Pesadillas terribles torturan la conciencia y cordura de un Detective. Su deseó de proteger a los suyos y recuperar a la mujer que ama, se ven destruidos por una gran telaraña de corrupción, traición, homicidios y lo perturbador de lo desconocido y lo que no es humano. La oscuridad consumirá su cordura o soportará la locura enfermiza que proyecta la luz rojo carmesí que late al fondo del corredor como un corazón enfermo.
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El Hombre Sin Ojos. Pt.22.
Héctor camina al escritorio, se sienta y abre su laptop. Lo observo mientras enciende el equipo, inclinándose hacia adelante, ocultando la pantalla con el cuerpo.
—Voy a revisar los demás documentos —me dice sin levantar la mirada—, quiero ver si encuentro algo más.
—Bien —le respondo—. Yo bajaré a la morgue. Necesito que Rivas revise algo… quiero confirmar si esa tos que escuchamos era realmente de Slim. Se oía realmente enfermo.
Héctor asiente sin mirarme, ya perdido entre líneas de código y carpetas. Camino hacia el ascensor con mi taza en mano. El eco de mis pasos suena hueco, seco, como si el pasillo entero estuviera conteniendo el aire.
Presiono el botón. El ascensor suena y se abren las puertas. Entro y presiono el botón del nivel 2, la morgue. Mientras las puertas se cierran, mi cabeza sigue dándole vueltas a lo mismo: cómo seguir moviéndome sin levantar polvo. En esta ciudad, el silencio es la mejor forma de seguir vivo. Los Linova huelen los errores desde kilómetros. Y si los federales se meten de lleno… el caso se pudrirá antes de que llegue con el fiscal o el juez.
Las puertas se abren en el nivel subterráneo. El aire cambia. Frío, metálico, con ese olor inconfundible a formol y acero mojado. La morgue nunca deja de recordarme que la verdad casi siempre llega demasiado tarde.
Camino al fondo del corredor blanco, dándole un trago a mi café. Los focos sobre mí no dejan de latir como si estuvieran por morir. Llego al final y abro la puerta de la morgue.
Entro. Al fondo, Rivas está junto a una camilla, encorvado sobre un cuerpo a medio cubrir con una sábana blanca. El sonido del instrumental quirúrgico tintinea en una bandeja.
—Detective —dice sin levantar la vista—. ¿Qué lo trae por aquí tan temprano?
—Una duda —respondo, acercándome al fondo—. Sobre Slim.
Rivas se quita los guantes, los deja caer en el contenedor y se cruza de brazos.
—El contador. Sí, lo recuerdo. Corte limpio en la garganta, se arrancó los ojos y se desangró hasta morir.
—Sí… ese mismo. Pero… —hago una pausa, buscando las palabras— tengo la sospecha de que pudo haber estado enfermo antes de morir. Tosía, según me dijeron. Quizás algo en los pulmones.
El forense frunce el ceño.
—¿Enfermo? No vi signos externos, pero… puedo revisar de nuevo.
Asiente y se acerca a las puertas de acero. Abre una sin verla, estira la camilla revelando el cuerpo. Retira la sábana con cuidado. El cuerpo pálido de Slim parece un trozo de mármol húmedo bajo la luz blanca. Rivas usa unas pinzas y una linterna pequeña para revisar la garganta.
Su rostro cambia apenas, un gesto leve, casi imperceptible.
—Interesante… —murmura.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Toma una lámina, raspa suavemente algo dentro de la tráquea y lo deposita en un frasco de vidrio.
—Hay residuos negros adheridos a la mucosa. También en los bronquios. No es hollín, ni necrosis común. Ni cáncer. Es… otra cosa.
—¿Otra cosa? —repito, intentando no mostrar ansiedad.
—No sabría decirle aún —responde, sellando el frasco—. Lo estudiaré más detenidamente y le avisaré si encuentro algo concreto. Pero sea lo que sea, no parece algo natural.
Asiento. Guardo mi mano en mi bolsillo y le doy un trago al café.
—Gracias, doctor. Y… manténgalo entre nosotros, ¿sí?
Rivas me mira por encima de sus lentes.
—Detective, usted sabe que aquí no sale nada sin mi firma.
Le devuelvo una leve sonrisa.
—Por eso confío en usted Doc.
Salgo de la morgue, con el eco de mis propios pasos rebotando en el corredor.
El aire es más denso aquí abajo, como si la muerte se negara a soltarme del todo. Solo camino por el largo corredor blanco.
Llego a la puerta del ascensor, el reflejo en sus puertas metálicas me devuelve una imagen que apenas reconozco: el rostro cansado de alguien que ya no distingue entre sueño y realidad. El eco de la tos de Slim sigue en mi cabeza, mezclado con las palabras del teniente. “Los federales lo quieren.” Y no solo el caso…
Presiono el botón del ascensor. Mientras espero, siento algo detrás de mí. Una presencia.
Silencio.
Me doy vuelta… y no hay nadie. Solo el corredor largo, vacío, con las luces parpadeando en los extremos. El zumbido de los tubos fluorescentes es lo único que suena.
No sé si es cansancio o paranoia, pero últimamente ambos se sienten igual. Cuando las puertas se abren, entro rápido y subo. El ascensor trepa con su sonido viejo, lento, chirriante. Miro mi reflejo en el espejo interior: ojeras profundas, la camisa arrugada, el cuello del abrigo manchado de café. He visto cadáveres con mejor aspecto.
Las puertas se abren en el primer piso y camino hasta el escritorio. Veo a Héctor, Está hundido en la pantalla, los ojos rojos, los dedos volando sobre el teclado. Tiene esa mirada fija, la que solo aparece cuando está conectando piezas que los demás no ven. Dejo la taza bacía sobre el escritorio.
—Héctor… —digo con voz ronca, apoyando la mano en su hombro—. Vámonos. Ya es suficiente por hoy.
Levanta la vista, parpadea un par de veces, como si recién recordara dónde está.
—¿Qué hora es?
—Hora de largarnos —respondo—. Llevamos más de veinticuatro horas despiertos. Si seguimos así, no pensaremos bien y terminaremos muertos.
Él se levanta con desgano, lo noto en su rostro. Se coloca su abrigo y guarda su laptop. Da un largo bostezo y se estira, haciendo sonar sus huesos.
Caminamos hasta la oficina del teniente. La puerta está entreabierta. Golpeo dos veces y asomo la cabeza. Él está leyendo un informe, con las gafas torcidas y un puro apagado entre los dedos.
Levanta la vista apenas.
—Nos vamos —le digo—. Necesitamos dormir.
—Duerman, sí. Pero no sueñen —responde sin mirarnos, con ese tono medio paternal, medio advertencia.
Sonrío sin fuerzas.
—Eso intentaré, teniente…
Cierro la puerta. Exhalo. Ya no sacamos nada con quedarnos aquí. Será mejor revisar los documentos en casa, sin tantos ojos queriendo ver sobre nuestros hombros.
Salimos de la comisaría. El medio día afuera se siente como una manta húmeda pegada al cuerpo. La fina lluvia del día cae sin nubes cargadas, como suele ser siempre. La ciudad resuena por todos lados, coches y voces por doquier. El olor a petróleo quemado y locura, se siente por todos lados, arrastrado por el viento frío.