La vida de Camila en Florencia se convierte en una pesadilla cuando es víctima de un secuestro y un brutal asalto. Dos semanas después, vive atrapada por el terror y el silencio junto a su flamante esposo, Diego Bianchi, el poderoso CEO de una de las dinastías más acaudaladas de Italia. Para proteger la estabilidad de su nueva vida, Camila le oculta a Diego la verdad más oscura de aquella noche, catalogada oficialmente como un "secuestro normal".
Diego, un hombre que la sacó de su humilde vida como camarera, la ama con una posesividad controladora, pero al mismo tiempo la avergüenza por su origen, viéndola más como un trofeo que como una esposa. Esta mentira es el cimiento quebradizo de su matrimonio.
La tensión explota en la cena familiar de los Bianchi, donde Diego presenta a Camila sorpresivamente como su prometida. En medio de la fría y juzgadora élite, la belleza de Camila impacta profundamente al hermano menor de Diego, Alejandro, quien queda irremisiblemente atónito.
A medi
NovelToon tiene autorización de Isa González para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Pasión Desbordada
Sin ninguna escapatoria física, Camila se encontraba luchando desesperadamente contra un enemigo interno: un deseo por Alejandro que crecía, implacable, con cada segundo de su proximidad.
Alejandro, consciente del impacto que ejercía, jugó intencionalmente con la tortura de la espera. Sus labios, carnosos y peligrosos, rozaron los de Camila sin besarlos de lleno, mientras su mano derecha iniciaba un recorrido audaz y lento, acariciando el muslo de ella por encima de la tela de su lencería.
—No te resistas más, Camila. ¿Para qué negar esto por más tiempo? —le preguntó Alejandro, su voz un susurro ronco y persuasivo, mientras su mano ascendía, cada vez más cerca de la cumbre prohibida.
La lucha interna de Camila se quebró. La moral y el miedo cedieron ante la arrolladora fuerza de la pasión. Cerró los ojos y se abandonó al torbellino, correspondiendo a Alejandro con una intensidad que la hizo olvidar por completo las consecuencias, a Diego, y hasta a sí misma.
Él la atrajo salvajemente contra su cuerpo y comenzó a besarla con una pasión desbordada, casi violenta. Mantenía sus labios en una posesión firme, mordisqueándolos entre besos que eran puro fuego y lujuria desenfrenada.
Camila se sentía atrapada en un laberinto de sensaciones. Esos labios carnosos la hacían perder la cabeza, la llevaban a un punto de no retorno.
Pero, en medio de ese frenesí, un escalofrío helado la recorrió. Una punzada de terror, una extraña familiaridad, la obligó a detenerse de golpe.
—¡No, Alejandro! ¡Espera! —dijo ella, separándolo con ambas manos de su cuerpo.
—¿Qué pasa? —preguntó él, visiblemente excitado y acalorado por la interrupción.
Camila lo miró fijamente, todavía jadeante. Con un gesto tembloroso, se pasó los dedos por los labios recién besados. Fue entonces cuando el recuerdo la golpeó con la fuerza de un rayo: los labios de su atacante, la noche de su violación, eran idénticos, iguales, a los de Alejandro.
—¿Qué pasa, Camila? —le preguntó él nuevamente, acortando la distancia y buscando atraerla de nuevo hacia él.
Camila no podía entender la sensación. Era imposible que esos fueran los mismos labios; no, eso no podía ser una coincidencia. Su mente buscaba una explicación racional, pero su cuerpo no la encontraba.
Alejandro, desconcertado por su repentino terror, le susurró:
—No tengas miedo. Déjate llevar, Camila.
Y con esas palabras, la embriagó de nuevo.
Volvió a besarla, a acariciarla, besando con pasión su cuello y sus pechos. A pesar de la sensación gélida de déjà vu que la había asaltado, Camila se dejó arrastrar nuevamente por el deseo.
Él la levantó en sus brazos y la llevó a la cama, donde la pasión se desató sin control. La besó con una avidez desmedida.
Pero justo cuando estaban a punto de despojarse de la última prenda y entregarse al acto inevitable, un sonido familiar irrumpió en el silencio: la voz de Diego desde el piso de abajo.
—¡Es Diego! —gritó Camila, con el pánico reemplazando instantáneamente la lujuria.
Alejandro se levantó de la cama con una velocidad sorprendente. Camila le suplicó, con la voz ahogada por el miedo, que se fuera de inmediato.
—No. Le diremos que somos amantes —dijo él, con una calma aterradora, aunque la idea era una bravata.
—¡No! ¡No somos amantes! ¡Alejandro, vete, te lo ruego! —suplicó Camila, con los ojos llenos de lágrimas.
Él la miró, con una expresión de frustración y un deseo aún no satisfecho. Luego, la tomó por el cuello con delicade, peroro firmeza y la besó una última vez, un beso de promesa y posesión.
—Esto no se termina aquí —le dijo, antes de dirigirse rápidamente hacia el balcón, desapareciendo por el hueco como un ladrón en la noche.
Un segundo después, Diego abrió la puerta del dormitorio. Al ver a Camila en ropa interior y visiblemente agitada, con el corazón latiéndole como un tambor, preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás así?.
—Yo... yo... me estaba cambiando —respondió ella, con la voz entrecortada, intentando inútilmente cubrirse.
—¿Qué te pasa, Camila? ¿Por qué estás tan nerviosa? —insistió Diego, notando su palidez y el temblor en sus manos.
—No estoy nerviosa. Solo me sorprendió verte aquí de vuelta —contestó, forzando la calma.
—Te vi enojada y decidí regresar. No quería que te durmieras pensando que te había dejado sola —respondió él.
Diego la miró, intrigado. El nerviosismo de su esposa era inexplicable.
—¿Por qué la ventana del balcón está abierta? Ya hace mucho frío —dijo Diego, caminando hacia la ventana para cerrarla.
Camila no respondió, incapaz de articular una palabra coherente. Corrió hacia el baño, cerrando la puerta tras de sí.
Una vez a salvo, se cubrió la boca con la mano y se permitió el llanto silencioso. Las lágrimas de vergüenza y culpa corrieron por sus mejillas. Se sentía sucia, deshonrada, y profundamente mal por lo que había estado a punto de hacer. Había fallado a su esposo y a la vida que estaba creciendo dentro de ella.
A la mañana siguiente, Diego se levantó a su hora habitual para ir a trabajar. Camila estaba despierta, pero se negaba a moverse. El agotamiento emocional y la culpa la mantenían anclada a la cama.
—¿No te vas a levantar, Camila? Sabes que me gusta que me despidas en la puerta —le dijo Diego, con un tono que mezclaba hábito y exigencia.
—Dame cinco minutos —contestó ella, sin mirarlo.
Diego se fue a la oficina, y el silencio de la casa se hizo ensordecedor. De repente, su celular sonó, rompiendo la quietud. Era un número desconocido.
—¿Camila? Soy Alejandro.
—¿Por qué me llamas? —le preguntó ella, mirando a todos lados, el pánico resurgiendo. Se sentía observada.
—Te llamo porque quiero saber de ti. Saber si estás bien.
—Alejandro, escucha. Lo de anoche fue un error. No puede volver a pasar, estuvo muy mal. ¡Yo estoy esperando un hijo de tu hermano! —le respondió Camila, con una oleada de arrepentimiento y desesperación.
—Yo soy el padre de ese hijo —le contestó él con una seguridad desconcertante, una declaración que destrozó el aire.
—¿Qué? —preguntó ella, sintiendo que el mundo se detenía. El desconcierto la paralizó.
—Lo que quise decir —se apresuró a corregir, dándose cuenta de su imprudencia—, es que yo puedo ser el padre si tú quieres.
—No, Alejandro. Esto es incorrecto. Soy la esposa de tu hermano y esto está muy mal. Así que olvida lo que pasó y no me llames más —le suplicó, intentando recuperar un vestigio de su dignidad.
—¡¿Él te engaña y tú debes deberle fidelidad?! —le preguntó Alejandro, molesto y lleno de rabia.
—Sí. Eso hacemos las mujeres con valor. Así que no me llames —le respondió Camila con firmeza, y luego colgó la llamada, sintiéndose exhausta.
Alejandro, furioso por el rechazo y la moral de Camila, lanzó el celular contra la pared.
El sonido del impacto resonó en su lujoso apartamento, ubicado en uno de los complejos más elegantes de Florencia. Salió de su casa y se subió a su auto deportivo, con la frustración ardiendo en sus venas.
Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, Diego pasaba a visitar a su nueva amante.
—¿Por qué me dejaste esperando anoche? —le preguntó la mujer, Shayla, mientras terminaba de vestirse, con un aire de reproche seductor.
—Mi esposa está embarazada. No quiero que nada la altere, por eso cambié nuestra cita —le contestó él, cubriendo su intimidad con las sábanas. La noticia de su paternidad era solo una excusa para la conveniencia.
—Está bien, te perdono —dijo Shayla, acercándose—. Pero prométeme que irás a mi exposición. Será este sábado.
—No te prometo nada, Shayla. Sabes que todo depende de mis compromisos —respondió él, besando el cuello de la mujer, con un dominio tranquilo.
—Está bien. Espero que me dediques un ratito de tu tiempo —le respondió ella con una sensualidad calculada.
Diego la tomó por el cuello y la besó con pasión, una pasión superficial, desprovista de la complejidad que Camila le había quitado.
Alejandro, por su parte, llegó a una cita de negocios, que parecía tener un doble propósito.
—Hola. Eres más bella en persona —le dijo él a la mujer que lo esperaba, observándola con una intensidad fría.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó ella directamente.
—Ya lo sabrás, Samara —le respondió él, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Estaba tramando algo, y no era ni sobre negocios ni sobre amor.
mendigo infiel
son fuego