Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 6
León
Jamás pensé que un negocio tan simple —un préstamo de cinco millones con intereses decentes y un deudor moderadamente honesto— terminaría convertido en una telenovela matrimonial. De hecho, cuando mi abogado llegó aquella noche con la carpeta de Perdomo, lo último que esperaba era escuchar las palabras:
—Señor Andrade… hay una cláusula adicional. Bastante… particular.
Yo ya había tenido un día complicado: dos juntas eternas, una visita al rancho para revisar el ganado y una discusión con mi hermano menor porque piensa que puede administrar mis tierras mejor que yo. (No puede). Así que cuando el abogado empezó a dudar, me puse serio.
—¿Qué clase de cláusula?
—Una… matrimonial.
Lo miré fijamente.
No parpadeó.
Yo tampoco.
—Repite eso —ordené.
—El señor Perdomo estipuló que, en caso de muerte, si la deuda no podía pagarse con el patrimonio disponible… la única forma de saldarla era que usted contrajera matrimonio con su única heredera.
Me recargué en mi silla de cuero, respiré hondo y pensé en todas las formas posibles en las que ese viejo desgraciado debía estar riéndose desde el más allá.
—¿Y no pensaste que esto era información que debía conocer ANTES de venir al rancho hoy? —pregunté.
—Me enteré revisando el documento original en la oficina, señor. No estaba en las copias. Parecía una adición realizada después.
Claro. Sonaba exactamente a Perdomo.
Loco, orgulloso, testarudo… y ahora muerto.
Excelente combinación.
—Perfecto —bufé—. Así que ahora, además de cobrar dos millones, tengo que lidiar con una mujer que me odia y un contrato absurdo.
Mi abogado guardó silencio. Sabio.
Había aprendido que, cuando yo reevaluaba una situación, lo mejor era no abrir la boca. Y esa noche, sentado frente a la chimenea, con el documento de Perdomo desplegado frente a mí, reevaluaba bastante.
Porque la cláusula matrimonial no era lo único absurdo.
Apenas pasé la mano por la esquina del papel, descubrí un detalle aún más delirante:
—¿Esto es en serio? —murmuré.
—Lamentablemente sí —respondió mi abogado, tragando saliva—. La cláusula establece que, en caso de que la deuda persista, usted obtiene la finca como garantía… y la tutela económica de la heredera.
Lo miré.
—¿Tutela económica?
—Sí, señor. Según el documento, hasta que el matrimonio se formalice, usted sería responsable de la administración del patrimonio restante de la señorita Abril.
Me recosté en la silla, intentando procesar la genialidad retorcida de ese viejo Perdomo.
No solo me encasquetaba una esposa, sino que además me nombraba su… ¿tutor financiero temporal?
—Ese hombre estaba loco —dije finalmente.
—Sí, señor —asintió el abogado, con la naturalidad de quien confirma que el agua moja.
Respiré hondo.
—Prepara todo. Viajas conmigo mañana. A las ocho.
—¿Le avisamos a la señorita Perdomo de la hora?
—No.
Pudo haber sido poco amable. O un poco estratégico. O ambas.
Ella necesitaba entender que yo no venía a rogar. Venía a cobrar.
Antes de que se cumpliera siquiera la semana desde la lectura de esos documentos, ya me habían notificado de algo que, en el fondo, esperaba:
—La señorita Abril ha interpuesto una demanda para impugnar el acuerdo —informó mi abogado esa tarde, mientras revisaba la notificación en su tablet.
—¿En serio? —pregunté, aunque una sonrisa involuntaria ya se me escapaba—. ¿Con qué argumento?
—Alega que el documento es violatorio de derechos humanos, de su autonomía personal y que constituye una forma de coacción matrimonial encubierta.
Me reí. No porque no fuera cierto, sino porque podía imaginar su cara cuando firmó esa demanda: furia pura y sin filtro.
—¿Tiene posibilidades? —pregunté.
—Es complicado. El documento está bien firmado, sin inconsistencias, sin manchas de duda… pero es inusual. A un juez podría parecerle abusivo. Aunque…
—¿Aunque qué?
—Aunque la deuda está comprobada. Y si se invalida la cláusula matrimonial, usted aún puede reclamar la finca y los bienes restantes. Pero no recuperará los dos millones completos.
Ahí estaba.
El punto donde dejaba de ser un asunto personal —aunque, admito, la muchacha lo hacía entretenido— y regresaba a ser negocio.
—De acuerdo —dije—. Contéstala.
—¿Con qué postura?
—Con la verdad. No quiero casarme con ella. Quiero mi dinero.
Mi abogado asintió, aunque noté que evitaba levantar la vista.
Algo sabía. Algo que yo también sabía, pero prefería ignorar.
Porque sí, solo quería el dinero… pero también había algo en esa mujer que me hacía prestar más atención de la necesaria. No era solo su actitud desafiante, o su orgullo, o su forma de plantarse frente a mí como si realmente pudiera detenerme.
Era que, a diferencia del resto de la gente con la que trato, ella no fingía.
No se doblaba.
No intentaba agradarme.
Y eso, extraño o no, se sentía refrescante.
—¿Quiere que retiremos la parte que la declara “tutela económica”? —preguntó el abogado, dudoso.
—No.
Lo dije sin pensar.
Luego lo pensé… y tampoco cambié de idea.
—Hasta que el juez decida, ella necesita que alguien mantenga esa finca de pie. Y su padre dejó claro quién debía hacerlo.
El abogado asintió.
—Entonces… ¿seguimos adelante?
—Seguimos —dije.
Esa noche, mientras los caballos relinchaban en la distancia y el silencio del rancho se hacía más profundo, pensé en algo que no debería haber pensado:
La chica Perdomo estaba peleando con uñas y dientes contra un documento firmado por su propio padre.
Y eso la hacía peligrosa.
E interesante.
Y potencialmente un problema mayor del que esperaba.
Pero los problemas nunca me han detenido.
De hecho, a veces son justo lo que hace que un trato se vuelva más desafiante… y más atractivo.
Ese viejo Perdomo quizá sí estaba loco.
Pero estaba claro que sabía jugar sus cartas.
Y, por primera vez en años, yo tenía la sensación de que esta partida no sería tan sencilla como pensaba.