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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:630
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 03: “Entre la luz y la sombra"

La luz de la mañana se filtraba en ángulo por los ventanales del comedor, derramándose sobre la mesa de roble como un río dorado. El aroma del pan recién horneado y de la miel tibia llenaba el aire con una calidez hogareña que contrastaba con el silencio de la mansión. Ariadne ya estaba allí, sentada con la espalda recta y un vestido color crema que parecía atrapar la luz. Entre sus dedos giraba distraídamente una cucharita, haciendo un sonido leve contra la porcelana, hasta que vio entrar a Cedric y sonrió de inmediato, como si solo su presencia completara la mañana.

Cedric avanzó con pasos pesados, algo encorvado, el cabello alborotado y los ojos ligeramente rojos, señales inequívocas de que la noche había sido larga. Aun así, intentó devolverle la sonrisa, como si nada pasara.

—Buenos días, dormilón —dijo Ariadne en un tono suave y casi cantado—. Pensé que hoy no bajarías nunca.

Él se dejó caer en la silla frente a ella, soltando un suspiro antes de responder.

—Buenos días… supongo que necesitaba dormir un poco más.

Ariadne ladeó la cabeza, estudiando su rostro con esos ojos claros que parecían leer más de lo que Cedric estaba dispuesto a decir.

—No tienes buena cara… ¿soñaste algo raro? —preguntó mientras le servía té, su voz cargada de ternura más que de preocupación real.

Cedric vaciló. Sintió un cosquilleo en la nuca al recordar el sueño, el roce frío en su mejilla, el perfume imposible que aún creía oler. Pero no podía contarle nada. No todavía.

—Nada importante… solo… ya sabes, una noche pesada —murmuró, tomando la taza con ambas manos para que ella no notara el ligero temblor de sus dedos.

Ella lo miró un momento más, como si quisiera insistir, pero terminó rindiéndose con un suspiro. Le pasó una rodaja de pan cubierta de miel.

—Está bien… Solo prométeme que no vas a obsesionarte demasiado con ese cementerio —dijo al fin, en voz más baja—. No sé por qué, pero siento que no te hace bien.

Cedric la miró, sorprendido por la dulzura de la advertencia. Ariadne no parecía asustada ni supersticiosa, solo… protectora.

—¿Un presentimiento? —bromeó, intentando aligerar el ambiente.

—Quizá… —respondió ella con una media sonrisa tímida—. Solo me gustaría que nada malo te pasara.

Sus dedos rozaron la mano de Cedric sobre la mesa, un gesto pequeño y natural, cargado de cariño silencioso. Él sostuvo su mirada apenas un instante antes de desviar los ojos hacia la ventana, como si necesitara escapar del peso de esa ternura.

De pronto, Ariadne pareció recordar algo. Sus ojos se iluminaron y se inclinó para tomar una pequeña caja marrón con un lazo blanco que tenía a su lado.

—¡Ah! Se me olvidaba… —dijo, con una chispa de emoción en la voz—. Tengo una sorpresa para ti.

Cedric arqueó las cejas, sorprendido, mientras tomaba el regalo.

—¿Para mí?

—Ábrelo.

El lazo cayó al instante. Dentro de la caja había un collar de oro sencillo, elegante, con un delicado dije en forma de media luna. Cedric lo sostuvo entre los dedos, notando su ligereza, y lo contempló con una mezcla de asombro y culpa.

—Feliz aniversario —dijo Ariadne con una sonrisa emocionada, casi infantil—. Cuatro años ya… desde aquella boda tan repentina.

Cedric sintió un vuelco en el estómago. Se había olvidado por completo.

—Oh… feliz aniversario, Ariadne. Es hermoso… gracias —respondió, esforzándose por disimular su torpeza.

Ella bajó la mirada con un rubor ligero, como si su propio regalo le diera un poco de vergüenza.

—No es gran cosa… Pero aunque solo seamos esposos en un papel, tú me cambiaste la vida, Cedric. Quería agradecerte con algo sencillo… solo mío para ti.

Cedric la miró, conmovido por la pureza de sus palabras. Y, al mismo tiempo, una punzada de culpa lo atravesó: culpa por haber olvidado la fecha… y por la sombra de su sueño, que aún ardía en su mente.

—Me encanta, de verdad… —dijo, forzando una sonrisa—. Aunque… te me adelantaste. Iba a darte tu regalo en la cena, así que tendrás que esperar.

Ariadne abrió los ojos, ilusionada.

—¿De verdad? ¿Y puedo preguntar qué es?

Cedric se levantó de la silla con una sonrisa nerviosa.

—Si te lo digo, dejaría de ser una sorpresa.

—Mmm… está bien —aceptó Ariadne, divertida.

Él se inclinó para darle un beso rápido en la cabeza, como una promesa que flotaba en el aire.

—Entonces… después nos vemos. Tengo que… coordinar algunas cosas para la cena —improvisó, antes de salir del comedor.

Ariadne lo siguió con la mirada mientras se alejaba, notando algo extraño en su andar. No sabía qué era, pero un presentimiento leve le revolvió el estómago. Ojalá nada le pasara.

Cedric atravesó el vestíbulo con paso lento, mientras el eco de la conversación con Ariadne aún flotaba en su mente como una campana lejana. Cada palabra de ella —tan dulce, tan confiada— parecía pesarle en el pecho. La culpa se le acomodaba entre las costillas: primero por haber olvidado el aniversario, y luego, por algo mucho más íntimo, imposible de confesar. El recuerdo del sueño lo perseguía, frío, adherido a su piel como una sombra húmeda.

A cada paso revivía aquel instante: los labios que rozaron los suyos, el perfume imposible, la sensación inquietante de que aquello no había sido solo un delirio. Por más que lo intentara, no podía convencerse de que Aurora no hubiera estado realmente allí.

En el vestíbulo, Wilfred estaba de pie junto a una mesa, acomodando unas flores frescas en un jarrón. Cedric se detuvo a su lado, recomponiendo su expresión.

—Wilfred, esta noche quiero una cena especial —dijo, esforzándose por sonar sereno—. Velas, el vino francés de la bodega… que todo esté impecable.

—¿Para dos, señor? —preguntó el mayordomo, sin dejar de acomodar las flores.

—Para dos —confirmó Cedric, y tras una breve pausa añadió—. Asegúrate de que el comedor luzca perfecto.

Abrió la gran puerta principal y una bocanada de aire fresco lo envolvió. La luz de la mañana bañaba el sendero de grava, y por un instante, respiró aliviado, casi convencido de que podía concentrarse solo en lo mundano: en el regalo para Ariadne, en la cena que compensaría su olvido.

Pero la ligereza se desvaneció apenas dio unos pasos.

El sueño regresó.

Aurora.

Su piel luminosa, sus ojos imposibles, aquel beso que seguía ardiendo en su memoria como una marca.

Se detuvo. A su derecha, el camino descendía hacia el pueblo. A la izquierda, entre los árboles, asomaba el portón de hierro oxidado que conducía al cementerio.

Sus pies decidieron por él antes que su cabeza.

El portón chirrió como un lamento cuando lo empujó. Adentro, el aire era más frío, húmedo, cargado de un silencio que parecía absorber el sonido de sus propios pasos. Cedric avanzó entre las lápidas torcidas y cubiertas de musgo, reconociendo el lugar como si ya lo hubiera recorrido mil veces en sueños.

Y allí estaba.

La tumba de Aurora.

Inmaculada.

El mármol parecía ajeno al tiempo, limpio, casi resplandeciente bajo la luz que se filtraba entre las ramas. La tierra alrededor estaba intacta, como si nadie jamás la hubiera tocado. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras se acercaba, sintiendo que cada fibra de su cuerpo vibraba entre la atracción y el temor.

Se inclinó levemente, dejando que su voz apenas rozara el aire:

—¿Lo de anoche fue real… o solo estoy perdiendo la cabeza?

Un soplo de viento agitó las hojas secas a su alrededor. Cedric se quedó inmóvil. Un aroma tenue, húmedo, con un toque dulce, le rozó la nariz. Por un instante, juró que estaba oliendo el mismo perfume del sueño.

Retrocedió un paso, el corazón golpeando con fuerza.

—¿Dónde estás…? —preguntó en un murmullo tembloroso, mirando alrededor—. Solo… quiero hablar contigo.

El cementerio guardó silencio.

Cedric apretó los dientes, sintiendo la desesperación subirle por la garganta.

—¿Qué me pasa…? —susurró, cayendo de rodillas sobre la tierra fría—. Estoy… volviéndome loco.

Entonces, el viento se levantó de repente. Las hojas se arremolinaron a su alrededor y un remolino helado abrazó la tumba de Aurora. Cedric se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos, mientras el mundo parecía contener la respiración.

Y entonces la vio.

Frente a él, emergiendo de la nada, apareció Aurora. No como en el sueño: ahora era un espectro, translúcido, apenas definido… y sin embargo, su belleza era tan imposible que dolía mirarla.

La luz del día parecía atravesarla.

Cedric la miraba sin parpadear, con el aliento atrapado en el pecho. Aurora flotaba frente a él, suspendida como un espejismo imposible, con la luz grisácea de la mañana filtrándose entre las ramas y atravesando su silueta translúcida. Cada detalle parecía irreal y, al mismo tiempo, demasiado vívido para ser un simple delirio: su cabello ondulaba lentamente, como si el aire tuviera corrientes invisibles, y sus ojos verdes lo miraban con una intensidad que lo desnudaba por dentro, hurgando en lo más profundo de su alma.

—¿Eres… real? —preguntó Cedric, con una voz quebrada que apenas se escuchó entre el murmullo de las hojas.

Aurora sonrió con una dulzura inquietante, ladeando apenas la cabeza.

—Claro que soy real… pero no de la forma en que tú eres. —Su voz era un susurro musical, con un eco imposible, como si resonara al mismo tiempo en su oído y en el fondo de su mente—. Estoy muerta, Cedric.

El corazón de Cedric dio un vuelco. La palabra “muerta” pareció helarle la sangre.

—N-no… no puede ser…

—Oh, no seas tonto —replicó ella con suavidad, dando un paso que parecía más un deslizamiento, como si el suelo no la tocara—. Estoy tan muerta como esta tierra que pisas… y, sin embargo, mírame.

Cedric, tembloroso, levantó una mano buscando un contacto que necesitaba con desesperación. Sus dedos atravesaron la piel luminosa de Aurora como si se hundieran en agua helada. Una sensación de vacío lo recorrió hasta la nuca, erizándole el vello.

—No… —susurró, con la voz rota—. No puedo tocarte…

—No, no puedes —dijo Aurora con una sonrisa que por un segundo se volvió juguetona—. Pero eso no importa. Yo puedo verte… y tú puedes verme. Eso ya es suficiente… por ahora.

La angustia lo golpeó con fuerza. Cedric sintió un miedo irracional de que ella desapareciera en cualquier instante, de que todo aquello no fuera más que un espejismo nacido de su mente agotada.

—Espera… no te vayas. Por favor… necesito hablar contigo, necesito entender.

Aurora inclinó ligeramente el rostro, y por un momento su mirada se volvió casi melancólica.

—No puedo quedarme mucho tiempo… —sus palabras salieron en un susurro que parecía vibrar en el aire—. Mantenerme así requiere más energía de la que tengo. Pero me gustó conocerte… por fin, en persona.

Cedric dio un paso hacia adelante, desesperado, como si acercarse un poco más pudiera retenerla.

—¿Cómo puedo verte otra vez? ¿Cómo puedo hablar contigo sin que te desvanezcas?

Aurora lo contempló en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Sus labios se curvaron en esa sonrisa enigmática y coqueta que parecía guardar siglos de secretos prohibidos.

—Ve a la casa que está a las afueras del pueblo… junto al río —susurró—. Allí encontrarás respuestas. Si de verdad quieres conocer mi historia… si de verdad quieres conocerme, ve allí.

Cedric sintió un nudo en la garganta.

—¿Cuándo? —preguntó, casi con ansiedad infantil—. ¿Cuándo debo ir?

Aurora empezó a desdibujarse, como humo atrapado por el viento. Sus bordes se difuminaron, y su silueta parpadeó levemente, como si la realidad misma la rechazara.

—Esta noche… —dijo, su voz ya flotando como un eco que se disolvía—. Pero ten cuidado, Cedric… algunas puertas, una vez abiertas, no se pueden cerrar.

El aire se volvió súbitamente más frío. Con un último parpadeo de luz, la silueta de Aurora se deshizo ante sus ojos, dejando solo un rastro de aroma dulce, etéreo, que parecía quedarse pegado a su piel.

Cedric quedó de rodillas frente a la tumba, con el corazón desbocado y la respiración agitada. El silencio del cementerio lo envolvía, espeso y expectante. Ya no sabía dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad, pero sí sabía algo con certeza: Aurora existía. Y ese encuentro no era un final, sino el principio de algo que quizás jamás podría detener.

Cedric salió del cementerio con pasos inciertos, como si cada piedra del sendero se aferrara a sus botas, queriendo retenerlo. El aire fresco del bosque le llenaba los pulmones, húmedo y limpio, pero no lograba despejar la sensación de irrealidad que lo rodeaba.

Aurora.

Su nombre ardía en su mente como un secreto prohibido, y con cada ráfaga de viento entre las ramas sentía la absurda esperanza de verla aparecer otra vez, flotando entre la niebla. Incluso el crujido de una rama le hacía girar la cabeza con el corazón en la garganta.

Intentó pensar en otra cosa.

Ariadne. La cena. El aniversario.

Pero la imagen de la mano que había intentado tocar lo seguía como una sombra obstinada. Aún sentía, en algún rincón de su cuerpo, el beso fantasma que no debía existir. Cada recuerdo era un hilo que lo tiraba de vuelta hacia la tumba.

El bosque se abrió finalmente y el murmullo del pueblo lo recibió con violencia, como un balde de agua fría. Las ruedas de los carruajes golpeaban contra los adoquines, los pregones de los comerciantes resonaban entre las calles estrechas, y el aroma de pan recién horneado y cuero mojado impregnaba el aire. Todo parecía extrañamente banal, ajeno, como si perteneciera a otro mundo que ya no era el suyo.

Casi sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron hasta la joyería. Entró empujando la puerta, y la campanilla sobre el marco tintineó con una alegría ridículamente mundana. El interior olía a madera encerada, terciopelo viejo y metal bruñido. Tras el mostrador, un hombre calvo con gafas redondas y un bigote fino inclinó la cabeza en un saludo impecable.

—Buenos días, señor Sinclair. ¿Busca algo especial hoy?

Cedric tardó un par de segundos en reaccionar. Sus ojos vagaban entre los collares y anillos tras el cristal, pero lo único que veía eran reflejos verdes, destellos que parecían devolverle la mirada de Aurora. Tragó saliva.

—Sí… necesito un regalo para mi esposa. Algo… delicado.

El joyero asintió con un gesto profesional y comenzó a mostrarle distintas piezas sobre un paño oscuro. Cedric asentía sin mirar realmente, hasta que sus dedos se detuvieron sobre un pequeño colgante de oro con una piedra verde pálido. Lo tomó con cuidado, casi con reverencia. La frialdad del metal le recorrió la piel, y por un instante creyó sentir el mismo vacío helado de la mano que había intentado atrapar horas antes.

—Excelente elección, señor —dijo el joyero, mientras sus dedos acomodaban otra joya sin levantar la vista—. Una piedra rara, traída de tierras lejanas. Cuentan que trae buena suerte en el amor.

Cedric apenas esbozó una sonrisa, sintiendo que aquellas palabras tenían un filo que solo él podía percibir. Pagó sin discutir, guardó el estuche en el bolsillo interior del abrigo y salió de la tienda.

El sol iluminaba la calle empedrada, arrancando reflejos de los charcos de la última llovizna. Todo parecía demasiado vivo, demasiado normal.

Cedric caminaba sin rumbo claro, sintiendo que aquel bullicio cotidiano no le pertenecía. Carros cargados de heno, mujeres con cestas de pan, el pregón de un vendedor de manzanas… nada de eso parecía tocarlo. Su mente seguía atrapada en el cementerio, en el frío imposible de la mano que había intentado tocar, en el perfume dulce que todavía sentía pegado a la piel. Por un momento se preguntó si no estaría perdiendo la cordura.

Fue entonces cuando la vio: una taberna modesta en la esquina de la calle, con un cartel de hierro forjado que crujía al viento y un débil humo escapando por la chimenea. A través de los ventanales pequeños y empañados se adivinaban sombras moviéndose, risas apagadas, la promesa de calor y olvido. Cedric se detuvo unos segundos frente a la puerta, sintiendo el peso del mundo en los hombros, y luego decidió entrar.

Cedric empujó la puerta de la taberna y un golpe de calor, ruido y movimiento lo envolvió de inmediato. La penumbra estaba salpicada por el resplandor del fuego de la chimenea y el parpadeo de lámparas de aceite que colgaban de las vigas bajas, ennegrecidas por años de humo. Las mesas de madera rugosa estaban llenas de vida: hombres jugando a los dados, campesinos brindando con jarras que chocaban con un sonido hueco, y un perro viejo roncando junto al fuego, ajeno al bullicio. Un par de mujeres pasaban entre las mesas con bandejas llenas, esquivando manotazos juguetones y carcajadas.

Cedric avanzó hasta la barra y se dejó caer en un taburete, sintiendo que el mundo vibraba demasiado rápido a su alrededor.

—Una cerveza… fuerte —pidió, con la voz áspera.

El tabernero, un hombre ancho de hombros y expresión imperturbable, asintió sin preguntas. Al momento, una jarra espumosa apareció frente a Cedric. Él dejó caer unas monedas, apoyó los codos sobre la madera gastada y bebió un trago largo, esperando que el mundo recuperara su forma. No lo hizo.

Fue entonces cuando lo vio.

El hombre estaba en el centro de la taberna como si el mundo girara a su alrededor. Su risa franca y sonora parecía calentar el aire más que el fuego de la chimenea. Tenía el cabello castaño dorado, largo y algo desordenado, y una barba cuidada que enmarcaba una sonrisa amplia y honesta. Vestía una camisa blanca arremangada, un chaleco de cuero gastado y llevaba seis anillos grandes en las manos, que tintineaban cuando alzaba su copa. En él había una mezcla de aventura y desparpajo, como si su lugar natural fuera cualquier sitio donde hubiera historias, vino y risas.

Cuando Cedric alzó la vista, ya lo tenía enfrente. El hombre levantó una copa de vino especiado, caminando hacia él con una seguridad despreocupada.

—No es noche para beber solo, amigo —dijo, dejando la copa frente a Cedric—. Soy Percival Langley, para servir… o para brindar, que es casi lo mismo.

Cedric dudó un instante, pero el vino olía cálido y tentador. Chocó la copa con la suya.

—Cedric Sinclair.

—¡Salud, Cedric Sinclair! —brindó Percival, con una sonrisa que parecía hecha para ahuyentar la melancolía—. ¿Y qué hace un hombre con esa cara larga en un sitio como este?

Cedric bajó la mirada a la espuma de su cerveza.

—Necesitaba aire… o algo más fuerte que el aire.

Percival soltó una carcajada que atrajo algunas miradas.

—Eso lo entiendo bien. —Se acomodó en el taburete de al lado, dejando que la barra crujiera bajo su peso—. Pero escucha… si solo bebes para olvidar, el olvido se va antes que la resaca.

Cedric no respondió de inmediato. Al principio, apenas murmuraba frases cortas, pero el vino y la calidez de la taberna aflojaron su lengua. Hablar con Percival era desconcertante: era como si hubiera estado esperándolo, como si pudiera arrancarle verdades sin esfuerzo.

La conversación fue cambiando de tono, de trivial a íntima, mientras afuera el cielo comenzaba a oscurecer.

—Estoy casado —confesó Cedric al fin, girando su copa entre los dedos—. Casado… pero mi corazón está en otro sitio.

Percival arqueó una ceja, sin sombra de juicio.

—Entonces deja a tu esposa y ve con quien amas. La vida es corta.

Cedric soltó una risa ahogada, amarga.

—No es tan sencillo. Es… imposible. Digamos que la situación es complicada.

—Ah… entonces estás vivo —replicó Percival con picardía—. Creí que eras uno de esos hombres muertos por dentro que solo beben porque se olvidaron de respirar.

Cedric lo miró, confundido.

—¿Y eso es estar vivo para ti? ¿Desear lo que no puedes?

—¡Exacto! —Percival alzó la copa y bebió con ganas—. Escucha, he estado casado seis veces. Sí, seis. Algunos matrimonios por amor, otros por locura… y uno por una apuesta que casi pierdo antes de la boda. —Rió, y hasta el tabernero esbozó una sonrisa detrás de la barra—. ¿Sabes cuáles fueron los únicos dos en los que fui feliz?

Cedric negó con la cabeza.

—Los dos en los que seguí mi corazón. En los otros… —hizo un gesto como arrojando algo al fuego— seguí la conveniencia, lo que “debía ser”. Y nada pesa más que vivir encadenado a la idea de lo correcto.

Cedric guardó silencio. Las palabras de aquel hombre, desconocido hasta hace un momento, parecían colarse en los rincones que él intentaba evitar. El bullicio de la taberna, las risas y el crepitar del fuego se sentían lejanos, como si todo girara alrededor de esa frase: “Nada pesa más que vivir con cadenas invisibles.”

—¿Y la gente que dejas atrás? —preguntó Cedric, con la voz más baja—. ¿No te persiguen los recuerdos?

Percival giró su copa lentamente antes de beber otro trago.

—Siempre persiguen —dijo, y por un instante su mirada vivaz se tiñó de seriedad—. Pero los recuerdos duelen menos que los arrepentimientos. Créeme.

La conversación siguió entre tragos y confidencias. Cedric sintió que el vino calentaba algo más que su garganta; calentaba pensamientos que había intentado enterrar. Afuera, el día se extinguía, y las ventanas de la taberna eran ahora espejos de luz naranja en la noche húmeda.

Horas después, ya borrachos, la risa de Percival volvió a llenar el lugar. Sus ojos se desviaron hacia una camarera de cabello rizado que pasaba cerca.

—Creo que aquí se separan nuestros caminos, amigo —dijo, tambaleando un poco al levantarse—. Me espera una dama que parece necesitar compañía.

Cedric rió por lo bajo y le deseó suerte, viendo cómo el hombre desaparecía entre mesas y risas. Cuando al fin salió a la calle.

El aire frío lo golpeó como una bofetada despiadada. Cedric se subió el cuello del abrigo, encogiéndose instintivamente, mientras avanzaba tambaleante por los adoquines húmedos. La bruma de la taberna se mezclaba con la del vino en su cabeza, y cada farol disperso dibujaba un halo amarillento que parecía flotar en la neblina. Las sombras alargadas de los tejados se estiraban sobre la calle como dedos oscuros que intentaban retenerlo.

Dio unos pasos hacia la dirección de la mansión, pero se detuvo.

Ese camino significaba velas encendidas, copas de vino preparadas, el aroma de la cena que él mismo había ordenado. Significaba a Ariadne esperándolo con una sonrisa dulce y confiada… y con una mentira creciendo en su pecho como una espina.

El otro camino, el que se perdía entre la niebla hacia las afueras, lo llevaba directo a la casa que Aurora le había indicado. Allí lo esperaba lo imposible: la voz que aún resonaba en su oído, el perfume irreal que parecía adherido a su piel como un recuerdo que dolía.

Las palabras de Percival regresaron flotando en la resaca cálida de su mente:

“Nada pesa más que vivir con cadenas invisibles.”

“Los recuerdos duelen menos que los arrepentimientos.”

Cedric cerró los ojos un instante. El viento húmedo le despeinó el cabello y le heló las mejillas, mientras dentro de él todo ardía: la culpa por Ariadne, el deseo que lo empujaba hacia el abismo, el miedo a lo que encontraría si seguía adelante. Ariadne era el remanso seguro, la calma, la vida que debía vivir. Aurora… Aurora era la grieta en el mundo, el peligro, la promesa de un vértigo del que quizás no regresaría.

—Sigue tu corazón… —murmuró para sí mismo, escuchando la carcajada de Percival como un eco lejano.

Giró lentamente sobre sus talones. Sus botas chapotearon en un charco, rompiendo el silencio de la calle, y en ese instante tomó su decisión.

No volvió hacia la mansión.

El sendero que llevaba a las afueras del pueblo lo recibió con un silencio espeso, apenas interrumpido por el croar lejano de un sapo o el crujido de una rama bajo sus pasos. La luna se asomaba entre jirones de nubes, dibujando destellos pálidos sobre los matorrales y el camino de tierra. Con cada paso, Cedric sentía que dejaba atrás no solo la seguridad de su hogar, sino la versión de sí mismo que había sido hasta ahora.

Avanzaba con un andar incierto, un poco torpe por el vino, pero impulsado por algo más fuerte que la ebriedad: la certeza de que si no la seguía, si no abría esa puerta que Aurora le había señalado, su corazón se marchitaría como una flor olvidada en una tumba

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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