Serena estaba temblando en el altar, avergonzada y agobiada por las miradas y los susurros ¿que era aquella situación en la que la novia llegaba antes que él novio? Acaso se había arrepentido, no lo más probable era que estuviera borracho encamado con alguna de sus amantes, pensó Serena, porque sabía bien sobre la vida que llevaba su prometido. Pero entonces las puertas de la iglesia se abrieron con gran alboroto, los ojos de Serena dorados como rayos de luz cálida, se abrieron y temblaron al ver aquella escena. Quién entraba, no era su promedio, era su cuñado, alguien que no veía hacía muchos años, pero con tan solo verlo, Serena sabía que algo no estaba bien. Él, con una presencia arrolladora y dominante se paro frente a ella, empapado en sangre, extendió su mano y sonrió de manera casi retorcida. Que inicie la ceremonia. Anuncio, dejando a todos los presentes perplejos especialmente a Serena.
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Capitulo 1
La familia Volrhat tenía dinero, solo eso. Ni clase, ni linaje… solo dinero. Así hablaban los nobles de Nurdian acerca de ellos.
Tiempo atrás, los Volrhat habían comprado un título de Conde para abrirse paso en la alta sociedad. Sin embargo, para la mayoría de los nobles seguían siendo lo mismo que antes, simples comerciantes con suerte.
Julia Stomred, ahora Condesa Volrhat, no estaba dispuesta a aceptar ese trato. Soñaba con ser vista y respetada como una dama de renombre, pero todos sus intentos parecían inútiles. Sus fiestas lujosas, sus generosas donaciones a fundaciones y su presencia en actos de la iglesia… nada de eso lograba el efecto que deseaba. Los rostros que la miraban lo hacían con condescendencia, y las conversaciones siempre parecían cerrarse cuando ella se acercaba.
La frustración crecía en su interior, alimentada por cada gesto de desprecio velado.
Una noche, en una de aquellas recepciones que organizaba y a las que apenas asistían unas pocas familias de segundo orden, Julia escuchó a dos damas nobles conversando cerca de la galería interior. Se mantenían a media voz, pero no tanto como para que sus palabras pasaran desapercibidas.
—¿Has visto su vestido? Es evidente que cree que el brillo puede ocultar la vulgaridad. —La primera rió con malicia.
—No sé qué es peor, si sus modales o la desesperación por que la acepten —añadió la segunda, saboreando el veneno de sus palabras.
Julia sintió que la ira le subía a la garganta como fuego líquido. Dio un paso al frente para encararlas, pero se detuvo en seco al escuchar lo siguiente:
—La única forma de ser realmente un noble es mezclar tu sangre con la de uno de linaje real. Pero dime, ¿qué padre entregaría la mano de su hija a esta familia vulgar?
Las risas suaves de ambas resonaron como bofetadas en el pecho de Julia.
—Pobrecita la desafortunada —añadió la segunda, fingiendo compasión.
Julia apartó la mirada, intentando no dejarse llevar por el impulso de humillarlas allí mismo. Sin embargo, entre la ofensa y la humillación, algo en sus palabras quedó grabado en su mente. Mezclar sangre. Sí… aquello tenía sentido.
Desde esa noche, la Condesa Volrhat comenzó una búsqueda silenciosa implacable, encontrar para su primogénito, Roger, una esposa de sangre puramente noble. Una alianza que, a los ojos del resto, legitimara a su familia.
Pero pronto descubrió que las damas no exageraban. Ni siquiera ofreciendo como dote una mina entera conseguía un compromiso aceptable. Cada propuesta era rechazada con la misma cortesía envenenada.
Y cuanto más se le cerraban las puertas, más crecía su determinación.
En una zona casi olvidada de Nurdia vivía alguien lo suficientemente desafortunado —o afortunado, según se mirase— como para encajar en el plan de la Condesa Julia Volrhat.
A simple vista, nadie podría imaginar que el desvencijado Marquesado Aurelliene tenía lazos directos con la corona. Sin embargo, así era, una de las sobrinas del rey de Nurdia se había casado años atrás con el marqués Aurelliene.
Su historia, sin embargo, no fue de cuentos. La joven marquesa Clarice Aurelliene murió apenas un año después de dar a luz a su primera hija. Desde entonces, el Marqués se hundió en un espiral de autodestrucción. En menos de dos años había dilapidado las riquezas y el prestigio del que alguna vez fuera un imponente Marquesado.
Lo único que Clarice dejó tras de sí fue una dulce niña que heredó por completo su belleza, cabello plateado como un halo de luz y ojos dorados, rasgo inequívoco de la sangre real que corría por sus venas. Se decía que el marqués apenas podía mirarla, pues su sola presencia evocaba el recuerdo doloroso de la mujer que había perdido.
Fue en medio de su búsqueda de una prometida con sangre puramente noble que Julia Volrhat llegó hasta las puertas del derruido Marquesado Aurelliene.
El carruaje de la Condesa Julia Volrhat se detuvo frente a las puertas del antaño imponente Marquesado Aurelliene. Lo que alguna vez había sido un símbolo de prestigio, ahora no era más que un cascarón marchito, jardines descuidados, muros con grietas, cortinas raídas colgando de ventanas polvorientas. Julia frunció el ceño con un gesto de abierto desagrado.
—Qué desperdicio de un título tan ilustre—, pensó, mientras sus zapatos de seda crujían contra la grava húmeda del patio.
Un sirviente de ropa ajada la condujo al salón principal, donde la esperaba el Marqués. Lo encontró sentado en un sillón gastado, con el porte encorvado y una copa medio vacía en la mano, a pesar de que apenas era media mañana. Sus ojos, vidriosos y hundidos, no parecían prestarle verdadera atención.
—Condesa Volrhat… —murmuró él, apenas levantándose.
—Marqués Aurelliene —respondió Julia con una sonrisa calculada—. Gracias por recibirme.
No hubo cortesías adicionales. Julia no era mujer de perder tiempo, y él tampoco parecía dispuesto a fingir una hospitalidad que no sentía.
—Sé a lo que ha venido, leí sus cartas—dijo el marqués, dejando la copa sobre la mesa sin mirar—. Quiere hablar de… mi hija.
—Así es —confirmó Julia, acomodándose en la butaca frente a él—. Vengo en nombre de mi hijo, Roger. Un joven de posición estable… y con aspiraciones.
Él soltó una risa breve, sin humor.
—Y usted quiere un apellido que le abra puertas.
—Lo quiero —admitió Julia sin titubear—, y usted necesita algo que su Marquesado ya no puede darle.
Los ojos del marqués, apagados y cansados, parecían dar por sentado el intercambio.
—¿Qué ofrece?
Julia habló de tierras, de beneficios, de una suma considerable que podría aliviar al menos una parte de las deudas del Marquesado. No hubo regateo, él asintió con un gesto vago, como quien acepta vender una propiedad inútil.
—Que la traigan —ordenó el marqués a un sirviente.
Julia se irguió ligeramente al escuchar el leve eco de pasos en el pasillo. Y entonces la vio.
La niña apareció en el umbral, delgada como una vara, con un vestido demasiado grande para su cuerpo, el cabello plateado enredado cayendo sobre los hombros. Pero lo que capturó la atención de Julia fueron sus ojos, dorados, intensos, símbolo incuestionable de la sangre real que corría por sus venas.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de la Condesa, una sonrisa satisfecha, calculadora. La imagen de su hijo casado con aquella niña, llevando consigo un vínculo directo con la familia real, era demasiado tentadora. Aunque estaba desaliñada y visiblemente descuidada, Julia podía ver con claridad el potencial.
—Perfecto —murmuró para sí, complacida.
No tardó en cerrar el trato. El Marqués no pronunció ni una palabra de despedida afectuosa; solo se dirigió a su hija con voz seca.
—Irás con la Condesa Volrhat.
Serena, aunque pequeña, comprendió muy bien lo que aquello significaba. No le sorprendía; desde que tenía memoria, su padre la había tratado como si no existiera. No esperaba cariño, pero eso no evitó que un dolor silencioso le apretara el pecho. Llorar sería inútil, como lo había sido toda su vida. Nadie escuchaba.
— Quizá… quizá allí me quieran—, pensó mientras seguía a Julia hasta el carruaje. Tal vez en esa nueva familia encontraría un lugar, un poco de calor humano. Tal vez podría ser feliz.
Pero esa esperanza se quebró antes de llegar a la primera curva del camino.
En el interior del carruaje, Julia la observó con una mirada fría, casi inquisitiva.
—Desde este momento —dijo con voz baja pero cortante— eres de mi propiedad. No se te ocurra desafiarme jamás.
Serena la miró con un atisbo de sorpresa, y luego bajó los ojos al suelo. Sintió el golpe seco de la realidad, no la habían llevado para amarla, sino para usarla. Afuera, los cascos de los caballos golpeaban el camino con un ritmo monótono, como marcando el inicio de una vida que no había elegido.
Y, en silencio, se preparó para sobrevivir en ella.