Emma es una mujer que ha sufrido el infierno en carne viva gran parte de su vida a manos de una organización que explotaba niños, pero un día fue rescatada por un héroe. Este héroe no es como lo demás, es el líder de los Yakuza, un hombre terriblemente peligroso, pero que sin embargo, a Emma no le importa, lo ama y hará lo que sea por él, incluso si eso implica ir al infierno otra vez.
Renji es un hombre que no acepta un no como respuesta y no le tiembla la mano para impartir su castigo a los demás. Es un asesino frío y letal, que no se deja endulzar por nadie, mucho menos por una mujer.
Lo que no sabe es que todos caen ante el tipo correcto de dulce.
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Tortura
Renji
Sigo los gritos hacia el ático. La lengua en mi boca se vuelve seca y pesada, y comienzo a sentir un frío, que me cala hasta los huesos.
Sé lo que encontraré al otro lado de la puerta, y no quiero verlo, pero sigo avanzando, incapaz de controlar las acciones de mi cuerpo.
Subo la escalera y tomo el pomo de la puerta. Un escalofrío me recorre la espalda cuando un grito desesperado irrumpe.
Pensé que con la muerte de mis padres las pesadillas terminarían, pero aquí estoy de nuevo. Sé que estoy soñando, sin embargo, no puedo despertar, y no puedo mantener la puerta cerrada.
Jadeo cuando veo al niño arrodillado sobre maíz, desnudo, con la espalda llena de heridas sangrantes, proporcionadas por el cinturón de mi padre.
–Mira a tu hijo –le sisea a mi madre–. Es un inútil, igual que tú. Debería matarlos a ambos y deshacerme así de la vergüenza que me provocan.
Mamá mira al niño con frialdad y asco, como si no pudiera creer que dio a luz a un ser tan débil.
–Si lo castigamos lo suficiente, quizá podrá ser de ayuda algún día –le dice a papá, estirando la mano, pidiéndole el cinturón.
Papá se lo entrega y la mira con algo de respeto brillando en sus pupilas negras.
El pequeño en el suelo se mueve un poco y puedo ver la sangre corriendo por sus rodillas. El maíz se incrustó en su piel ocasionándole heridas.
Mamá comienza a golpear al niño en el suelo con todas sus fuerzas, sacándole gritos de dolor.
Es extraño, antes, cuando tenía esta pesadilla, podía sentir el dolor del niño en el suelo. Podía sentir mi piel abriéndose en mi espalda y el dolor punzante en mis rodillas y manos por culpa del maíz, pero ahora no siento nada. Solo siento el frío recorriendo mi piel.
–¡Mami! –grita el niño, y es entonces cuando me doy cuenta que el niño en el suelo no soy yo, es Dylan–. Quiero a mi mami –pide sollozando.
Me acerco a él, y un dolor, peor que el que solía sentir de los golpes, que mis padres me daban, invade mi pecho.
Este dolor es peor que la tortura a la cual fui sometido por años.
Dylan me mira con sus ojitos llenos de lágrimas.
–Yo solo quería armar una torre –susurra–. Quiero a mi mami.
Otro golpe destroza su espalda y furioso detengo la mano de mi madre.
–No. Con él no –siseo y le quito el cinturón.
Tomo a Dylan del suelo y lo cojo en mis brazos. El pequeño de inmediato me abraza y esconde su rostro en mi cuello, llorando.
–Te sacaré de aquí –le juro y camino con él por un largo pasillo con muchas puertas.
–¿Qué son esos gritos? –pregunta Dylan asustado.
Niego con mi cabeza, sin querer responder. Sé que son esos gritos. He estado aquí antes. Detrás de cada puerta estoy yo, recibiendo uno de los castigos de mis padres.
Al parecer lo único que los unía era el placer de proporcionarme dolor.
Sigo caminando hacia una pequeña luz que veo a lo lejos.
–Ven aquí, mi cielo.
Escuchamos la voz de Emma a la distancia.
Dylan se remueve en mis brazos con fuerza. Lo dejo en el suelo y el niño corre hacia la voz de su madre.
Me apresuro a seguirlo y cuando vuelvo a verlo está en una cama, acostado al lado de su madre.
–Estoy aquí –le susurra–. Te amo. Alejaré las pesadillas, lo juro.
Me congelo. Sé que he escuchado esas palabras antes.
Cierro los ojos tratando de recordar y cuando los abro soy yo quien está en la cama.
La mujer sin rostro, que suele aparecer en mis sueños, rescatándome de las pesadillas, susurra: –Estoy aquí. Te amo. Alejaré las pesadillas, lo juro.
La mujer recuesta su cabeza en mi cuello y luego hace una E en mi corazón mientras sigue repitiendo: –Estoy aquí. Te amo. Alejaré las pesadillas, lo juro.
La abrazo a mi lado y vuelvo a respirar con tranquilidad. Estoy con ella, la mujer que aleja las pesadillas.
Estaré bien.
Trato de mover su cabello para ver su rostro, como lo he intentado cientos de otras veces, pero como siempre pasa, despierto.
Coloco la mano en mi pecho y doy una patada a las sábanas. Estoy sudando helado.
Me levanto y camino hasta el despacho, que tengo en este departamento, propiedad de mis padres, que ahora me pertenece.
Enciendo las luces con la esperanza de poder eliminar la oscuridad que me consume, pero por supuesto no funciona.
Esa pesadilla fue distinta. Peor de alguna manera. Ver a mis padres dañando a Dylan, como lo hacían conmigo, hirió más profundo.
¿Cómo alguien podría lastimar a un niño tan inteligente y amable?
Miro la foto, que cuelga sobre el bar. Ahí están ellos, mis padres. Ambos con una mano sobre cada uno de mis hombros, luciendo orgullosos de su hijo, pero es una falsa.
Nunca estuvieron orgullosos de mí, solo querían la foto para exhibirla en su grupo de amigos.
Miro al niño en la foto y retrocedo. Cierro los ojos y sacudo mi cabeza cuando creo que estoy viendo mal. Vuelvo a abrirlos y la foto sigue ahí sin cambiar.
–No puede ser –digo y me acerco más.
En la foto debo tener la misma edad de Dylan, y a excepción del peinado, somos iguales. Dos gotas de agua.
Mierda.
Tomo mi teléfono y le marco a Conor. Creo que ya sé lo que pasó.
*****
–No lo hice –susurra.
Vuelvo a lanzar un golpe contra su rostro y lo obligo a mirar una foto de Emma.
–No la conozco, lo juro –dice mi primo.
Su rostro está irreconocible en este momento, después de recibir mi tratamiento especial, pero sé que debajo de los moretones y la hinchazón en sus ojos, están sus facciones, tan parecidas a las mías.
–Te gusta salir con jovencitas, ¿no?
–Siempre me preocupo de que tengan más de dieciocho años –defiende mientras trata de librarse de mí.
–Tienes casi cincuenta años, primo. ¿Sabes cómo se ve eso?
–Nunca he tocado a una niña en contra de su voluntad.
Vuelvo a golpearlo, odiando su voz y su parecido a mí y a mi padre.
–Emma ya tenía veinte años cuando quedó embarazada –siseo–. Mírala bien –exijo mientras muevo mi cuchilla hacia su polla.
–Primo, ¿qué haces? –pregunta aterrado–. No la toqué, lo juro. Nunca he visto a esa mujer en mi vida.
–¿Qué me dices de Nowak? –pregunto.
–Sé quien es –dice y acerco más la cuchilla–. Pero solo por la televisión, lo juro –llora–. No me van las niñas.
–Solo sales con niñas –devuelvo.
–No son niñas, son adultas.
–Apenas.
Comienza a sollozar. –No conozco a esa mujer, tienes que creerme –ruega.
Lo lanzo con fuerza contra el suelo antes de patear su estómago.
Esta será una larga noche.