Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Propuesta imposible
Al día siguiente.
En el comedor la vida parecía transcurrir con normalidad forzada: una familia que cumplía con la rutina para no mirar la grieta que anidaba debajo.
Gabriel no mostraba apetito; su mano permanecía casi inmóvil sobre la taza, como si el calor del café no alcanzara a despertarle el interés.
Julieta no bajó a comer, fingiendo un dolor de cabeza.
Las niñas, ajenas a las tormentas de los adultos, desayunaron con la inocencia de siempre.
Claudia apareció justo cuando terminaban, arreglada, perfecta, con esa seguridad que la hacía deslizarse por la casa como quien no teme miradas.
Besó a las pequeñas con gesto puntual y se marchó a llevarlas a clase sin voltear. Fue notable, para quien supiera buscar signos, la incomodidad en la cara del señor Sanromán: un rostro de piedra, sin una respiración que traicionase emoción; ni siquiera un parpadeo dirigido a Claudia.
Rosella, que observaba desde una esquina de la mesa con el corazón palpitante, sintió cómo cada gesto se acentuaba en su memoria.
Cuando quedó el eco de las sillas y el rumor de la vajilla, Rosella pidió permiso para subir a su recámara; necesitaba ordenar un poco la cabeza y, sobre todo, tener un momento a solas con sus pensamientos.
Subió por la escalera con pasos medidos, el sonido de sus zapatillas amortiguado por la alfombra, pero al abrir la puerta encontró allí a Claudia con ojos feroces.
—¡Devuélveme mi teléfono! —exigió Claudia, sin preámbulos, con voz cortante.
Rosella se quedó paralizada un instante, la palabra «teléfono» retumbando en su cabeza. Le esbozó una ligera sonrisa, tan pequeña que parecía una defensa inocente contra lo que venía.
—¿Disculpa? —respondió con voz que trató de mantenerse serena, aunque por dentro todo hervía.
Claudia avanzó un paso. No era un pedido, era una acusación.
—No te hagas la graciosa, sé que lo tienes tú.
Rosella tragó saliva. La presión en el pecho le subió como un torrente. No esperaba la confrontación directa, pero tampoco iba a retroceder sin decir nada.
—Entonces, debes saber que vi todo —dijo, procurando que su voz sonara segura.
El rostro de Claudia se endureció, sus ojos se achinaron con rabia.
—¿Acaso crees que alguien te creerá? Tú no eres nada frente a mí, eres una simple criada, una pueblerina. ¿Quién va a creer a una pobretona como tú? —escupió la mujer, mordaz, cada palabra diseñada para humillar.
Rosella sintió la furia arderle en las venas. La rabia lo impregnó todo: el desprecio de Claudia la hizo encogerse por dentro, pero una chispa se encendió en sus ojos, una rabia contenida que afiló su odio.
—A mí tal vez no —contestó Rosella, la mandíbula apretada—, pero ¿dudarán de una grabación? Y no cualquiera, un video donde una mujerzuela se ofrece a su marido.
Las palabras cayeron como un guijarro en un estanque; la tensión se multiplicó. Los ojos de Claudia se llenaron de furia, la sonrisa se torció.
—¿Quién te crees que eres? —exclamó—. Gabriel me defenderá.
—Seguro —replicó Rosella, con un filo sutil en la voz—, te defenderá tan bien como te rechazó ayer.
El golpe pareció dar en un lugar sensible. Claudia enrojeció por un instante y, como si la herida siguiera abierta, respondió con crueldad:
—¿Crees que se fijaría en ti? No. Mírate: solo eres una mujer pequeña a la que todos tienen lástima porque no tiene ni para comer.
La sangre de Rosella hervía. Sus manos se cerraron en puños; la tentación de golpearla la recorrió como un relámpago. Pero sabía que no podía permitirse perder la compostura, nunca se rebajaría a su nivel. Respiró hondo para sostener la calma, y alzó las cejas con una ironía fría, una sonrisa que era más una daga escondida.
—Hay una diferencia —respondió, por fin, con tono cortante—. Mírate: no tienes clase, no eres tan bella ni joven; sin contar que eres una ofrecida. Sí: te ofreciste como una prostituta al señor Gabriel Sanromán. Yo te oí. Y, en cambio, yo jamás haría eso. Yo sí soy hermosa e inteligente, así que puedes insultarme, porque solo insultan los perdedores y tú estás completamente perdida.
La voz de Rosella tenía ahora una luz propia, y Claudia, por primera vez en la mañana, percibió que no tendría el control absoluto. La mirada de la otra le devolvía el golpe. Pero Claudia no se quedó callada; su orgullo ardía.
—¡Escucha! —dijo con dureza—. Si me das ese teléfono, yo voy a chantajear al señor Sanromán. Piensa en todo el dinero que me dará para que ese video no llegue a los ojos de la señora Julieta. Me dará millones, todo lo que quiera. Y entonces, si me ayudas, yo te daré el dinero que quieras.
La propuesta flotó en la habitación. Ángela —que había entrado sin querer y se había quedado paralizada— se quedó perpleja; no esperaba semejante oferta, y la sorpresa le dejó la boca entreabierta. Keira, que lavaba algo en el baño contiguo, sospechó el intercambio y asomó la cabeza con curiosidad: supo, por el temblor de Rosella, que había conseguido hacerla dudar.
—Yo… —titubeó Rosella, la idea, reclamando un rincón de su razón—.
Claudia no la dejó hablar más; se acercó con voz áspera y una sonrisa de cemento.
—No me respondas ahora —dijo—. Después de la clase de las niñas piénsalo. Es una oportunidad irrepetible.
Y con un portazo se fue, dejándola con los pensamientos envenenados.
Rosella quedó sola, la habitación parecía girar. Por un lado, la tentación era lógica: no volver a trabajar de niñera, ganar independencia, dar a su hermano una oportunidad. Por otro, la imagen de Julieta, de las niñas con sus rizos y sus risas claras, golpeó su conciencia como un martillo. ¿Cómo podría arruinar a una familia que parecía feliz? Pensó en Julieta, en la bondad de su voz, en ese abrazo simple que una vez le ofreció cuando Rosella lloró por la noche en la cocina. ¿Cómo podría ella, con el corazón marcado por la pobreza y la dignidad heredada de su padre, traicionar esa confianza por dinero?
Su padre siempre le había repetido que debía ambicionar cosas grandes, pero sin perder su dignidad ni su humanidad. Recordó aquellas palabras, la voz grave que le enseñó a no venderse. Los ojos se le nublaron; la idea de convertirse en verdugo de una familia entera le resultaba insoportable. No podía ser tan cruel. Respiró hondo, se apartó del borde de la mesa y cerró los puños, pero esta vez no por ira: por decisión.
No lo haría.
Rosella avanzó por el pasillo.
Al llegar frente al despacho de Gabriel Sanromán, se detuvo unos segundos. Dudó.
Empujó la puerta. Gabriel, impecablemente vestido, se encontraba frente a su laptop. Su voz resonaba grave, segura, mientras hablaba en un francés perfecto.
Sin embargo, al alzar la vista y distinguir la silueta de Rosella en el umbral, su voz vaciló apenas un segundo, el suficiente para delatar sorpresa.
La pantalla se apagó. El silencio que siguió fue casi intimidante.
Gabriel la observó
—¿Qué necesitas, señorita Rosella? —preguntó, con esa voz firme, que parecía una sentencia.
Ella abrió la boca, pero las palabras se atoraron en la garganta.
—Yo… —balbuceó, odiando su propio titubeo, la inseguridad que no quería mostrar.
Gabriel arqueó una ceja, impaciente.
—Acaba de interrumpir una junta internacional —dijo, recalcando cada palabra con la severidad de quien no tolera errores—. Espero que lo que la haya traído aquí sea realmente importante.
Rosella tragó saliva, intentando reunir el valor que había tenido para llegar hasta ahí.
—Sí… lo es, señor —respondió, apretando el teléfono entre sus dedos.
Él se reclinó en la silla, cruzando los brazos.
—Entonces, hable —ordenó con frialdad.
Rosella bajó la mirada, respiró profundo y, sin más rodeos, extendió el teléfono.
—Mire esto.
La pantalla se encendió. Un video comenzó a reproducirse.
Gabriel se inclinó, y su expresión cambió de inmediato. En la imagen aparecía él mismo, en una escena que reconoció de inmediato. La cámara había captado el momento exacto en que Claudia, en un arranque de atrevimiento, lo había acosado.
El rostro de Gabriel se endureció. Las venas de su cuello se marcaron.
—¿Cómo demonios conseguiste esto? —exclamó con furia, poniéndose de pie de golpe.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!