El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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3
El bosque estaba en silencio, roto solo por el crujido lejano de ramas y el ulular de algún búho. La familia había logrado alejarse de los zombis, pero cada paso había consumido sus fuerzas. Valery sostenía a Luka en brazos, mientras su padre llevaba lo poco que quedaba de sus mochilas. La madre caminaba detrás, tambaleante, con la sangre de la mordida en el brazo y un dolor que solo ellos, por ahora, podían ignorar.
Pronto llegaron a un claro algo despejado. Los árboles formaban un perímetro natural, y la hierba húmeda parecía más cómoda que la tierra rocosa que habían cruzado. El padre observó alrededor, evaluando riesgos y ventajas.
—Aquí —dijo con voz tensa, dejando caer las mochilas—. Dormiremos aquí esta noche. Es innecesario seguir. No tenemos fuerzas.
Valery asintió, tratando de ocultar el temblor que recorría todo su cuerpo. Luka ya estaba demasiado cansado como para protestar y se acomodó en el regazo de su hermana. La madre, con la mordida evidente, se dejó caer contra un tronco cercano, apoyándose con los brazos. Sus ojos reflejaban un cansancio absoluto, pero también un intento desesperado de mantener la calma por sus hijos.
Los niños no entendían lo que estaba sucediendo. Valery apenas lo comprendía; aunque la situación era más clara para ella que para Luka, no podía aceptar del todo la magnitud de lo que significaba esa mordida. Pero su padre lo había visto todo. Había visto la infección en el brazo de la mujer que amaba y, aunque no quería aceptarlo, sabía lo que estaba por venir.
Se sentó a su lado, manteniendo a Luka protegido entre sus brazos, mirando en silencio a su esposa. Cada respiración de ella era un recordatorio del tiempo que se agotaba, de lo que perderían. El amor de su vida, la madre de sus hijos, estaba a punto de convertirse en aquello que más temían: un ser consumido por el virus, un monstruo que alguna vez fue humana.
Valery apoyó la cabeza de Luka contra su hombro, mientras sus propios ojos se llenaban de lágrimas que no quería soltar. No había palabras que pudieran aliviar el dolor ni explicar lo que sentían. El crepitar de la hierba bajo los pasos de algún animal o los ruidos de ramas quebrándose en la distancia mantenían sus sentidos alerta. El miedo y la tristeza se mezclaban en una sensación amarga que los envolvía como un manto.
La noche pasó lenta y fría. Tras vendar la herida de su madre con cuidado, usando todo lo que podían encontrar, la familia finalmente se dejó vencer por el agotamiento. Luka dormía acurrucado contra Valery, y ella se acomodó a su lado, intentando no pensar en el futuro, mientras su padre vigilaba los alrededores por un tiempo antes de quedarse dormido también.
El amanecer llegó con un silencio pesado. La luz del sol apenas atravesaba las copas de los árboles, creando un claroscuro inquietante en el claro. La madre estaba recostada contra un tronco, pálida y débil, con fiebre evidente. Cada respiración era un esfuerzo. Valery la observaba con cuidado, limpiando su frente y asegurándose de que Luka continuara durmiendo tranquilo a su lado.
El padre, abrumado por la situación, salió a caminar unos metros por el bosque, buscando un río o simplemente un lugar donde poder respirar, un instante de distracción de la realidad que se avecinaba. Su rostro estaba rígido, sus ojos perdidos, mientras intentaba no pensar en lo inevitable.
Valery permaneció a los pies de su madre, sosteniéndole la mano y murmurando palabras suaves, tratando de calmarla y de calmarse a sí misma. Pero pronto algo cambió. La respiración de la mujer comenzó a volverse irregular. Primero se volvió superficial, luego parecía detenerse por segundos. El corazón de Valery se encogió en su pecho.
—Mamá... —susurró, apretando la mano que parecía enfriarse a cada segundo.
Los ojos de la madre se abrieron débilmente, y un hilo de voz salió de su boca:
—Val... Val... cuídalos por mi... —dijo apenas, antes de que sus párpados cayeran pesadamente.
Valery sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. La fiebre, la mordida, la debilidad... todo coincidía. Sabía lo que estaba pasando: la transformación había comenzado. Su madre, la mujer que los había cuidado, que los había protegido toda su vida, estaba dejando de ser humana.
El miedo se mezcló con la incredulidad y la desesperación. Tenía que tomar una decisión. Podía intentar mantenerla con vida por un rato más, pero sabía que eso solo prolongaría lo inevitable. Cada segundo que pasara, cada minuto de duda, aumentaba el riesgo de que la madre se levantara infectada y atacara a Luka o a ella misma.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras abrazaba a Luka, protegiéndolo sin apartar la vista de la madre. La respiración de la mujer se volvió errática, y el cambio en su cuerpo se hizo más evidente: la piel pálida, los labios azulados, la rigidez creciente.
Valery comprendió con un dolor desgarrador que el mundo ya no le permitiría guardar a todos los que amaba. Que para sobrevivir, tendría que hacer lo impensable.
Entre sollozos, Valery tomó una respiración profunda, temblando, y se acercó lentamente a su madre, abrazando su torso una última vez. La calidez que todavía quedaba desaparecía con cada segundo. Las lágrimas caían sin control, empapando su rostro, mientras sus manos temblorosas sostenían un palo que había recogido antes del bosque.
—Lo siento... lo siento tanto —susurró, con la voz rota—. Te amo, mamá, pero no hay otra opción.
Con un último llanto ahogado, Valery actuó, apuntando a detener la amenaza antes de que pudiera hacerles daño. La resistencia de su madre, aunque presente, ya no era humana; era el instinto primitivo de la infección. Cada segundo de vacilación podía ser fatal. Y entonces sucedió, dio el primer golpe con todas sus fuerzas, había visto cuando su padre a uno de los zombies lo dejo incapacitado con solo destruirle el cerebro, y eso es lo que tenia que hacer.
Cuando todo terminó, Valery cayó al suelo, abrazando a Luka con desesperación. Sus hombros temblaban, sus sollozos llenaban el claro y su corazón estaba destrozado. Había sobrevivido, pero a un precio inimaginable: había perdido a la mujer que la había criado, la protectora de su hermano, la persona que le había dado amor y seguridad toda su vida.
El padre, que había escuchado los sollozos de su hija, se acercó con el corazón hecho trizas. El dolor al ver tal escena lo consumía: se arrepintió de no haber hecho nada antes, de haber dejado que su propia hija tuviera que tomar la decisión de acabar con su madre. Se sentía un cobarde. Se inclinó, silencioso, y abrazó a Valery sin decir palabra. No había palabras que pudieran aliviar la herida que compartían. Solo el silencio del bosque y el dolor absoluto, recordándoles que en aquel nuevo mundo, la vida y la muerte estaban separadas por decisiones imposibles de soportar.
Valery, con Luka aún en sus brazos, comprendió algo que ningún adolescente debería aprender tan pronto: sobrevivir significaba hacer lo que ningún corazón querría jamás, incluso cuando eso destrozara tu alma.
El apocalipsis no perdonaba, y la familia acababa de recibir su primera y más cruel lección: sobrevivir no siempre significaba salvar a todos los que amas.