Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 4
Habían pasado dos horas desde que salí del quirófano.
Dos horas.
Y nadie me había dicho una sola palabra.
Nadie vino a buscarme. Nadie me indicó qué hacer. Ni siquiera para decirme que podía descansar, comer, marcharme… vivir.
Estaba sola en una habitación que parecía sacada de un hotel de lujo: cama king, sábanas suaves, paredes cubiertas con papel tapiz beige y muebles de roble tallado. Había incluso un baño privado con una bañera antigua de porcelana que relucía como una joya.
Pero era una jaula.
Una jaula disfrazada de suite de cinco estrellas.
Me levanté de la cama donde había estado sentada, incapaz de dormir o relajarme. Caminé hasta la puerta la cual no estaba cerrada con llave y sali de allì sintiendo como la tensión me acompañaba, como una sombra mientras salía al pasillo.
Avancé por los corredores de la mansión con pasos lentos. El silencio era tan denso que podía oír el crujir de la madera bajo mis pies. Las luces eran tenues, cálidas, y el aire olía a lavanda y cera antigua. Me sorprendió lo libre que estaba el camino. Nadie me detuvo. Nadie me escoltó. Era como si confiaran en que no intentaría escapar.
Y por el momento… tenían razón.
Mientras bajaba por una escalera de mármol, me topé con un corredor largo decorado con cuadros antiguos. Retratos familiares, sin duda. Uno tras otro. Mujeres con vestidos caros, hombres con trajes de época o uniformes militares. Todos elegantes. Todos fríos. Ninguno sonreía.
Ni uno solo.
Algo en esas imágenes me perturbaba. Había rigidez en los rostros. Como si estuvieran obligados a estar allí, como si sus almas hubiesen sido atrapadas junto a la pintura.
Seguí caminando hasta llegar a lo que debía ser el corazón de la mansión: un salón principal.
El techo era altísimo, con vigas expuestas y una enorme chimenea de piedra que dominaba el muro del fondo. Frente a ella, sofás de terciopelo, una alfombra persa impecable, y un piano de cola negro que parecía jamás haber sido tocado.
Pero lo que atrapó mi atención fue lo que colgaba sobre la chimenea.
Una pintura, mas bien la pintura de pinturas.
Él. El hombre que acababa de operar, estaba de pie, vestido con un traje negro a medida, como un rey sin corona. Frente a él, sentada con un vestido verde esmeralda de seda que le ceñía la cintura y caía como cascada hasta el suelo, estaba ella. Su madre.
La misma mujer que me había recibido y que me había amenazado.
Su postura era impecable, con una mano cruzada sobre su regazo, y la otra apenas tocando el brazo del sillón. Él tenía una mano sobre su hombro, como si la protegiera o, tal vez, la poseyera. Ambos miraban al frente, al espectador, con esa misma expresión impasible que vi en todos los retratos. Como si ocultaran un secreto tan oscuro que nadie osaría nombrar.
Me quedé allí, hipnotizada.
Había poder en ese cuadro. Había historia y peligro.
Como un aviso pintado en óleo y arrogancia.
—Es hermosa, ¿verdad?
La voz me sobresaltó.
Di un paso atrás y me giré bruscamente.
La madre de mi paciente estaba de pie en el umbral, impecable como siempre, vestida ahora con un conjunto de seda marfil y chaqueta entallada. Llevaba el cabello recogido en un moño perfecto. Ni una hebra fuera de lugar.
—Por Dios… —murmuré, llevándome una mano al pecho. —Me asustó.
—Cálmate, niña. No voy a hacerte nada— Dijo, caminando hacia uno de los sofás. —Hoy has salvado a mi hijo y por eso te estaré agradecida siempre.
Se sentó con elegancia, cruzando las piernas. Me observó con una mezcla de serenidad y superioridad que me desarmaba.
Yo me crucé de brazos. No porque quisiera desafiarla. Sino para sentir que aún tenía control sobre mi cuerpo, sobre algo.
—¿Cuándo podré irme?
—Cuando mi hijo esté completamente recuperado.
La respuesta fue inmediata. Sin dramatismo. Como si hubiera dicho que el té estaría listo a las cinco.
—No pueden retenerme aquí. Yo hice lo que me pidieron. Lo operé. Está vivo y ahora quiero irme.
La señora me miró por unos segundos largos y calculadores. Como si fuera una presa que se había atrevido a rugir.
—¿Estás segura de que quieres eso?
—¿Qué?
—Irte. Regresar a esa vida donde nadie te conoce. Donde tendrás que esforzarte diez veces más que un hombre para que apenas te escuchen. Donde las puertas se abren solo si alguien con poder las abre por ti.
No respondí de inmediato.
Mi corazón latía con fuerza y mis pensamientos iban demasiado rápido.
—Aquí— Continuó ella. —Podrías tener otra vida. Lujo. Dinero. Seguridad. Poder. Podrías ser la doctora personal de la familia Reginald. Tus investigaciones financiadas, tus condiciones elegidas. Nadie se atrevería a cuestionarte.
—¿Y a cambio de qué?— Pregunté, en voz baja.
—Lealtad— Respondió, con una sonrisa suave. —Y discreción.
Me mantuve firme.
—Desde que inicié mi carrera he sabido darme a respetar. No necesito esconderme detrás de nadie. Ni de un apellido. Me gané mi lugar con horas, con sangre, con disciplina. No necesito venderme para obtener fama y dinero.
María se echó hacia atrás con una expresión que, por un segundo, pareció... divertida.
—Tienes carácter— Dijo. —Eso me gusta.
—¿Entonces me dejará ir?
Su sonrisa se apagó.
—No.
Se puso de pie con calma, ajustando su chaqueta con una elegancia automática. Caminó hacia mí y por instinto, di medio paso atrás.
Ella se detuvo frente a mí y me miró a los ojos intensamente.
—Haz que mi hijo se levante de esa cama tal y como era antes— Agregò en voz baja, con una intensidad que me heló la piel. —Y después hablaremos de tu libertad.
Giró sobre sus tacones.
—Por cierto— Sentenciò, sin mirar atrás. —Soy María Reginald.
Y salió de la sala.
Yo me quedé allí, inmóvil. Mirando la pintura, mirando los ojos del hombre al que acababa de salvar y preguntándome si acaso ahora era yo… la que necesitaba que la salvaran.