Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 10
Ponerle el anillo a Abril fue… extraño. No sé si incómodo o satisfactorio. Pero verla sonrojarse, verla tragar saliva como si no se esperara que yo la tocara con tanta suavidad, me produjo una sensación que todavía no sé dónde acomodar.
Quizás fue la sorpresa en sus ojos. Quizás fue que mis manos, aunque marcadas por el trabajo, no parecieron molestarle. Quizás fue que ella no retrocedió.
En la comida no opiné mucho, como era de esperarse. Lo único que pedí fue carne; el resto no me interesaba. Nunca quise casarme. Nunca me imaginé siquiera pensando en centros de mesa, tipos de sillas o sabores de pastel. Ni cuando Johanna me preguntó qué deseaba para la boda pude decir algo coherente.
Pero diseñar el anillo… eso fue diferente. Elegir un diamante rojo que tenía guardado desde hace años, parte de pago de un negocio viejo, fue una decisión impulsiva, pero no mala. Aunque admitirlo me cueste, quedaba perfecto en su mano.
Sumido en mis pensamientos, Abril me preguntó ese día si invitaría a mis padres o a alguien más.
Le respondí sin filtro:
—Claro, muñeca, te compro una pala y vas al cementerio a que los desentierras. Mi madre estará encantada.
Ella palideció, luego se disculpó.
Yo solo dije:
—Está bien, no lo sabías.
Después de ese tortuoso día, mi hermano Mateo me llamó para recordarme la cita donde compraría el traje. Su tono era alegre, como siempre.
Las dos semanas siguientes fueron un desfile de encuentros forzados con Abril, supervisados por Johanna, quien hacía lo posible para que no nos matáramos verbalmente. Entre elegir anillos de matrimonio —ella hablaba, yo asentía—, revisar la lista de invitados —que resultó estar compuesta casi en su totalidad por familiares y amigos de Abril— y fingir que teníamos una relación estable, yo ya estaba considerando seriamente llevármela a pelear a un ring para despejar tensiones.
Y entonces llegó el día de la boda.
Recibir invitados con mi mejor sonrisa falsa fue un arte en sí mismo.
Sentía la mandíbula rígida de tanto fingir.
Pero Mateo, que me conoce mejor que nadie, solo me palmó el hombro.
—Relájate, hermano. Ni que te estuvieras casando obligado —se burló.
Le lancé una mirada filosa.
—¿Y qué crees que es esto?
Mateo soltó una carcajada que atrajo la atención de algunos invitados.
—Por favor, León. Si te hubieran obligado, ya te habrías fugado a otro país.
A su lado estaba mi nana, Elvira, la mujer que prácticamente me ayudó a criar a Mateo. Una señora encantadora, fuerte, de sonrisa amable y mirada que todo lo ve.
—Mi niño —me dijo, acomodándome el cuello del traje—. Estás guapísimo. Aunque te falta comer.
—Nana, como lo suficiente —refunfuñé.
—Lo suficiente para no morirte, pero no para engordar —replicó con suavidad.
Un par de tías de Abril pasaron cerca y las escuché murmurar:
—Ese debe ser el novio.
—Se ve serio… demasiado serio.
—Pues yo lo veo guapo —rió una de ellas.
Rodé los ojos.
Y entonces la música cambió.
Todos voltearon.
Yo también.
Y la vi.
Abril entró con un vestido que le marcaba la figura de una forma casi insultantemente perfecta. El encaje brillaba con la luz del atardecer. Su cabello recogido dejaba ver su cuello, su postura elegante y terca, como siempre. Su madre le decía algo al oído, pero no pude entender qué era.
No pude oír nada más, en realidad.
Porque durante unos segundos, solo pude mirarla.
Ella también me vio.
Y aunque trató de mantener su expresión neutral, pude notar el leve temblor en su mandíbula, ese gesto diminuto que siempre hace cuando está nerviosa.
Nunca quise casarme.
Nunca imaginé estar en un altar.
Pero cuando Abril caminó hacia mí, con ese paso firme y la mirada cargada de orgullo, algo dentro de mí —algo que no sé cómo nombrar— se acomodó.
Tal vez resignación.
Tal vez aceptación.
Tal vez… nada. O todo.
Cuando llegó frente a mí, levantó una ceja apenas.
—Cierra la boca, León —susurró.
Y por primera vez en mucho tiempo, tuve que reprimir una sonrisa auténtica.
La ceremonia estaba por comenzar.
Y aunque nunca lo admitiré en voz alta…
No estaba tan mal estar ahí.