La última bocanada de aire se le escapó a Elena en una exhalación tan vacía como los últimos dos años de su matrimonio. No fue una muerte dramática; fue un apagón silencioso en medio de una carretera nevada, una pausa abrupta en su huida sin rumbo. A sus veinte años, acababa de descubrir la traición de su esposo, el hombre que juró amarla en una iglesia llena de lirios, y la única escapatoria que encontró fue meterse en su viejo auto con una maleta y el corazón roto. Había conducido hasta que el mundo se convirtió en una neblina gris, buscando un lugar donde el eco de la mentira no pudiera alcanzarla. Encontrándose con la nada absoluta viendo su cuerpo inerte en medio de la oscuridad.
¿Qué pasará con Elena? ¿Cuál será su destino? Es momento de empezar a leer y descubrir los designios que le tiene preparado la vida.
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Capitulo XV Las reglas de un matrimonio real
Alistair se apartó por completo y volvió a adoptar su postura de Conde frío, caminando de nuevo detrás del escritorio, como si se estuviera poniendo una armadura. La pasión se había retirado, dejando solo las reglas.
—Usted me ha obligado a retractarme de mi intención de divorcio. Pero esto no significa que mi Casa se convierta en el escenario de sus novelas románticas. Si quiere que este matrimonio sea real, tendrá que vivir bajo mis términos.
Elena asintió, tratando de recuperar el aliento y la compostura.
—Soy todo oídos, Conde.
—Primera Regla: Su coherencia y su etiqueta deben ser perfectas en público. Si vuelve a cometer un error social, si vuelve a hablar de sus "delirios químicos" o si vuelve a avergonzarme, la paz del reino tendrá que buscar otra solución, y usted será confinada a la Hacienda hasta el fin de nuestros días.
—Segunda Regla: La política es dominio mío. No intervendrá en mis negocios ni en los asuntos de la corona, a menos que yo la solicite expresamente. Su inteligencia estratégica será bienvenida, pero solo si se mantiene en el ámbito de la administración de la Hacienda y de las actividades sociales.
Alistair se detuvo, su mirada se volvió más intensa.
—Tercera Regla: Tendremos una relación conyugal. Usted me ha propuesto una oportunidad, y la tomaré. Deseo una heredera, y espero que esta nueva y decidida Elena sea capaz de cumplir con ese deber sin el resentimiento de la Condesa anterior.
Finalmente, él golpeó el escritorio con la mano, haciendo un ruido seco que selló el pacto.
—La semana de prueba ha terminado, Condesa Alistair. Ha demostrado ser la aliada política que necesito y la mujer que puedo desear. Ahora demuestre que puede ser la esposa que esta Casa requiere.
Elena se enderezó, sintiendo que había ganado la guerra, pero estaba a punto de empezar el verdadero desafío. Este matrimonio de conveniencia, que había nacido del odio y el deber, ahora tenía una base de respeto y una chispa de pasión inesperada.
—Acepto las reglas, Conde Alistair —dijo Elena, con una calma que ocultaba el temblor de su cuerpo—. Seré la Condesa Alistair que usted necesita.
Con el beso y las reglas, el antiguo matrimonio de papel había muerto, y un nuevo, peligroso y apasionado pacto de poder había nacido en el estudio del Conde.
Elena regresó a su habitación sintiendo que acababa de firmar un contrato vinculante. El eco del beso de Alistair y la fría enumeración de sus "Tres Reglas" se disputaban la atención en su mente. Él no le había ofrecido amor; le había ofrecido paz a cambio de su cuerpo y su obediencia social. Era un trato duro, pero infinitamente más honesto que la fachada de amor que Lían le había vendido en su otra vida.
Mary, la doncella, entró con el rostro lleno de preguntas. Había escuchado los rumores sobre la reunión de damas y la prolongada estancia de Elena en el estudio del Conde.
—Mi Señora, ¿qué ha pasado? —preguntó Mary, con los ojos muy abiertos.
—Ha pasado que la Casa Alistair tiene una Condesa permanente, Mary —respondió Elena, con una sonrisa tensa—. La semana de prueba ha terminado. El Conde me ha confirmado en mi puesto.
—¡Bendito sea el Rey! —exclamó Mary, aliviada—. Esto es una bendición para el reino, mi Señora.
—Sí, una bendición con tres reglas muy claras —murmuró Elena para sí misma.
Mientras Mary la ayudaba a prepararse para la noche, Elena sentía una extraña mezcla de excitación y nerviosismo. El Alistair de los besos era magnético y peligroso; el Alistair de las reglas era la barrera de hielo que ella debía derretir.
Elena se puso una delicada bata de dormir de seda que la Señora Hudson había aprobado por su "decoro nupcial". Se sentó en la inmensa cama con dosel, leyendo a la luz de una vela un tedioso libro sobre la genealogía de las Nueve Casas que Mary le había traído a escondidas. Era su manera de mantenerse anclada, de no dejarse llevar por el pánico ni por la anticipación.
El reloj marcaba la medianoche. El silencio en la Hacienda era pesado y antiguo.
Elena se preguntaba si Alistair vendría. Quizás solo había sido una declaración de intenciones, una muestra de poder. Pero su instinto le decía que el Conde, que valoraba el honor y la palabra, vendría a ejecutar la Tercera Regla.
A la una de la madrugada, el sonido de la puerta del vestidor contiguo, la que comunicaba directamente con la habitación de Alistair, hizo que Elena se sobresaltara. La llama de la vela parpadeó.
Alistair entró en la habitación. No llevaba su traje formal, sino una bata de seda oscura que apenas cubría su cuerpo, revelando la fuerza cincelada de sus hombros y el nacimiento de su pecho. Su cabello negro estaba húmedo, y sus ojos grises eran ahora un mar profundo y serio.
No dijo nada. No hubo saludo ni cortesía. Su presencia era un hecho consumado en la quietud de la noche.
Alistair caminó con paso lento hasta la cama, se detuvo y la miró.
—No espere palabras de amor ni promesas vacías, Elena —declaró Alistair, su voz baja y uniforme, como un juramento. Él no quería ternura; quería deber.
—Usted me ha propuesto un matrimonio real. Lo que sucede en esta habitación es la ratificación del pacto. Cumplirá con su deber de Condesa y yo cumpliré con el mío de Conde. A cambio, tendrá la seguridad, el estatus y mi respeto incondicional en público.
Elena se deslizó fuera de la cama, parándose frente a él. Él era mucho más alto de lo que recordaba en la luz del día, y su sola cercanía era una amenaza a su autocontrol.
—El deber conyugal no me asusta, Conde —dijo Elena, obligándose a sonar tranquila, la antigua ejecutiva en ella tomando el control—. Lo que me asusta es la ausencia de conexión. Si vamos a ser una unidad para el reino, no podemos ser dos extraños en esta cama.
Ella alzó una mano y, con una audacia que la sorprendió a ella misma, tocó la seda fría de su bata.
—Si vamos a cumplir la Tercera Regla, Alistair, le pido solo una cosa: no me trate como una obligación política. Tráteme como a la mujer que, con su amnesia, decidió arriesgar su vida por usted.
Alistair cerró los ojos por un instante. La sinceridad desarmante de Elena era su kryptonita. El deber era fácil; la franqueza era imposible.
Abrió los ojos. En ellos, el hielo del Conde se quebró, dejando ver al hombre que ella había besado en el estudio. Él se quitó la bata de un movimiento, dejando su cuerpo atlético y fuerte completamente expuesto bajo la tenue luz de la vela.
—Usted es un desastre para mi estructura, Elena —murmuró Alistair, su voz ronca.
La tomó en sus brazos con una urgencia repentina, no como un deber, sino como una necesidad acumulada.
—Entonces, Condesa —dijo antes de besarla de nuevo, esta vez con una pasión más lenta y exploratoria que prometía un largo camino—. Demuéstreme que esta elección ha valido la pena.
Y con el fuego de un beso que borró las reglas y los reinos, el Conde Alistair reclamó a la Condesa Elena, comenzando así el verdadero y peligroso juego de su matrimonio.