Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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Capitulo 13
La noche había caído lentamente sobre la hacienda. El silencio del campo era apenas interrumpido por el canto de los grillos y el crujir de la madera antigua de la casa. Martín recorrió el pasillo que lo llevaba a la cocina, sus botas resonaban con un eco suave mientras la luz tenue iluminaba las paredes con sombras alargadas. Desde que vio a Dalia en la mañana, no la había vuelto a ver. Y ahora, con el cielo ya vestido de estrellas, la inquietud en su pecho no lo dejaba en paz.
Empujó la puerta de la cocina, y el aroma a canela y piloncillo lo envolvió. La señora Elena estaba allí, removiendo una olla sobre la estufa. Una mujer de rostro sereno, de esas que han visto tanto que sus ojos guardan historias y silencios por igual.
—Buenas noches, señora Elena —saludó, quitándose el sombrero.
Ella alzó la vista, le sonrió con dulzura y señaló una silla.
—Buenas noches, hijo. ¿Te sirvo un cafecito de olla?
—No, gracias. Solo… estaba buscando a Dalia. No la he visto desde esta mañana.
La señora Elena asintió despacio, dejando la cuchara sobre un trapo bordado.
—La niña Dalia está en el porche. Le gusta sentarse allí cuando oscurece. Dice que el aire de la noche le ayuda a pensar.
Martín se quedó un momento en silencio, mirando el vapor que salía de la olla.
—¿La ha notado triste? —preguntó de pronto.
—Más que triste, la noto callada. Como quien carga un peso que no se ve, pero que se siente. Esa muchacha guarda un dolor grande, aunque lo esconda con risas y palabras firmes.
Martín bajó la mirada. En su pecho, la imagen de Dalia lo sacudía más de lo que se atrevía a confesar. Desde que había llegado a la hacienda, algo en ella lo desarmaba, lo confrontaba.
—¿Te gusta la niña Dalia, verdad? —preguntó de pronto la señora Elena, con la mirada fija en él.
Él se quedó sin palabras por un segundo, como si lo hubieran descubierto en pleno delito.
—Yo… no sé. Es que todo está muy confuso. Tenía una vida allá, en la ciudad. Una prometida. Tina. Creí que la amaba. Pero desde que llegué aquí… ver a Dalia me hace sentir distinto. Como si algo dentro de mí despertara.
La señora Elena se acercó con paso lento, se sentó frente a él y lo miró con la calma de quien ha vivido muchas vidas.
—No viniste a esta hacienda solo por las tierras, hijo. Viniste buscando algo que habías perdido. A veces creemos que tenemos todo claro, pero la vida nos acomoda donde realmente pertenecemos.
Martín respiró hondo. La mención de su prometida le pesaba. El recuerdo de Tina, de las promesas hechas, de los planes… pero también la lejanía emocional, lo vacío que se había sentido los últimos meses.
—No pude venir cuando murió mi abuela —confesó, casi en un susurro—. Estaba en los exámenes finales de la universidad. Me dolió no despedirme de ella.
—Tu abuela te quería mucho. Siempre decía que eras noble de corazón, aunque la vida te hubiera llevado lejos. Ahora estás aquí. Quizás aún puedas hacer las cosas bien.
Martín asintió, y tras un instante de silencio, se levantó.
—Gracias, señora Elena.
—Ve con ella. Está en el porche. Y si en verdad te importa, trátala bien. Porque esa muchacha puede ser fuerte por fuera, pero su alma… su alma necesita paz.
Martín cruzó la casa con paso firme, siguiendo la brisa fresca que entraba desde el porche. Al salir, la encontró sentada en la mecedora, abrazada a sus piernas, mirando el cielo oscuro. No lo vio acercarse hasta que él carraspeó.
—¿Te molesto?
Dalia giró el rostro y sonrió con suavidad.
—No, para nada. Me gusta la compañía cuando es silenciosa… y sincera.
Él se sentó en la silla junto a ella. Por unos minutos, ninguno habló. Solo se escuchaba el vaivén de la mecedora y el murmullo lejano del viento.
—La señora Elena me dijo que estabas aquí —comentó Martín. Yo también solía hacerlo cuando era niño. Me pasaba horas mirando el cielo con mi abuela.
Dalia bajó la mirada, y por primera vez, su voz tembló un poco.
—Ella hablaba mucho de ti. Decía que eras su sol. Aquí nos sentabamos y me contaba historias de la hacienda y de mis padres.
Martín tragó saliva. El recuerdo de su abuela lo golpeó con fuerza.
—No estuve cuando más me necesitaba... Estaba terminando la universidad, con exámenes finales. Pensé que llegaría a tiempo. Pero no lo hice.
Dalia lo miró, y sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y comprensión.
—Ella nunca te reprochó nada. Siempre dijo que estabas haciendo lo correcto. Que te estabas formando para proteger lo que era tuyo.
Martín se pasó la mano por la cara, como si intentara borrar la culpa.
—¿Y tú? ¿También crees eso?
Dalia lo pensó un momento.
—Creo que todos hacemos lo que podemos con lo que sentimos. A veces nos equivocamos, a veces acertamos. Pero lo que importa es lo que hacemos con lo que aprendemos.
Hubo un silencio largo entre ellos. La brisa movía suavemente la manta de Dalia y el cabello de Martín.
—Siempre vengo cuando oscurece. Me recuerda a mis padres. Me gusta pensar que están en alguna estrella, velando por mí.
Él la miró con atención. Su rostro tenía una mezcla de fortaleza y nostalgia.
—¿Los extrañas mucho?
—Cada día —respondió, con la voz cargada de emoción—. Sobre todo ahora. hablé con tu papá… con mi tío Augusto. Me contó cosas que no sabía. Del incendio… del accidente donde murieron. Me dijo que él había querido protegerme, pero que hubo decisiones que lo marcaron para siempre.
Martín frunció el ceño, sorprendido.
—¿Mi padre? ¿Qué te dijo exactamente?
Dalia lo miró directo a los ojos.
—Que todo lo que pasó esa noche aún no está claro. Que hay cosas que se ocultaron para proteger a alguien. Me pidió que no juzgara, pero… necesito saber la verdad. No por venganza, sino porque quiero que mis padres descansen en paz. Siento que todavía no pueden hacerlo.
Un nudo se formó en la garganta de Martín. Las palabras de Dalia lo atravesaban. Él también había vivido con dudas, con vacíos que nunca se llenaron del todo.
—Dalia… si hay algo que pueda hacer para ayudarte, lo haré. No sé todo lo que pasó, pero prometo que buscaré la verdad contigo.
Ella bajó la mirada, y por primera vez, dejó caer una lágrima. Él la tomó de la mano, y ella no se apartó.
—Gracias, Martín. No sé por qué, pero contigo me siento… segura. Como si pudiera dejar de fingir que todo está bien.
—No tienes que fingir conmigo. Yo también estoy roto por dentro, aunque lo disimule bien. Estoy confundido, Dalia. Vine aquí olvidar, y ahora estoy aqui para luchar por las tierras, para honrar a mi abuela. Pero me encontré contigo, y desde entonces no puedo pensar en otra cosa. Yo tenía una vida planeada, un compromiso que se convirtió en una traición. Pero contigo siento algo distinto. Algo que no entiendo, pero que no puedo negar.
Dalia lo miró de frente, sin miedo.
—No me digas eso si mañana vas a regresar con ella. No me mires así si no estás dispuesto a quedarte. Yo ya no tengo espacio para más vacíos.
Martín se acercó un poco más. Su voz era apenas un murmullo.
—No lo sé todo, Dalia. Pero sé que si hay algo en este mundo que vale la pena luchar, es por lo que sentimos. Y yo siento algo fuerte por ti. Quiero conocerte, entenderte, acompañarte... si tú me dejas.
Dalia se quedó en silencio. Luego bajó la vista y sonrió apenas.
—Eso no se dice en una noche. Se demuestra con el tiempo.
—Entonces déjame intentarlo. Juntos podemos hacer michas cosas, enfrentar al enemigo, luchar por lo que es nuestro, por lo que nos pertenece.
Dalia no respondió, pero se quedó allí, a su lado, bajo el cielo estrellado. Los dos se miraron, compartiendo un silencio que decía más que cualquier palabra. La noche siguió su curso, serena, mientras dos almas heridas encontraban consuelo en la compañía del otro, bajo el amparo de las estrellas.
En ese silencio compartido, Martín se acercó más a Dalia, pasó su brazo por su espalda y la atrajo hacia él. Dalia se aferró como si necesitara ese abrazo que le calmaba el alma.
Pero el frío comenzó a colarse entre ellos. Entonces, Martín la tomó de la mano y, sin decir una palabra, ambos se levantaron y entraron juntos a la casa.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!