Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 4 ¡TU MAMÁ!
La respiración de Belle era cada vez más superficial. Podía sentir el suelo cediendo bajo sus pies.
—Yo no tengo —continuó Diego, clavándole una mirada feroz
—Ni nunca he tenido, absolutamente nada con ella. Nunca fue mi novia. ¡Maldita sea, Belle! —Su voz se quebró, pero no por la rabia, sino por la urgencia.
—La única 'novia' de mi infancia que he tenido... ¡Eres tú!
Las palabras resonaron en la habitación, limpias y absolutas.
Belle sintió que el mundo daba una vuelta de campana. El rubor le subió por el cuello como una marea, quemándole las mejillas, para luego abandonarla y dejar su rostro pálido como la ceniza. Un segundo después, la sangre volvía a subir, aún más fuerte. No había lugar para esconderse. La evidencia de su error monumental, un error que les había costado cinco años, era tan abrumadora que casi la paralizaba.
BELLE
Miró a Diego, a sus ojos azules, llenos de una verdad que no admitía dudas, y luego desvió la vista, abrumada. No bastaba con una disculpa. Parecía que, después de desenterrar un malentendido, habían destapado una caja de pandora llena de cosas que aún necesitaban aclarar.
DIEGO
Diego notó cómo la mirada de Belle se nublaba, abrumada por el torbellino de emociones y la revelación. Una larga conversación era inevitable, pero no ahora, no con ella al borde de un ataque de nervios. La prioridad era calmarla.
Con una decisión suave, pero firme, la levantó en brazos como si pesara menos que una pluma.
—Ven, pequeña hada —murmuró, y su voz recuperó una ternura que creía olvidada.
—Primero, un baño caliente. Luego, hablamos bien, con el estómago lleno.
Una sonrisa tímida asomó a los labios de Belle. Pequeña hada. Hacía una eternidad que no la llamaba así. Un susurro le escapó del pecho, un sonido tan frágil y familiar que le partió el corazón a Diego.
—De acuerdo, Yeyo.
Era el apodo que solo ella usaba, una reliquia de su infancia compartida. Al escucharlo, Diego sintió que otro pedazo del hielo que los separaba se resquebrajaba. Ella, sintiéndose absurdamente vulnerable y a salvo al mismo tiempo, escondió el rostro en el hueco de su cuello, inhalando su esencia. Sus hermosos ojos azules seguían siendo los mismos, pero el jovencito de 14 años había dado paso a un hombre. Sus rasgos se habían vuelto más afilados y decididos, y su físico, siempre alto y de buen porte, ahora era el de un atleta esculpido. Era, sin lugar a dudas, todo un espectáculo para la vista.
Mientras se perdían en el baño, decididos a encerrarse en su burbuja hasta aclarar todo, el mundo exterior insistía.
Bajo la cama, olvidado, un celular en silencio no cesaba de vibrar, iluminando la penumbra con la tenacidad de una luciérnaga enloquecida. Otro, caído detrás de la cómoda, parpadeaba con la misma urgencia. Amigos, familiares y, quizás, una tal Kendall desesperada, los buscaban. Pero ellos, ajenos a todo, habían decidido declarar una tregua con el universo. Por ahora, solo existían ellos dos, un baño caliente y una conversación pendiente de cinco años.
Al otro lado de la ciudad, en el apartamento de Samira, la tensión era tan palpable que se podía cortar con un cuchillo.
Samira Ferrer Monterrosa, hermana menor de Belle y su más acérrima fan y autoproclamada guardaespaldas emocional, clavaba su mirada en la pantalla de su celular como si pudiera forzar una respuesta a través de pura fuerza mental. Solo obtenía el frío saludo del buzón de voz o el vacío de una llamada interrumpida.
—¡No es posible! —exhaló con un suspiro que venía desde los talones, intentando, sin éxito, arrancarse las raíces del pánico.
Su mirada, cargada de una preocupación que rayaba en el delirio, se desvió lentamente hacia el único ser vivo que podía presenciar su crisis. En el sillón, tan cómodo como si estuviera en su propia casa, estaba Rodrigo Breton. A sus 21 años, hermano menor de Diego y compinche de Samira desde la niñez, parecía la viva imagen de la despreocupación. No solo miraba su celular, sino que tecleaba con una calma que a ella le parecía un crimen de lesa humanidad.
RODRIGO
—Rodri —dijo, y su voz sonó como un cable a punto de romperse. Por el amor de todo lo que consideres sagrado, dime que tu hermano ha contestado. No puedo encontrar a mi hermana. Solo quiero saber si está con él, si está a salvo, si está viva... ¡o si al menos su alma todavía ronda este plano astral y no se la ha llevado un alienígena!
La desesperación le hizo gesticular de forma dramática, jalándose de los mechones de su cabello castaño.
Rodrigo alzó la cabeza con parsimonia, la encarnación de la panchera más absoluta. Sus dedos no dejaron de teclear ni por un segundo.
SAMIRA
—Tranqui, Sami. A mí tampoco me contesta. Le estoy enviando un meme de un perro en pijama. Si eso no lo saca de donde esté, nada lo hará. Espera un toque, mujer —dijo, con la paciencia de un buda que tiene wifi.
Samira lanzó un gruñido de frustración. La paciencia no era una de sus virtudes, y menos cuando se trataba de Belle.
La calma buda de Rodrigo se esfumó en un nanosegundo. Cuando su celular vibró con la foto de contacto que ponía "TÍA BERNARDA 👑🔥", se incorporó como un resorte, empezando a zapatear en el mismo lugar.
—¡Sami! ¡Sami, es la Tía Bernarda! —repitió, aleteando el brazo que sostenía el teléfono como si estuviera intentando despegar—. ¡Es tu mamá! ¡TU MAMÁ!
La mención de Bernarda Monterrosa tenía ese efecto en cualquiera que la conociera. Para el mundo, era una CEO imponente, una leyenda en los negocios. Para Samira y Belle, aunque era su madrastra, era simplemente "mamá". Las había acogido tras la trágica muerte de su hermana, criándolas junto a su esposo, Alexander Ferrer, quien, en realidad, era su tío materno con una devoción tan feroz que el amor de las niñas por ella era escandaloso.
Y ahí residía el problema. Bernarda no era de dar sermones. Su método era más sofisticado y mil veces más aterrador: la Ley de Hielo Real. Cuando se enfadaba, el grifo del amor y las caricias se cerraba. Dejaba de tratarlas como sus "princesitas" y se convertía en la CEO que negociaba una fusión hostil. Para las chicas, acostumbradas a su calor, era una tortura.
Que Bernarda estuviera llamando a Rodrigo solo podía significar una cosa: había agotado todas las vías para encontrar a Belle y a Diego, y ahora estaba rastreando a los cómplices.