Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 20 – Entre Sangre y Elección
La noche sobre Toronto parecía inmóvil, pero la mansión Greco latía en alerta constante. Desde la muerte de Vladimir, el silencio nunca más fue solo silencio. Era presagio. Era el sonido antes de la tormenta.
Theo caminaba por los pasillos como un lobo que rondaba su propia guarida. Cada paso suyo hacía resonar la tensión que dominaba a los hombres armados, repartidos por el terreno. Nikos, siempre un paso detrás, repasaba información, pero Theo ya sentía el olor del peligro en el aire.
Había algo mal.
Esa noche, el viento azotaba los árboles con una fuerza inusual, pero no era solo la naturaleza la que aullaba. Era la espera. La oscuridad se volvía cada vez más pesada, y Theo sabía reconocer cuándo un enemigo se acercaba.
Y el enemigo, esta vez, venía con sangre en los ojos.
Poco después de la medianoche, llegó la primera señal. Un chasquido metálico, casi imperceptible, pero suficiente para que Theo se detuviera de inmediato en el pasillo. Miró a Nikos y no necesitó hablar. Ambos lo escucharon.
Un disparo amortiguado resonó en el jardín lateral. Luego otro, más cercano. Los perros empezaron a ladrar, y enseguida la primera explosión sacudió el portón de hierro de la mansión.
Theo sacó el arma de la cartuchera y caminó hasta la ventana. Las sombras se movían afuera, hombres encapuchados avanzando con granadas de humo y rifles automáticos.
—Volkov… —gruñó entre dientes.
Nikos corrió hacia la radio, gritando órdenes a los guardias.
—¡Nos traicionaron, Don! —dijo, jadeante— ¡Sabían cada ruta, cada punto ciego!
Theo no necesitó preguntar quién. La lista de sospechosos era corta, y la puñalada en la espalda siempre venía de alguien demasiado cercano. Pero la hora de ajustar cuentas vendría después. Ahora, la prioridad era simple: sobrevivir y aplastar el ataque.
Las puertas principales estallaron en astillas, y los primeros invasores entraron disparando. Los hombres de Greco respondieron, balas cruzando los pasillos, el sonido ensordecedor mezclándose con los gritos.
Theo avanzaba como sombra entre las paredes, disparando con precisión letal. Cada bala era una sentencia cumplida. Un invasor rompió la ventana del salón principal, pero no tuvo tiempo de dar el segundo paso. El tiro certero de Theo le atravesó la garganta, y el cuerpo cayó como peso muerto sobre el suelo.
El olor a pólvora llenó el aire, mezclado con el de sangre fresca. Nikos apareció a su lado, ya manchado de rojo.
—¡Vienen de todos lados! —gritó.
Theo no respondió. Solo recargó la pistola y siguió avanzando.
En el segundo piso, Naya despertó con el estruendo de la explosión. El corazón le latía desbocado antes incluso de que los ojos reconocieran la oscuridad. La habitación temblaba, las paredes vibrando con los disparos.
Corrió hacia la puerta, pero dudó. Por instinto, se aferró al marco, respirando rápido. Voces gritaban abajo, el sonido de vidrios rompiéndose, de cuerpos cayendo. Era el infierno invadiendo las paredes que, por poco tiempo, le habían parecido refugio.
El instinto decía: huye. Pero el cuerpo no obedecía.
En ese momento vio, caído junto a la escalera, el cuerpo de uno de los hombres de confianza de Theo. El arma se deslizó de su mano, rodando hasta quedar a pocos metros de ella.
Naya tragó saliva. El pecho le ardía. Aquella pistola parecía gritar, llamándola, y al mismo tiempo repelerla como una serpiente a punto de morder.
Más pasos pesados resonaron en el pasillo. No eran de los guardias de Theo. Voces roncas, acento cargado, riendo como chacales.
No pensó. Solo corrió. Tomó el arma con ambas manos, los dedos temblando.
Cuando la sombra del invasor apareció en la puerta, el tiempo pareció detenerse. Los ojos de ella se encontraron con los de él. La sonrisa de él era la certeza de la presa capturada.
Pero antes de que diera el primer paso, Naya apretó el gatillo.
El estampido retumbó alto, ensordecedor. El cuerpo del hombre cayó de espaldas, los ojos abiertos en el vacío.
Naya quedó inmóvil, las manos aún apuntando el arma, los brazos temblando. El olor de la pólvora quemaba sus fosas nasales, y un nudo se formó en su estómago.
Había matado a alguien.
El pecho subía y bajaba en desesperación. Las lágrimas brotaron sin aviso, corriendo junto con la respiración entrecortada. Pero al mismo tiempo, una verdad cortaba aún más profundo: estaba viva.
Si no hubiera disparado, sería su cuerpo el que yaciera allí.
Theo apareció segundos después, el rostro endurecido por la batalla, los ojos aún en brasas. Vio el cuerpo en el suelo, el arma en la mano de ella, y entendió sin necesidad de palabras.
Por un instante, Naya pensó que él la reprendería, que le diría algo sobre haber tomado un arma. Pero Theo solo se acercó despacio, la mirada clavada en ella.
—Hiciste lo que tenías que hacer. —dijo, frío, pero firme.
Ella parpadeó, las lágrimas aún corriendo.
—Yo… yo maté. —susurró, la voz quebrada.
Theo respiró hondo, se acercó más y, sin tocarla, habló bajo, casi como si la voz estuviera hecha para no salir de ese pasillo:
—Sobreviviste. No dejarás que te lo arrebaten.
Detrás de él, los disparos seguían resonando, gritos mezclados con el humo que subía por las escaleras. Theo se giró rápido, disparando contra otro invasor que apareció con fusil en mano. El cuerpo rodó por los escalones, manchando de sangre la barandilla.
Nikos apareció detrás, arrastrando una herida en el brazo, pero aún firme.
—Don, necesitamos replegarnos hacia el salón. ¡El cerco se está cerrando!
Theo asintió y miró a Naya una vez más.
—Quédate detrás de mí. —ordenó.
Ella apretó el arma contra el pecho, asustada, pero lo siguió.
El salón principal, antaño repleto de lujo, ahora era campo de batalla. Tapices ardían en las paredes, arañas destrozadas brillaban en pedazos sobre el suelo. La sangre teñía los mármoles blancos, y el aire estaba denso de humo.
Theo lideraba cada paso, disparando con precisión, cada bala derribando a un enemigo. Era brutal, era letal, era el verdugo que el submundo conocía. Su cuerpo parecía movido solo por el instinto de matar.
Naya, aun aterrada, no apartaba los ojos. Vio de cerca al hombre que la había salvado tantas veces ser también el monstruo que arrancaba vidas sin dudar. El contraste la golpeaba como un choque: el protector y el asesino eran el mismo.
Y, sin embargo, no podía retroceder.
El tiroteo duró largos minutos hasta que los últimos invasores cayeron. Los sobrevivientes huyeron en medio del humo, dejando el suelo de la mansión cubierto de cuerpos.
Cuando al fin cayó el silencio, el pecho de Theo subía y bajaba despacio. La sangre corría por su brazo, un corte profundo, pero él no mostraba dolor. Solo miró alrededor, contando mentalmente a los vivos y a los muertos.
Nikos se apoyaba en una columna, exhausto, pero aún respirando. Otros hombres de confianza estaban heridos, pero vivos.
Y entonces, en medio del caos, Theo la miró.
Naya seguía sosteniendo el arma, los dedos temblando. Todo su cuerpo temblaba, los ojos llenos de lágrimas. Pero cuando encontró la mirada de él, no la apartó.
El silencio duró largos segundos hasta que ella abrió la boca. La voz salió débil, pero clara, como una confesión:
—Yo… quiero quedarme. —respiró hondo— Hasta recordar quién soy.
Las palabras atravesaron a Theo como un disparo. Por un instante, su corazón olvidó el peso de la sangre y de la guerra. Ella, que antes era solo un enigma, una herida viva, ahora elegía estar allí, aun conociendo al monstruo que él era.
Theo no respondió de inmediato. Solo la miró, la mandíbula tensa, como si contuviera algo que amenazaba con romperse desde dentro.
Y entonces, despacio, asintió.
En ese instante, supo que ella ya no era solo alguien a quien proteger. No era solo deuda o casualidad. Naya, con la mirada temblorosa pero firme, se convertía en parte de su lucha.
Y eso lo cambiaba todo.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!