Cleoh era solo un nombre perdido en una línea secundaria de una novela que creyó haber olvidado. Un personaje sin voz, adoptado por una familia noble como sustituto de una hija muerta.
Pero cuando despierta en el cuerpo de ese mismo Cleoh, dentro del mundo ficticio que alguna vez leyó, comprende que ya no es un lector… sino una pieza más en una historia que no le pertenece.
Sin embargo, todo cambia el día que conoce a Yoneil Vester: el distante y elegante tercer candidato al trono imperial, que renunció a la sucesión por razones que nadie comprende.
Yoneil no busca poder.
Cleoh no busca protagonismo.
Pero en medio de intrigas cortesanas, memorias borrosas y secretos escritos en tinta invisible, ambos se encontrarán el uno en el otro.
¿Y si el destino no estaba escrito en las páginas del libro… sino en los espacios en blanco?
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CAPÍTULO 18
Eloy salió del despacho con pasos medidos, pero apenas la puerta se cerró a sus espaldas, la frialdad habitual en su expresión se fragmentó un instante.
El pasillo estaba desierto. La luz tenue de las lámparas proyectaba sombras largas que ondulaban al compás del fuego.
«Instruirlo…»
La palabra le pesó más de lo que quería admitir.
Se apoyó un momento en la pared, apenas lo suficiente para recuperar el control de su respiración.
No era el encargo lo que lo alteraba —ya había entrenado a soldados, a nobles, a jóvenes herederos— sino la posibilidad de tener que acercarse a Cleoh después de tantos años observándolo solo desde la distancia… y luego perdiéndolo de vista.
Cinco años… y aun así, el impacto de verlo de nuevo había sido demasiado directo, demasiado inmediato.
Se obligó a enderezarse. No había espacio para debilidades. No ahora.
Después de cinco años de ausencia, después de convencerse de que lo había superado.
«Nunca ha sostenido una espada», había dicho.
Pero lo que realmente había pensado era:
No sé si seré capaz de sostener esta cercanía sin perder el control.
Eloy exhaló despacio, controlando la oleada antes de que pudiera tomar forma.
...***********...
Cleoh cerró la puerta con un chasquido seco. El sonido retumbó en la habitación vacía y él se quedó un segundo quieto, respirando por la nariz, como si intentara tragarse el fastidio que aún le hervía en el pecho.
—¿Me acaba de advertir? … Ja. —soltó una carcajada seca, incrédula, más un resoplido que una risa.
Ese tono, esa forma de hablarle, como si estuviera reprendiendo a un niño que se escapó durante la noche.
Cleoh frunció el ceño y avanzó hacia la silla donde había dejado la capa que Eloy prácticamente le había impuesto. La miró como si fuera un recordatorio burlón de su supuesta imprudencia.
—No necesitaba esto —murmuró, apretando los labios.
Agarró la capa con brusquedad. La tela era pesada, áspera cuando se arrugaba entre sus dedos, y el simple contacto volvió a encenderle la irritación que intentaba contener. Empezó a doblarla, pero la tela se escurría, demasiado grande, demasiado rígida, cayendo de nuevo como si quisiera desafiarlo.
Cleoh lo intentó otra vez, y otra.
La capa volvió a abrirse, desordenada, ocupando demasiado espacio, como si quisiera imponer su presencia.
—¡Por favor…! —exclamó en un susurro ahogado, más frustrado consigo mismo que con la prenda.
Al final la dejó caer sobre la silla, desparramada, derrotándolo con una facilidad ofensiva. Cleoh pasó una mano por su rostro, sintiendo el calor de la vergüenza mezclado con el frío que aún le quedaba en las mejillas.
Se quedó de pie un momento, respirando hondo, mirando la capa como si le devolviera la mirada.
en ese momento recordó algo de lo que no se había percatado en su momento
Eloy no lo había saludado siquiera, ni un gesto, ni un mínimo intento de cortesía.
Regresó a la cama y se dejó caer, boca arriba, con los brazos abiertos, mirando el techo.
—entonces realmente no se llevan bien— murmuró distraído
Cleoh permaneció tendido boca arriba, mirando el techo sin realmente verlo, mientras la pregunta comenzaba a crecer en su mente como una grieta silenciosa.
´
¿Por qué… no recordaba absolutamente nada sobre Eloy?
El pensamiento lo golpeó con un retardo extraño, como si su memoria —o la memoria del Cleoh original— hubiese decidido ocultarle justo esa parte. Frunció el ceño, girando el rostro hacia un lado, como si el simple movimiento pudiera ordenar sus ideas.
¿Era culpa suya?
¿Era porque su alma estaba usando un cuerpo que no le pertenecía?
¿Había borrado, desplazado o contaminado recuerdos que deberían estar allí?
¿O era, simplemente, que no había nada que recordar?
Cleoh negó con la cabeza, casi de inmediato, rechazando aquella última idea. No tenía sentido.
Incluso si no se llevaban bien, habían convivido cuatro años antes de que Eloy se marchara. Cuatro años bajo el mismo techo. Cuatro años compartiendo el mismo ducado, las mismas rutinas, la misma familia. Algo… debería quedar.
Se incorporó apoyándose en los codos. La capa seguía en la silla, inmóvil, extendida como un animal dormido que lo vigilaba desde la penumbra. Pero ahora ya no le provocaba solo irritación: se había convertido en una pieza faltante de un rompecabezas que, según la lógica de este mundo, él debería conocer de memoria.
—¿Por qué no hay nada…? —murmuró, apenas un hilo de voz.
Sin embargo, lo que más le contrariaba era que en The Crown, la novela original, no había una sola línea útil sobre él. No un gesto, no un recuerdo, no una nota marginal. Cleoh había sido escrito para no existir más allá de su función mínima en la trama. Una sombra de personaje. Un nombre que aparecía una vez y luego se disolvía como tinta en agua.
Y, aun así, durante el poco tiempo que él —Noah— llevaba en este mundo, se había dado cuenta de algo evidente:
Cleoh era fundamental para la estabilidad y la salud mental de la Duquesa. Y todos lo sabían.
Y no se equivocaba, después de perder a su hija, Loorna, se sumó en una depresión tan profunda que casi la consume. Pasó meses postrada, silenciosa, sin responder al mundo, como si la vida la hubiera abandonado junto con la niña.
Encontrar a aquel niño durante el crudo invierno —encorvado en un callejón, hurgando entre los desechos en busca de algo que llevarse a la boca— fue como ver abrirse una grieta de luz en medio de la noche más larga. Un niño demacrado, tembloroso… pero con el mismo rostro que la hija que se había ido, dejando tras de sí solo silencio y cicatrices.
Ese niño, que sin saberlo había mitigado el dolor de una madre rota, tenía que ser importante.
Era imposible que no lo fuera.
Y, sin embargo, en la novela… no lo era.
No tenía peso. No tenía voz. No tenía historia.
«¿Por qué?»
La pregunta quedó suspendida, amarga, casi insoportable.