Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 5 – La Mansión
El portón de la mansión se abrió despacio, revelando el camino flanqueado por árboles altos y bien cuidados. Reflectores iluminaban la calzada de piedra, y los jardines al frente parecían una pintura de simetría y riqueza. La casa surgía al final, inmensa, de ventanas altas y columnas robustas, un palacio de concreto y vidrio erigido no solo para habitar, sino para dejar claro quién dominaba aquel territorio.
Para cualquiera, el lugar era un sueño. Para ella, encogida en el asiento trasero, parecía solo un castillo de rejas invisibles. Los ojos, aún escondidos bajo el cabello sucio, recorrieron los detalles como si no los vieran. Era como si nada allí tuviera color.
El coche se detuvo frente a la escalinata. Greco abrió la puerta con calma. Nikos vino justo detrás, esperando órdenes.
—Preparen la habitación de huéspedes del segundo piso. —La voz del Don sonó firme, sin vacilar—. Quiero ropa, comida, médico. Ahora.
Los guardias se dispersaron como piezas bien entrenadas de un tablero. Nikos se acercó para ayudar a la joven a salir, pero Greco alzó la mano.
—Déjalo.
Él mismo abrió la puerta trasera. El interior olía a cuero caro, pero también al miedo mudo que venía de ella. Greco se agachó un poco, lo suficiente para mirarla de frente.
—Puedes salir.
Ninguna reacción. Solo la mirada baja, fija en las rodillas, como si obedecer fuera imposible.
Theo inspiró hondo, se irguió y simplemente le tendió la mano. No para tironearla, sino para que fuera elección de ella. El gesto quedó suspendido por unos segundos que parecieron demasiado largos. Por fin, se movió, dio un paso vacilante, apoyándose más en el instinto de supervivencia que en la confianza. No tocó la mano de él, pero salió del coche.
Subieron los peldaños en silencio. Cada paso de ella parecía pesado, arrastrado, como si las paredes de la mansión ya la envolvieran antes incluso de cruzar la puerta. Nikos se mantuvo cerca, pero en silencio. La tensión en el rostro de su mano derecha era clara: quería preguntar, quería entender, pero sabía que Don Greco no ofrecía explicaciones.
La entrada principal se abrió. El piso reflejaba las arañas de cristal, y cada detalle de la decoración gritaba lujo y poder. Alfombras persas, cuadros originales, esculturas discretas que valían más que apartamentos en el centro de la ciudad. Todo respiraba riqueza.
Pero los ojos de ella no se alzaron hacia nada. Caminaba encogida, casi tropezando con su propio silencio. Para ella, no era un hogar. Era solo otra prisión dorada.
Greco observaba todo en silencio. La frialdad en el rostro era la de siempre, pero por dentro algo ardía. Él era el hombre acostumbrado a controlar cada detalle, cada mirada, cada reacción. Y, ante ella, no tenía control ninguno.
En el segundo piso, se abrió una puerta. La habitación preparada era amplia, con cama king size, sábanas de seda, cortinas pesadas y un balcón que daba a los jardines iluminados. Un lujo que pocos se atreverían a soñar.
Ella se detuvo en el umbral, sin cruzar.
—Es aquí. —dijo Greco, la voz más baja, pero aún firme.
Ninguna respuesta. Solo los pies quietos, como si la habitación fuera otra celda.
Él avanzó, empujó un poco más la puerta despacio y encendió la lámpara de mesa. La luz amarilla llenó el espacio, revelando cada detalle. Luego se volvió hacia ella.
—Entra.
Ella entró con pasos mínimos, la manta aún sobre los hombros, los ojos fijos en el suelo.
Greco guardó silencio algunos segundos. No estaba acostumbrado a ser ignorado. Nadie se atrevía a desviar los ojos ante él, nadie se atrevía a callar cuando exigía respuestas. Pero ella lo hacía sin esfuerzo, sin osadía, sin desafío; lo hacía porque no tenía fuerzas para nada más.
Y, paradójicamente, eso lo irritaba.
—Háblame. —dijo, más bajo, acercándose.
Ella no habló.
Greco sintió la mandíbula tensarse. Su silencio pesaba más que cualquier insulto.
Nikos entró con una bandeja de comida y ropa nueva doblada. Dejó todo sobre el sillón sin decir una palabra. Antes de salir, se atrevió a mirar al Don, como esperando una orden para insistir.
—Déjanos. —cortó Greco.
Quedaron solo los dos en la habitación.
El Don dio unos pasos hasta la ventana, corrió la cortina y dejó entrar la luz de la luna. Se volvió de nuevo. Ella estaba sentada en el borde de la cama, inmóvil, como una estatua de porcelana agrietada.
—No sé quién eres. —Su voz quebró el silencio—. No sé de dónde viniste, ni por qué estabas en aquel sótano. Pero nadie vuelve allí. ¿Entendido?
Nada. Ningún gesto, ninguna palabra. Theo se acercó un poco más, hasta que su sombra cubrió la de ella.
—Cuando hablo, espero respuesta.
El silencio se prolongó hasta que él mismo rió, seco, una risa sin humor.
—Por primera vez en años, alguien me desarma solo quedándose callado. —susurró, más para sí que para ella.
Se apartó, pasó la mano por el cabello y respiró hondo. La irritación era real, pero también lo era el hechizo. Controlaba imperios, hombres, negocios millonarios. Pero no conseguía arrancar una sola palabra de una mujer flaca, herida y silenciosa.
Y tal vez fuera exactamente eso lo que lo mantenía allí, parado frente a ella. Theo Greco sintió algo que no sentía hacía mucho tiempo… la pérdida del control.
Y, en el fondo, una parte de él entendió que esa pérdida era solo el comienzo.
El silencio en la habitación era tan denso que parecía asfixiar. Theo se volvió para salir, pero el móvil vibró en el bolsillo interior del saco. Un número enmascarado, solo dígitos. Sonrió de lado. Solo un hombre en el mundo tendría el valor de llamarlo después de aquella noche.
Atendió sin prisa.
—“Habla.”
La respiración al otro lado ya lo decía todo: Vladimir. Siempre ese silbido molesto de quien fuma más de lo que respira.
—“Te llevaste algo que me pertenece.” —Su voz llegó ronca, cargada de rabia.
Theo miró a la joven sentada en la cama. No respondió de inmediato. Dejó trabajar al silencio, porque el silencio siempre dice más que las palabras. Solo entonces llevó el teléfono de nuevo a los labios:
—“Gracioso… yo pensé que solo había cobrado una deuda.”
—“No juegues conmigo, Greco.” —Vladimir gruñó— “Ella es mía. Te llevaste la maldita de mi juguete particular.”
Theo dio un paso hacia la ventana, abrió un poco más la cortina, dejando que la luna iluminara la mitad de su rostro. La sonrisa no llegó a los ojos.
—“¿Tuya? ¿Como las armas que nunca pagaste? ¿Como los hombres que usaste para intentar matarme? Si esa chica es tuya, entonces sí, Vladimir… parece que estamos a mano con la deuda financiera.”
Del otro lado, un silencio pesado, seguido de una risa corta.
—“¿Crees que puedes amenazarme con eso? No tienes idea de lo que hiciste.”
—“Ah, la tengo.” —La voz de Theo bajó un tono, grave, casi íntima— “La tengo porque vi lo que hiciste. Vi la cadena en su tobillo, la piel desgarrada, la mirada vacía. Conozco ese tipo de crueldad… y sé que solo un cobarde actúa así.”
Vladimir intentó interrumpir, pero Greco no le dio espacio.
—“La deuda que tenías conmigo… esa está pagada. Pero la que abriste cuando intentaste matarme… esa la voy a cobrar. Y no será en dinero, ni en armas. Será en el único idioma que entiendes: sangre.”
Silencio. El ruso respiraba hondo, como si intentara controlar la ira.
—“Estás firmando tu sentencia de muerte, Greco.”
Theo rió, bajo, un sonido casi felino.
—“Vladimir, deberías saberlo mejor que nadie. Yo no firmo sentencias. Yo las ejecuto.”
La joven alzó la mirada por primera vez, como si aquellas palabras hubieran atravesado su vacío. Sus ojos encontraron los de él en el reflejo de la ventana.
Theo apretó el teléfono contra la oreja, la voz firme como un cuchillo afilado:
—“Ojo por ojo, Vladimir. Tú intentaste quitarme la vida… ahora voy a arrancarte la tuya, pedazo a pedazo, hasta que no quede nada más que el recuerdo de que un día osaste intentar tocar a Don Greco.”
El silencio que siguió fue mortal. Después, solo el clic de la línea cortándose.
Theo guardó el móvil en el bolsillo, encendió un cigarro y aspiró hondo. El humo subió despacio, dibujando en el aire la promesa que acababa de hacer.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!