Elena lo perdió todo: a su madre, a su estabilidad y a la inocencia de una vida tranquila. Amanda, en cambio, quedó rota tras la muerte de Martina, la mujer que fue su razón de existir. Entre ellas solo debería haber distancia y reproches, pero el destino las ata con un vínculo imposible de ignorar: un niño que ninguna planeó criar, pero que cambiará sus vidas para siempre.
En medio del duelo, la culpa y los sueños inconclusos, Elena y Amanda descubrirán que a veces el amor nace justo donde más duele… y que la esperanza puede tomar la forma de un nuevo comienzo.
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Capítulo 20.
Amanda
El silencio del pent-house me recibió como una bofetada. Era demasiado amplia, demasiado vacía. Mis pasos resonaban en el mármol como si pertenecieran a otra persona. Cerré la puerta con un golpe seco y me dirigí al despacho sin encender las luces. El corazón me latía con un ritmo extraño, acelerado, casi adolescente.
Abrí el primer cajón del escritorio, el más profundo, donde guardaba cosas que juré no volver a tocar. Saqué un pequeño llavero metálico. Lo sostuve en la palma de mi mano y lo observé bajo la tenue luz que entraba por la ventana. La llave estaba fría, como si hubiera estado congelada todos estos años.
Caminé por el pasillo con paso firme. Cada metro que avanzaba me parecía más pesado. Llegué hasta aquella puerta blanca. No la había abierto en cinco años. Apoyé la frente contra la madera unos segundos, respirando hondo. Luego, sin darme más tiempo, introduce la llave y giré.
El clic me sonó como un trueno.
La puerta pasó y la habitación se abrió ante mí.
Todo estaba impecable. Ni una mota de polvo. La empleada, fiel a mis órdenes silenciosas, había mantenido ese cuarto como si el bebé fuera a llegar en cualquier momento. Me invadió un escalofrío.
Era la habitación del niño. La que Martina y yo habíamos preparado juntas.
Di unos pasos dentro y sentí que el aire me faltaba. Allí estaban los tonos suaves que ella escogió: azules marinos, grises claros, toques de blanco. Recuerdo su risa cuando discutíamos si los cojines debían ser con rayas o con anclas bordadas. “Náutico”, dijo, “quiero que todo sea náutico. Como si creciera navegando, como si el mundo fuera suyo desde el inicio”.
Toqué con los dedos la cuna, pulida y reluciente. El colchoncito aún estaba cubierto con la sábana de algodón que Martina había acariciado tantas veces. Ella había tocado cada tela, cada textura, con un amor que yo nunca supe imitar.
Las lágrimas me brotaron sin permiso. Caminé despacio, acariciando las repisas llenas de peluches marinos: ballenas, delfines, barquitos de madera. Y entonces lo vi: la fotografía de Martina colgada en la pared, con esa sonrisa suya capaz de iluminar un océano entero.
Me desplomé en la silla mecedora.
— ¿Qué hago, Martina? —murmuré, con la voz rota—. Dame una señal. Ayúdame a decidir.
El silencio fue mi única respuesta.
No podía negar lo que sentido había al ver al niño, mirarlo a los ojos… fue como recibir un golpe en el centro del alma. Me giré algo que pensé muerto en mí. Y ver a Elena, tan distinta, tan fuerte… también me removió.
Me pasé las manos por la cara.
Ese pequeño… Martín. Tenía una forma de hablar que no correspondía a su edad. Cuando lo escuché decir “soy el hombre de la casa”, me sentí atravesada por un rayo. Tenía templo. Tenía coraje. Y sí, era valiente. No cabía duda.
Me obligué a levantarme. Caminé otra vez por la habitación, pero algo me golpeó con fuerza: todo estaba detenido en el tiempo. Era un cuarto para un bebé. Pero mi hijo ya no era un bebé.
—Cinco años… —susurré, acariciando la cuna—. Todo esto ya no le sirve.
Salí del cuarto con el corazón latiendo a mil. Tomé el teléfono y marqué a la empresa de decoración de interiores con la que trabajaba en mis proyectos. Esa noche no dormí. Me pasé las horas revisando catálogos, imaginando colores, mobiliario, un espacio digno para un niño de cinco años.
La mañana siguiente se convirtió en un torbellino. Decoradores, carpinteros, transportistas. Yo misma supervisé cada detalle, dejando de lado mis juntas, cancelando llamadas. No me importó. Ese día, mi única empresa era esa habitación.
Quitaron la cuna. En su lugar instalamos una cama individual, con sábanas nuevas, en tonos azules más vivos. Las paredes las cubrieron con vinilos de mapas marinos, como si el niño pudiera navegar con la vista. Cambié los peluches diminutos por estantes con libros, rompecabezas y juegos didácticos.
Vi cómo los hombres instalaban un escritorio pequeño, con una lámpara moderna. Imaginé a Martín sentado allí, dibujando, escribiendo, aprendiendo. Añadí un rincón con cojines grandes, para que pudieras leer o soñar.
Supervisé todo con una minuciosidad obsesiva. Cada mueble, cada alfombra, cada cuadro. No quería que nada fallara.
Cuando por fin los trabajadores se fueron y el silencio volvió, me encontré sola en la nueva habitación. Una sonrisa se me escapó de los labios.
Imaginé al niño corriendo por el pent-house, sus pasos resonando en los pasillos, su risa llenando el aire. Me imaginé observándolo jugar, cuidando que no se lastimara, escuchando sus ocurrencias.
Por primera vez en muchos años, sonreí de verdad.
Me senté en la cama recién tendida y pasé la mano por las sábanas nuevas. El pensamiento volvió, inevitable:
—Y si repito los errores de mis padres?
El miedo me atenazó. Mis recuerdos se arremolinaron: mi madre gritándome, mi padre golpeándome, su desprecio helado. ¿Y si yo era igual que ellos? ¿Y si no sabía amar de verdad?
¿Podría ser una buena madre para él?
Me llevé las manos al rostro. La inseguridad pesaba como una cadena. Ese niño merecía amor, ternura, paciencia. ¿Y si yo no sabía dárselo?
Me levanté con brusquedad y salí de la habitación. Me sirvió un whisky en la sala, aunque era temprano. No podía con la presión. Tomé el teléfono y lo revisé una y otra vez. Esperaba un mensaje. Una llamada. Algo de Elena. Que me dijera cuándo podía ver a Martín. Que me diera una oportunidad.
Nada.
El reloj avanzaba. La pantalla seguía en silencio. Apoyé la cabeza en el respaldo del sofá, con los ojos fijos en el techo. El silencio de la casa era ensordecedor.
Me descubrí hablando sola, en voz baja.
—Martina… si estás en algún lugar, dame una señal. Dime que puedo hacerlo. Dime que puedo cuidar de él, aunque no sepa cómo.
El silencio volvió a responderme.
Pero esta vez no me pareció tan vacío. Porque dentro de mí, aunque me resistiera a aceptarlo, había nacido una certeza: ese niño ya se había robado mi corazón. Y yo no estaba dispuesta a perderlo otra vez.
✨💜MENSAJE DE LA AUTORA💜✨
Chicas hermosas 😘, me encanta ver que están disfrutando la historia, leer sus comentarios me llena de energía y me inspira a seguir dándoles más 🔥📖.
Les cuento un secreto 🤭: mañana es el último día de actualización de la semana… pero si quieren MARATÓN este sábado, ¡necesito que TODAS comenten aquí abajo! 🖤✨
Mientras más comentarios y corazones ❤️ me dejen, más capítulos van a tener en el maratón. Así que ya saben… ¡quiero verlas activas! 💋
Nos leemos mañana con más pasión y emoción. 🥰🔥