Emma lo tenía todo: un buen trabajo, amigas incondicionales y al hombre que creía perfecto. Durante tres años soñó con el día en que Stefan le pediría matrimonio, convencida de que juntos estaban destinados a construir una vida. Pero la noche en que esperaba conocer a su futuro suegro, el mundo de Emma se derrumba con una sola frase: “Ya no quiero estar contigo.”
Desolada, rota y humillada, intenta recomponer los pedazos de su corazón… hasta que una publicación en redes sociales revela la verdad: Stefan no solo la abandonó, también le ha sido infiel, y ahora celebra un compromiso con otra mujer.
La tristeza pronto se convierte en rabia. Y en medio del dolor, Emma descubre la pieza clave para su venganza: el padre de Stefan.
Si logra conquistarlo, no solo destrozará al hombre que le rompió el corazón, también se convertirá en la mujer que jamás pensó ser: su madrastra.
Un juego peligroso comienza. Entre el deseo, la traición y la sed de venganza, Emma aprenderá que el amor y el odio
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Capítulo 17
Emma
Me deslizó por los escaparates y entro a la primera tienda que veo, seguida de la voz de mi madre que no deja de insistir con atuendos que claramente no son de “una salida tranquila”. Veo un vestido beige sencillo y entro a uno de los probadores para medirmelo, pero antes de que pueda verme bien, ella aparece frente a mí sosteniendo un conjunto ajustado, de falda corta y escote generoso.
—Prueba este— Lo coloca sobre mi brazo con una sonrisa traviesa. —Te quedaría espectacular.
—¿Es en serio, mamá?— Le pregunto arqueando una ceja.
—¿Qué?— Me responde con toda la naturalidad del mundo. —No veo nada malo en que te vistas para verte bien.
Suelto una risa y niego con la cabeza.
—Claro… ¿y también me sugieres que esta noche salga a bailar, a ir por unas copas y que de paso conozca a un francés guapo que me haga olvidar el regresar a Estados Unidos?
Ella se da media vuelta, finge examinar un perchero cercano, y con un gesto de mano descarta lo que acabo de insinuar.
—Por favor, Emma, no pongas palabras en mi boca.
La observo sonriendo con incredulidad. La conozco demasiado bien como para creerle. Si pudiera, ya tendría a cinco candidatos en fila frente a la casa solo para convencerme de quedarme en Francia.
Mientras ella continúa rebuscando entre telas, yo saco mi teléfono. Sus palabras aunque con claras intensiones, resuenan en mi cabeza: quizás sí debería ver a mis viejas amigas. Tecleo rápido un número que hace tiempo no marco.
Al segundo tono, escucho la voz chillona y entusiasta de Monique.
—¡Emma! ¡Mon dieu, eres tú! ¿Estás aquí?
Su alegría me contagia y me sorprende al mismo tiempo, ya que por la distancia y el echo de que me había enfrascado en los estudios, el trabajo y Stefan, las fui abandonando de apoco.
—Sí, llegué hace dos días— Le digo sonriendo. —¿Qué te parece si nos vemos esta noche?
—¡Por supuesto!— Responde de inmediato. —Voy a avisarle a Mimi y a Diana. ¡Van a morirse cuando sepan que volviste!
—Perfecto, entonces nos vemos más tarde.
Cuelgo aún con la sonrisa en los labios. Es como si la simple voz de Monique hubiera barrido parte del peso que llevo en el pecho. Quizás mamá tiene razón. Quizás una noche con mis amigas sea justo lo que necesito.
Cuando levanto la vista, mi madre está al otro lado del pasillo de vestidos, levantando el dedo índice y apuntando hacia el aparador.
—Ese, Emma. Ese rojo.
El vestido cuelga como una provocación: satén brillante y corto. Me echo a reír, negando con la cabeza, pero ella solo me hace señas insistentes, moviendo las manos como si fuera una coreografía divertida.
—Vamos, hija— Dice, guiñándome un ojo. —No lo dudes tanto que tu madre ya está vieja.
***
El taxi se detiene frente al club y, antes de abrir la puerta, respiro profundo. La noche en París tiene un aire distinto, un perfume que lo envuelve todo. Apenas pongo un pie en la acera, escucho la voz inconfundible de Monique.
—¡Emma, ma belle!
Luce como siempre: deslumbrante, con un vestido plateado de lentejuelas que brilla incluso más que las luces de la entrada del club y el cual destaca su hermosa piel morena. Corre hacia mí y me envuelve en un abrazo fuerte, dejando un aroma dulzón de su perfume en mi cuello. No me suelta hasta que Mimi y Diana aparecen justo detrás.
Mimi lleva un vestido dorado ceñido que parece pintado sobre su piel, resplandeciente, y Diana luce un azul oscuro electrico que la hace ver como salida de una pasarela. Ambas gritan mi nombre al unísono y se lanzan sobre nosotras. Termino atrapada entre risas, besos en las mejillas y un abrazo múltiple que más parece un sándwich de cariño y nostalgia.
—¡Estás hermosa!— Dice Diana, apartándose solo lo suficiente para mirarme de arriba abajo con esa mirada crítica y dulce que nunca cambia.
—De verdad, Emma, Francia te echaba de menos— Agrega Mimi con una sonrisa.
Me río con ellas, dejando que el calor del momento derrita un poco la melancolía que arrastro desde Estados Unidos. Entonces Diana, con ese brillo pícaro en los ojos, pregunta:
—¿Y bien? ¿No trajiste contigo a algún apuesto americano?
La pregunta me golpea más fuerte de lo que esperaba. Un fantasma de Stefan cruza mi mente, pero lo entierro de inmediato, clavando mis pies en la tierra. Les sonrío con firmeza y niego con la cabeza.
—No. Estoy soltera y sin compromiso.
Lo digo con una seguridad que me sorprende hasta a mí. Y en el instante en que lo pronuncio, siento como si me liberara de un peso invisible.
Monique suelta un grito de emoción y da una palmada.
—¡Eso es motivo de celebración!— Dice con esa actitud arrolladora que siempre logra encender cualquier lugar al que entra. —Vamos a brindar como nunca. ¡Esta noche es nuestra!
Sus palabras encienden a Mimi y Diana, que aplauden y se toman de mis brazos, arrastrándome hacia la entrada del club. Las luces destellan, la música retumba, y me dejo llevar.
El club es un estallido de luces y música que hace vibrar hasta los huesos. Apenas cruzamos la puerta, siento el cosquilleo de la libertad recorriéndome la piel. Monique va al frente como un huracán plateado que atrae miradas con cada paso. Mimi y Diana, brillantes como joyas bajo las luces, me arrastran del brazo hacia una mesa en el centro, justo al lado de la pista.
Las copas llegan rápido. Champaña y cocteles fríos que chisporrotea en nuestras bocas y nos arranca carcajadas. Monique alza su copa y proclama con dramatismo:
—¡Por el regreso de nuestra querida Emma y por su soltería que será bien aprovechada!
Me muero de verguenza al ver la mirada de varios caer en nosotras ante el bullicio de mi amiga que es secundado por las otras dos, choco mi copa con la de ella para obligarla a bajar la voz, y bebo de un trago todo lo que se me cruza, lo cual me quema y me enciende a la vez. Diana se inclina hacia mí con una mirada cómplice.
—Cuéntalo todo— Me dice.—¿Quién fue el desgraciado que se atrevió a romperte el corazón?
—Es alguien que ya no tiene importancia— Respondo rápido, ignorando la interrogativa de cómo llego a la conclusión de que estoy aquí y así por una ruptura yu sacudo la mano como si pudiera apartar el tema con un gesto. —Estoy aquí para olvidar, no para recordar.
—Eso, eso— Interrumpe Mimi. —Brindemos por los nuevos comienzos.
Las luces del club cambian a tonos rojos y violetas, y la pista comienza a llenarse. Monique, incapaz de quedarse quieta, me toma de la mano y me arrastra al centro. La música late fuerte, un ritmo que hace que mi cuerpo se mueva sin esfuerzo. Reímos, bailamos y giramos juntas como si los años de distancia no hubieran pasado. Mimi y Diana se nos unen enseguida, y pronto las cuatro nos convertimos en el centro de atención, un remolino de brillo y risas en medio de la multitud.
Siento la adrenalina corriendo, el sudor perlándome la frente, pero también algo más profundo: la calidez de estar rodeada de quienes me quieren sin condiciones.
En una pausa, nos retiramos a la mesa, respirando agitadas y riendo todavía. Monique, con los labios pintados de rojo intenso, se inclina hacia mí.
—Dime, Emma, ¿y de verdad no hay nadie? ¿Alguien que te esté calentado las bragas en secreto?
Siento la sonrisa formarse en mis labios, algo entre picardía y confesión.
—Digamos que… hay alguien. Pero no estoy segura de qué es lo que quiero de él.
Las tres abren los ojos con curiosidad, como si acabara de lanzar un secreto envenenado sobre la mesa.
—¡No puede ser!— Exclama Diana golpeando con fuerza la copa contra la mesa. —¿Ese brillo en tus ojos es porque acabas de pensar en él?
Me río, sacudo la cabeza, pero no digo más. No quiero nombrarlo, no quiero traerlo a este lugar. Robert es un enigma que no pienso descifrar esta noche.
La música sube otra vez, y Mimi levanta su copa.
—Entonces brindemos por los misterios, por los hombres que tal vez si, o tal vez no, valgan la pena.
—Y por nosotras— Añado, chocando mi copa contra las suyas.
De un momento a otro, no sé cuántas copas llevo. Perdí la cuenta entre risas, brindis y canciones. La música es un golpe constante en mi pecho, un latido que se mezcla con mi propio pulso. El aire del club es pesado, saturado de humo y el olor a licor. Apenas logro mantenerme en pie mientras un francés alto, con sonrisa brillante, baila pegado a mí, deslizándo las manos por el sexy vestido rojo que mi madre me convenció de comprar.
Me dejo llevar unos segundos, pero pronto el calor me asfixia. Todo gira demasiado rápido.
—Necesito… aire— Murmuro, apartándome con torpeza.
Camino hasta nuestra mesa, tropezando un poco con cada paso. Mimi está allí, enredada en los brazos de un hombre que no reconozco. Se besan como si no hubiera nadie más en el lugar. Yo río entre dientes, mareada, y me desplomo en la silla. El humo de las máquinas convierte todo en sombras y siluetas que van y vienen. Apenas puedo distinguir los rostros.
Tomo la copa frente a mí, la levanto y la acerco a mis labios. El líquido brilla bajo las luces cambiantes. Necesito ese último sorbo para calmar la sequedad que siento en la garganta.
Pero una mano firme se interpone. Me arrebata la copa justo antes de que toque mi boca.
—¡Oye!— Protesto, alzando la vista. —Eso es mío.
La respuesta llega con una voz grave tan reconocible que me pone los nervios de punta al instante:
—Sí, es tuyo. Pero tú eres mía.
El mundo se detiene.
Parpadeo, tratando de enfocar, de asegurarme de que mis ojos no me están jugando una mala pasada. La mandíbula fuerte, la mirada fija, el porte que sobresale incluso en medio del humo y la penumbra.
Mi garganta se seca aún más. El mareo desaparece bajo un chorro de adrenalina que me atraviesa.
Es Robert, de pie frente a mí y con un semblante nada contento.