MI ULTIMA ESPERANZA

POV Elena

El día del entierro amaneció gris, como si el cielo hubiera decidido acompañarme en mi dolor. La lluvia fina empapaba la tierra del cementerio, y yo, con el vientre prominente y los ojos enrojecidos, apenas podía sostenerme en pie. No había flores suficientes en el mundo para cubrir el vacío que me dejó mi madre. Ni palabras de consuelo que lograran cicatrizar esa herida.

Éramos pocas personas. Apenas Carla, mi única amiga de verdad, y un par de conocidos del hospital que se acercaron con gesto compasivo. Yo había imaginado tantas veces este momento en mis peores pesadillas, pero nada, absolutamente nada, me había preparado para la realidad. Carla me sostuvo del brazo cuando el ataúd descendió lentamente. Mis lágrimas caían sobre la tierra húmeda como si fueran parte de esa lluvia interminable.

—No estás sola, Elena —susurró ella, con voz temblorosa.

Pero yo me sentía completamente sola.

Me quedé allí hasta que el sepulturero terminó de cubrir con tierra el último rincón de madera. Sentí que con cada palada me arrancaban un pedazo más de alma. Y cuando finalmente todos se marcharon, Carla me abrazó con fuerza, aunque sus brazos no pudieron contener la desolación que se extendía dentro de mí. Volver al apartamento fue una tortura. El silencio se había transformado en un monstruo que me devoraba con cada paso. El aroma tenue a su perfume aún flotaba en el aire, impregnado en las sábanas, en las cortinas, en cada rincón.

Me dejé caer sobre la cama, abrazando la almohada que todavía conservaba la forma de su cabeza. Lloré hasta quedarme sin voz, hasta que la respiración se volvió un sollozo entrecortado. El bebé se movió dentro de mí, como si intentara recordarme que no estaba del todo sola. Coloqué la mano en mi vientre y cerré los ojos.

—Tranquilo… mamá está aquí —murmuré, aunque no sabía si lo decía por él o por mí misma.

El dolor era insoportable, pero en medio de las lágrimas algo brilló en la mesa de noche. Una pequeña caja de madera que nunca antes había notado. Temblando, la abrí. Dentro encontré una carta cuidadosamente doblada y, junto a ella, una postal amarillenta de Italia. La imagen mostraba un paisaje de Sicilia: casas antiguas, un mar azul intenso y un cielo despejado. Al reverso, con la letra delicada de mi madre, había escrito un deseo que parecía un suspiro congelado en el tiempo:

"Algún día viviré en Sicilia, pondré una panadería pequeña y conoceré a un guapo italiano que me haga reír cada mañana."

No pude evitar sonreír entre lágrimas. Aquello era tan de ella: soñar con algo sencillo, pero tan inmenso a la vez.

Abrí la carta. Sus palabras eran un abrazo que cruzaba la distancia entre la vida y la muerte.

"Hija, si lees esto significa que ya no estoy a tu lado. No quiero que la tristeza te encadene. Prométeme que seguirás tus sueños, que buscarás tu felicidad sin miedo. Yo siempre quise vivir en Sicilia, pero la vida me llevó por otro camino. Ahora ese camino es tuyo. Vive, Elena. No te detengas. Y, sobre todo, sé feliz."

Las lágrimas volvieron a correr, pero esta vez no solo eran de dolor. Había también un destello de esperanza.

Debajo de la carta encontré un sobre sellado con el logotipo de una compañía de seguros. Lo abrí con manos temblorosas. Cuando mis ojos se posaron en la cifra, sentí que el aire me faltaba.

Un millón de dólares y yo era la beneficiaria. Tuve que leerlo tres veces antes de creerlo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que el bebé podía sentirlo. Con esa suma, y el dinero que ya tenía en mi cuenta por el contrato, mi vida cambiaba de forma radical. Me quedé en silencio, con el documento apretado entre las manos, hasta que un pensamiento comenzó a crecer en mí: podía empezar de nuevo. No solo sobrevivir, sino vivir.

Esa noche encendí la vieja computadora y empecé a navegar en internet. Tecleé “casas en Sicilia” y lo que encontré me sorprendió: pequeñas viviendas con vistas al mar que costaban mucho menos que un apartamento en Nueva York. Cada imagen me hacía sentir más cerca de mi madre, como si ella hubiera dejado ese sueño para que yo lo cumpliera en su lugar.

Después busqué universidades en Sicilia. No esperaba mucho, pero descubrí una gran variedad: facultades de historia, medicina, arquitectura… y también moda. Mis ojos se iluminaron. Siempre había amado el diseño, dibujar vestidos en los márgenes de mis cuadernos, imaginar telas y colores. Claro, estaba el problema del idioma. El italiano no era algo que dominara ni remotamente. Pero pensé que primero podría inscribirme en un curso intensivo, y luego lanzarme a estudiar lo que más me gustaba.

La idea de abrir una panadería, como mi madre soñaba, se desvaneció pronto. No era buena en la cocina, y ella lo sabía. Pero eso no significaba que no pudiera honrar su memoria de otro modo. Quizá con un taller de costura, un lugar donde mis diseños cobraran vida, donde cada prenda llevara un pedacito de su recuerdo. El reloj marcaba la medianoche cuando finalmente cerré la computadora. Mi rostro estaba cansado, pero por primera vez en mucho tiempo, mis labios dibujaban una sonrisa.

Me acosté, acariciando mi vientre.

—Vamos a empezar de nuevo, pequeño —susurré—. Vamos a cumplir los sueños de tu abuela… y los míos también.

El dolor seguía allí, agazapado en lo profundo. Pero ahora tenía algo que no había sentido en semanas: una dirección, una esperanza. Mi destino aún no estaba escrito, pero yo estaba lista para tomar la pluma.

Y esta vez… escribiría una historia donde, al fin, pudiera ser feliz.