Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo IX Una nueva realidad
Punto de vista de Máximo
La pequeña hija de mi enemigo intentaba rescatar a su héroe caído. La escena me produjo una gracia amarga; aunque había ordenado a mis hombres que no fueran demasiado rudos, me vi obligado a intervenir personalmente. No permitiría que esos dos idiotas terminaran la fiesta antes de que empezara el primer acto.
Al llegar al portón, vi a Ana arrastrando el cuerpo de su padre hacia el asiento del pasajero de su auto. Era obvio que pretendía huir conduciendo en ese estado de shock. Lo que ella no entendía es que en mi mundo, las salidas están selladas.
—¿Por qué tanto alboroto en mi propiedad? —pregunté. Mi voz cortó el viento, haciendo que incluso el frío de la noche pareciera detenerse ante mi presencia.
—¡Eres un monstruo! ¿Cómo pudiste ordenar que lastimaran así a mi padre? —gritó Ana. Sus ojos, antes dulces, ahora escupían una furia que me resultó fascinante.
—Tu padre intentó invadir propiedad privada. Mis hombres solo defendían el perímetro —respondí con una calma glacial.
—Eres un bastardo... Qué valiente, enviar a dos salvajes contra un hombre mayor y desarmado —dijo ella, con la voz quebrada por las lágrimas que se negaba a soltar.
—Eres tan ingenua, Ana. Como te dije antes: los daños más letales se causan sin necesidad de un arma.
—No me interesa tu filosofía barata. Me voy ahora mismo. Tengo que llevarlo a un hospital por culpa de tus perros.
Sonreí. Una sonrisa que no llegó a mis ojos y que solo servía para marcar mi victoria. Con un tono seco, dicté sentencia:
—Lisandro, lleva a este hombre a la mejor clínica y asegúrate de que lo atiendan como lo que es: un invitado de honor caído en desgracia. Y tú, Ana... entra a la casa. Mírate, estás temblando. No me sirves de nada enferma o muerta.
Ella me sostuvo la mirada, desafiante, aunque sus labios estaban azulados por el frío.
—No pienso poner un solo pie en su casa, señor Santana. Me voy con mi padre y espero no volver a verlo nunca más.
Di un paso hacia ella, acortando la distancia hasta que sentí su respiración errática. La tomé del brazo y la pegué a mi cuerpo con una firmeza que no admitía réplica.
—Si quieres que tu padre viva, harás exactamente lo que yo ordene. Míralo: acaba de perder el conocimiento. Para mí sería sencillo dejarlo aquí, a merced del invierno, y llevarte conmigo al interior de todas formas. Tú eliges, Ana: ¿Su vida o tu orgullo?
El terror se reflejó en sus hermosos ojos color miel. Temblaba entre mis brazos, y no sabía si era por el frío inclemente o por el miedo que mi cercanía le provocaba; probablemente ambas cosas. Lo que sí era un hecho es que ella no sé iría de mi lado. La convertiría en mi esposa, tomaría el control de las empresas Estrada y obligaría a Ezequiel a ver, desde la miseria, cómo lo que más ama en el mundo ahora me pertenece.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué te hicimos para que nos trates así? —susurró, vencida.
—Tú no hiciste nada —confesé, hundiendo mis dedos en su brazo—. Pero tu padre cometió un pecado original, y ahora te toca a ti pagar la cuenta. Entra a la casa si quieres que los paramédicos salgan.
—¿Cómo sé que cumplirás tu palabra?
—Solo te queda confiar. Además... aún no me interesa que muera. Necesito que esté vivo para que sea testigo de tu caída.
Cargué el frágil cuerpo de Ana hasta el interior de la mansión. Sus pies descalzos estaban entumecidos por la escarcha. Una vez que la dejé en su habitación, cumplí mi parte: ordené el traslado de Ezequiel a la mejor clínica del país y que informaran a su esposa. Mi palabra es ley, y aunque soy un verdugo, soy un verdugo que cumple sus promesas. El juego de ajedrez apenas comenzaba, y yo ya tenía a su reina bajo mi techo.
Punto de vista de Anabella
El dolor físico de mis pies, quemados por el frío implacable de la escarcha, no era nada comparado con la agonía de ver a mi padre en ese estado. ¿Qué estaba pasando? Esa pregunta golpeaba las paredes de mi cráneo con una violencia insoportable desde que esta pesadilla comenzó.
Apenas unas horas atrás, mi vida era un lienzo de colores vibrantes. Soñaba con caminar hacia el altar, con los ojos de Agustín jurándome amor eterno y un futuro brillante esperándonos a la vuelta de la esquina. Pero ese lienzo había sido rasgado. Ahora, el hombre que amaba se preparaba para casarse con otra, y yo... yo estaba atrapada en esta mansión de sombras, bajo el dominio de un hombre que me miraba como si fuera un trofeo de guerra.
Me dejé caer en la cama, ignorando la suavidad de las sábanas de seda que Máximo me había preparado. No eran un lujo; eran los barrotes de mi celda. El silencio de la habitación se sentía pesado, roto solo por el eco de la voz de Santana diciéndome que mi padre pagaría por sus pecados a través de mí.
¿Qué secreto ocultaba mi padre para que un hombre como Máximo Santana guardara tanto veneno en el alma? No lo sabía. Lo único que sabía es que el cuento de hadas se había quemado, y yo me estaba convirtiendo en la ceniza de una venganza que ni siquiera comprendía.
Cerré los ojos, deseando despertar en mi habitación, con el sol de la mañana borrando este horror, pero el frío que aún emanaba de mi piel me recordaba que esto no era un sueño. Era el primer día de mi nueva y oscura realidad.