Una noche. Un desconocido. Y un giro que cambiará su vida para siempre.
Ana, una joven mexicana marcada por las expectativas de su estricta familia, comete un "error" imperdonable: pasar la noche con un hombre al que no conoce, huyendo del matrimonio arreglado que le han impuesto. Al despertar, no recuerda cómo llegó allí… solo que debe huir de las consecuencias.
Humillada y juzgada, es enviada sola a Nueva York a estudiar, lejos de todo lo que conoce. Pero su exilio toma un giro inesperado cuando descubre que está embarazada. De gemelos. Y no tiene idea de quién es el padre.
Mientras Ana intenta rehacer su vida con determinación y miedo, el destino no ha dicho su última palabra. Porque el hombre de aquella noche… también guarda recuerdos fragmentados, y sus caminos están a punto de cruzarse otra vez.
¿Puede el amor nacer en medio del caos? ¿Qué ocurre cuando el destino une lo que el pasado rompió?
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Capítulo 12 – Bienvenidos al mundo
Los días previos al parto transcurrieron como una especie de tregua mágica entre el caos emocional y la calma del hogar.
Lían se convirtió, casi sin darse cuenta, en el apoyo incondicional de Ana. Desde recordarle que tomara sus vitaminas, hasta prepararle su desayuno favorito —tostadas con aguacate y jugo de naranja— cada mañana, con una delicadeza que a ella aún le sorprendía.
—¿Siempre fuiste así de detallista o es algo nuevo? —le preguntó Ana una tarde mientras él le masajeaba los pies.
—Contigo me nace —respondió con una sonrisa traviesa—. Eres mi debilidad.
Ella se reía, ruborizada, mientras los gemelos parecían moverse al ritmo de su complicidad.
La relación entre ellos se había vuelto más íntima, más real. No eran una pareja oficial, no habían definido lo que eran… pero compartían las noches, los miedos y las esperanzas como si llevasen años juntos.
Había algo hermoso en ver a Lían inclinarse a leerle cuentos infantiles a la barriga de Ana. A veces cambiaba las voces de los personajes, otras inventaba historias donde los bebés eran héroes que salvaban al mundo con pañales mágicos.
Ana lloraba de risa.
Y, a veces, también lloraba de amor.
—Estoy aterrada —confesó una noche, sentada en la cama, ya con la maleta lista para el hospital.
—¿Del parto? —preguntó él, sentándose a su lado.
—Del parto, de la maternidad… de no saber si podré con todo.
Me haces sentir segura, pero no puedo evitar pensar en lo que viene. Dos bebés. Dos vidas. Toda una responsabilidad.
Lían la abrazó por detrás, apoyando su mentón en su hombro.
—No vas a poder con todo.
—¿Eh? —preguntó ella, sorprendida.
—No vas a poder sola. Por eso estoy aquí. Para que lo hagamos juntos.
Día por día.
Cambio por cambio.
Llanto por llanto.
Ana cerró los ojos.
Y se permitió, por fin, creerle.
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La madrugada siguiente, el dolor llegó como un rayo: profundo, punzante, real.
—¡Lían! —gritó Ana desde el baño—. ¡Creo que… rompí fuente!
Él entró corriendo, medio dormido, medio en pánico, vestido con pantalones de pijama mal puestos y una camiseta al revés.
—¿Ya? ¡¿Ahora?! ¡¿Estás segura?!
—¡Estoy empapada, con contracciones y gritando tu nombre! ¡Tú dime!
Veinte minutos después, estaban en el hospital.
Lían no soltó su mano ni un segundo.
El rostro de Ana se desfiguraba por el dolor, y aún así, no dejaba de apretar los dientes con una determinación feroz.
—Lo estás haciendo increíble —le decía él, acariciándole el cabello—. Ya casi están aquí.
—¡Malditos sean tú y tu estúpida camisa! —le gritó Ana en un momento de contracción más intensa—. ¡Me hiciste esto!
Él se rió. No se ofendió. Sabía que las hormonas hablaban por ella. Y también sabía que la amaba más en ese momento de furia que en cualquier otro.
Después de horas que parecieron eternas… el primer llanto se escuchó.
—Es un niño —anunció la doctora, mientras mostraba al pequeño.
Minutos después… un segundo llanto rompió el aire.
—Y una niña —dijo con ternura.
Ana lloró. Lloró con toda el alma.
Y Lían también.
Los médicos colocaron a los dos bebés sobre su pecho.
Ella los miró, exhausta pero plena.
—Hola, mis amores… —susurró—. Bienvenidos al mundo.
Lían se acercó, les besó la frente y murmuró:
—Somos una familia ahora.
En ese instante, ya no había pasado.
Ni familia lejana.
Ni compromisos rotos.
Ni secretos.
Solo estaban ellos.
Ana, Lían, y los dos pequeños milagros.
Y el destino, por fin, les sonreía.