Me hice millonario antes de graduarme, cuando todos aún se reían del Bitcoin. Antes de los veinte ya tenía más dinero del que podía gastar... y más tiempo libre del que sabía usar. ¿Mi plan? Dormir hasta tarde, comer bien, comprar autos caros, viajar un poco y no pensar demasiado..... Pero claro, la vida no soporta ver a alguien tan tranquilo.
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Capítulo 3: Amor
De vuelta en su lujoso penthouse de Riverside Hills, Adrián Foster se dejó caer en el sofá tras una ducha larga. El agua tibia había arrastrado consigo el sudor de la carrera y el ruido de la ciudad. Se sintió renovado, como si hubiera borrado horas enteras de su vida con ese simple acto. Ya pasaban las nueve de la noche, pero el día todavía parecía vibrar con energía.
Un poco antes, había recogido tres macetas del guardia de seguridad de la comunidad. Dos estaban destinadas a decorar la sala, regalos de la administración del vecindario que, según el guardia, costaban más de cien dólares cada una. El lujo tenía esas sutilezas: incluso los detalles más pequeños estaban calculados para impresionar.
Adrián colocó una maceta a cada lado del ventanal panorámico que iba del suelo al techo. Los grandes capullos parecían faroles invertidos; sus pétalos, como flores de loto suspendidas al revés, reflejaban la luz artificial de la ciudad. Las puntas estaban adornadas con pequeñas esferas brillantes, como perlas o cristales. Instantáneamente, la sala cobró vida: la mezcla de verde y tonos pastel iluminaba el espacio.
La tercera maceta, con peonías blancas, fue colocada en su dormitorio. Sus hojas generosas y flores delicadas creaban un rincón que transformaba el ambiente, aportando un toque de serenidad a su apartamento dúplex de más de 150 metros cuadrados.
En Riverside Hills, la administración de la propiedad tenía un gusto impecable. Las flores eran parte de una tradición: un recordatorio de que incluso la ostentación podía venir envuelta en belleza sencilla.
Al caer la noche, las luces de la ciudad brillaban intensamente. Desde su ventana se veía Manhattan iluminado, el brillo de los rascacielos reflejándose en las aguas del Hudson. El paisaje nocturno de Nueva York tenía algo hipnótico: una mezcla de caos y magia, de historias contadas en cada luz.
Adrián encendió su teléfono y descubrió varias llamadas perdidas. No era raro ignorar llamadas, pero esta vez eran muchas: doce, todas de su madre. Un leve escalofrío recorrió su nuca al ver la insistencia.
La llamada se conectó de inmediato.
—¡Por fin contestas! —la voz de Margaret Foster sonó fuerte y clara, con un matiz que mezclaba autoridad y ternura—. Estaba a punto de llamar a la policía.
La voz de su madre tenía ese timbre inconfundible, fuerte pero cálido, capaz de transmitir preocupación y reproche a la vez.
—Estaba en la ducha, mamá —respondió Adrián con calma, aunque inmediatamente se arrepintió—. ¿Qué pasa?
No debió preguntar. Margaret Foster reaccionó como si hubiera esperado ese reproche.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no crees que debería importarte que me preocupe? —su voz subió, teñida de reproche—. No me llamas nunca, y ahora que yo te llamo te preguntas qué pasa. ¿Te has olvidado de nosotros? ¡Eres un hijo desleal!
Adrián cerró los ojos unos segundos. Sabía que no podía discutir. En su interior, quería abrazarla y decirle que la quería, pero las palabras se le ahogaban entre excusas. Siempre terminaba cediendo.
—Mamá, sólo quiero que estés bien —dijo, apaciguando su voz.
Después de unos minutos de reproches, su madre cambió el tono.
—Adrian… ¿tienes novia? —preguntó, casi con urgencia.
—No, mamá, estoy buscando —respondió Adrián.
—¿Cómo puedes no tenerla? Casi tienes 25 años… —su voz se endureció, aunque la preocupación seguía presente.
—Mamá, tengo 23.
—Redondeando. ¿Cuándo vas a dejar de posponerlo? —insistió ella—. No quiero que termines solo.
Adrián sonrió con cierto escepticismo. A sus ojos, encontrar a alguien no era un asunto de edad, sino de conexión real. No estaba dispuesto a aceptar menos que eso.
Su repentina riqueza había cambiado muchas cosas: ahora podía permitirse autos exclusivos, hoteles de lujo y noches en bares como el “Ace of Spades” donde descorchar botellas sin pensar en el costo. Había probado la vida de un hombre rico, pero no había probado el amor. Ni siquiera una relación superficial. Era extraño: un hombre joven, atractivo, con dinero y aún virgen.
En sus años universitarios, había rechazado confesiones y propuestas. Algunos compañeros creían que tenía gustos diferentes, pero Adrián sabía la verdad: simplemente no encontraba a la persona adecuada. Para él, el amor era algo serio. No quería una aventura vacía, quería una compañera de vida, alguien con quien compartir no sólo los lujos, sino los detalles más simples: un café al amanecer, una charla sin prisa, un hogar.
—Entonces deja de tontear y céntrate —dijo Margaret Foster, suavizando su voz—. Encuentra a alguien, cásate y danos un nieto.
La conversación continuó entre reproches, actualizaciones de la familia y consejos. Su padre, Henry Foster, apareció en la llamada, serio pero amable. Prefería que lo llamaran “maestro”, título que consideraba un honor después de años como funcionario en su ciudad natal.
La charla se cerró con una noticia inesperada: su madre le había conseguido una cita a ciegas con una joven de Nueva York, licenciada, trabajadora y conocida de ella. Adrián aceptó sin reservas.
—Está bien, mándame la foto y su número —dijo.
Colgó el teléfono y se recostó en el sofá, mirando por la ventana el paisaje nocturno. En su mente resonaban las palabras de su madre: encontrar una pareja, casarse, formar una familia.
Adrián sonrió con ironía. Una parte de él deseaba que todo fuera tan sencillo. Otra, se preguntaba si ese encuentro cambiaría algo.
"Las luces de la ciudad no pueden iluminar lo que el corazón busca", pensó.
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