Escúcheme bien, Catia Martínez. Usted me debe su tiempo. Y yo estoy a punto de usarlo de la manera más humillante y eficiente posible.
—Quiero que finja ser mi prometida. — Dijo sin anestesia.
La palabra resonó en el coche. Catia parpadeó, completamente atónita. —¡¿Qué?! ¡Señor Carrero, eso es imposible! ¡Somos desconocidos! ¡Él nunca lo creerá! Además mireme no concuerdo con el estándar que debería tener su prometida.
—Claro que lo creerá —dijo Alejandro, con frialdad—. Porque usted es precisamente la antítesis de todo lo que él esperaría. Él espera una mujer de la alta sociedad, una aliada de negocios. Usted es el caos que ha entrado a mi vida y me ha obsesionado tanto que he caído rendido. Es una historia ridícula, sí, pero es lo suficientemente inesperada como para que él se detenga a investigarla. Y eso es todo lo que necesito: tiempo.
La propuesta era una locura. Jugar a ser la prometida del hombre que la tenía encadenada a una deuda. Pero Catia recordó la amenaza de él y si se negaba seguramente tendría que volver a la casa de su tía para ser torturada nuevamente.
—¿Cuánto tiempo necesitamos, señor Carrero?
—Solo el fin de semana. El tiempo suficiente para que mi abogado gane la orden judicial que necesita para detener a mi abuelo. Necesitamos que piense que la boda es inminente.
Alejandro abrió la guantera y sacó una pequeña caja de terciopelo negro. Dentro, había un anillo de diamantes que brillaba con una luz obscena.
—Esto es de mi madre. Lo usará. Si hace esto, si convence a Don Rafael de que soy un hombre comprometido y a punto de casarse, consideraré su deuda saldada. Completamente.
La oferta era tentadora. La libertad era un precio tan alto que Catia no podía rechazarlo. Pero miró el diamante, el símbolo de una mentira que podría arruinar su reputación.
—¿Qué pasa si su abuelo me pregunta algo que yo no sé?
—Usted me mira con una adoración fingida, y yo la beso —dijo Alejandro, su voz repentinamente áspera—. No le dará tiempo de preguntar.
El aire en el coche era casi irrespirable. La idea de besar a Alejandro Carrero, el hombre que despertaba en ella tanto miedo como una punzada de prohibida fascinación, era aterradora.
Catia tomó el anillo de la caja. Estaba frío y pesado. Si fracasaba, la deuda regresaría. Si tenía éxito, recuperaría su futuro. Se deslizó el diamante en el dedo.
—Acepto, señor Carrero. Haré de su caos mi orden.
Alejandro no sonrió. Solo asintió, su rostro severo. —Bien, prometida. Una vez que crucemos ese portón, su vida es una mentira.
Arrancó el coche. Mientras se acercaban a la imponente hacienda, Alejandro extendió una mano y, contra todo pronóstico, le dio un breve apretón al hombro, un toque que era profesional y, extrañamente, alentador.
La línea entre el odio y la farsa se había difuminado. Catia y Alejandro estaban a punto de presentarse ante el patriarca como una pareja, obligados a permanecer juntos por el poder, la deuda, y el peligroso juego que estaba a punto de comenzar.