"Después de un accidente devastador, Leonardo Priego se enfrenta a una realidad cruel: su esposa está en coma y él ha quedado inválido. Con su hija de 4 años dependiendo de él, Leonardo se ve obligado a tomar una decisión desesperada; conseguir una sustituta de su esposa. Luna, una joven con una vida difícil acepta, pero pronto se da cuenta de que su papel va más allá de lo que imaginaba. Sin embargo, hay un secreto que se esconde en la noche del accidente, un secreto que nadie sabe y que podría cambiar todo. ¿Podrá Leonardo encontrar el amor y la redención en esta situación inesperada? ¿O el pasado y el dolor serán demasiado para superar? La verdad sobre aquella fatídica noche podría ser la clave para desentrañar los misterios del corazón y del destino".
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La esposa sustituta.
Leonardo carga a la niña y se acerca una señora que se parece a Yesenia, con el mismo tono de piel y color de ojos.
—Discúlpame, hijo —dice la señora, con una voz suave y preocupada, mientras intenta tomar a la niña de los brazos de Leonardo.
La niña se aferra a él con fuerza, gritando y llorando.
—Quiero quedarme contigo, papi —dice la niña, con lágrimas en los ojos.
—Ve con tu abuela, princesa —le dice Leonardo, con una voz calmada y suave—. Cuando salga de aquí, voy a verte.
La niña sigue llorando y gritando mientras la señora la lleva en brazos.
Yesenia se levanta, y Leonardo se ve muy molesto, con la mandíbula apretada y los ojos fruncidos.
—Hermano, lo siento de verdad —dice Yesenia, con una voz arrepentida.
—Llévala a casa —les dice Leonardo, con una voz seca y autoritaria.
La señora me mira por un momento antes de agarrar a la niña y salir del restaurante.
Yesenia se acerca a Limber y le susurra algo al oído, mientras me mira con una expresión de disculpa.
—¿Qué ocurre? —le pregunto a Yesenia, mientras la sujeto del brazo.
—Sé que no te gustan los niños —me dice Yesenia, con una voz baja y nerviosa—. No queremos arruinarles el resto del día.
La miro sorprendida y suelto su brazo de mi agarre.
—Disculpen —digo, mientras me levanto y alcanzo a Yesenia y a la señora, que estaban a punto de salir del restaurante.
La niña me extiende los brazos y la cargo, limpiando sus lágrimas con mi mano.
—¿Cómo te llamas? —le digo, y ella me responde tranquila.
—Dana Anastasia —me dice ella, con una sonrisa débil.
—Qué hermoso nombre —le digo a la niña, mientras la abrazo.
La señora y Yesenia me miran con una expresión de sorpresa, antes de mirar a Leonardo, que está detrás de mí.
—Madre, Yesenia, lleven a Dana a casa, por favor —dice Leonardo, con una voz seca y autoritaria.
Le devuelvo a la niña a la señora y me doy la vuelta, encontrándome con la mirada intensa de Leonardo.
—No quiero que vuelvas a hablarle a mi hija —me dice Leonardo, con una voz baja y amenazante.
—Lo siento, pero cuando la vea, le hablaré y la cargaré —le respondo, con una voz firme.
—Déjate de estupideces —me dice Leonardo, con una voz irritada.
—¿Por qué les dijiste que no me gustan los niños? —le pregunto, mirándolo con enojo.
—No quiero que te involucres con mi hija —me dice, con una voz seca—. Ella no tiene nada que ver con nuestro acuerdo.
—Se supone que estamos casados —le digo, incrédula—. ¿No tiene nada que ver qué? ¿Según tú?
—Solo cumple con fingir ser la esposa perfecta —dice Leonardo, con una voz autoritaria—. Haz tu trabajo y no te metas en mis cosas.
Me siento enfadada y humillada, pero me limito a asentir con la cabeza.
Limber se acerca a nosotros y Leonardo se aleja.
—¿Qué pasa? —le pregunto, mientras miro a Leonardo, que se aleja con enojo.
—Sabía que la nueva esposa del señor Leonardo odiaba a los niños —me dice Limber, con una voz baja.
—¿Yo no sabía?
—Yo sí. Pero no creí que fueras tú.
—Es que yo no los odio —le digo con voz firme—. Tú lo sabes.
—Lo sé —me dice Limber, con una sonrisa débil—. Y créeme que si hubiera sabido que eras tú de quien hablaban, los habría desmentido.
Leonardo se acerca a nosotros y me agarra del brazo.
—Vamos —me dice, con una voz seca.
Subimos al carro y nos alejamos del restaurante. El conductor nos lleva por una carretera sinuosa y tranquila.
—¿Por qué dijiste que no quiero conocer a tu familia? —le pregunto a Leonardo, mientras miro por la ventana.
—No tiene caso —me dice, con voz baja.
—Bien, pero no tienes derecho a decir que soy yo la que no quiere, cuando no es así —le digo, firme.
—¿Qué caso tiene? —dice Leonardo, irritado, sin dejar de mirar su celular.
Le quito el celular de la mano y lo miro con enojo.
—¿Qué mierda te pasa? ¿Quién te crees para arrebatarme las cosas? —grita, y aprieto su celular.
—Has tomado decisiones por mí y no era tu decisión.
—No quiero que veas a mi madre, hermana y menos a mi hija.
—Eso no pasará. Si ellas me buscan, yo las recibiré. Y si me invitan, iré.
—¿Qué parte no entiendes que solo eres una sustituta? No eres mi mujer para que juegues a la familia feliz —me grita, y el conductor sube la ventana que nos divide.
—¡Deténgase! —le digo, y no lo hace.
—¡Que se detenga, maldita sea! —le grito, y no lo hace. Abro la puerta, decidida a aventarme si es necesario, pero Leonardo me sujeta.
—Antes devuélveme mi celular —me dice, y eso solo me hace aventarlo a la carretera por la ventana.
—¡Detente! —le dice al conductor, y este frena de golpe, haciendo que me vaya hacia adelante. Meto las manos, evitando caerme.
—Recógelo —me dice, y hago como que no es conmigo. Miro por su ventana y estamos en una carretera sin tráfico; son escasos los carros.
Me bajo fingiendo que iré por el celular, pero empiezo a correr. Se abre la puerta del carro justo detrás de nosotros; sale el mismo señor que parece un guardia, por su tamaño y cuerpo.
Me detiene y ni siquiera avanzo.
—Señora, recoja el celular y regrese al carro, por favor —me dice serio, señalando dónde está el celular tirado.
—¿Es en serio que hizo eso? —suspiro, recogiendo el celular, que está solo rayado, pero enciende. Regreso al carro, cierran la puerta y él extiende la mano. Le regreso su celular.
El carro avanza y suspiro.
—¿Puede darme una copia del acta de matrimonio?
Él sonríe y me mira de pies a cabeza.
—¿Quieres saber si es verdad el acta o bajo qué régimen nos casamos? Al menos tardaste en pedírmelo —me dice, riendo como si supiera que yo se lo pediría.
—Nada de eso —le respondo.
Frenan de repente y hay varios carros cerrando las calles, pero el nuestro se desvía hacia otra calle. Cruza topes y todo lo que se atraviesa. Termino agitada y, con miedo, lo miro. Él está como si nada.
—¿Qué fue eso? —le pregunto agitada, y él me ve de reojo.
—Lo normal —dice, y yo me quedo en shock, ya que eso no es normal.