Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Capítulo 01: "Ariadne: La Dama Inventada"

El amanecer se abría paso entre la bruma como un animal perezoso. La neblina cubría las colinas de un gris perlado, y el sol, tímido aún, filtraba su luz a través de las ramas húmedas, tiñendo los campos de un verde nuevo. En la distancia, la mansión Sinclair emergía como un recuerdo antiguo entre los robles: piedra gris, ventanales altos y una soledad que parecía esperarlo desde siglos atrás.

Es 1780, Cedric Sinclair descendió del carruaje con un suspiro que no era solo de cansancio, sino de alivio.

El viaje desde Londres había sido largo, pero más pesado le resultaba el peso invisible de la ciudad: los salones sofocantes, las sonrisas fingidas, las mujeres que hablaban de virtudes que no poseían y los hombres que jugaban con honor como si fuera moneda.

En cambio aquí —en medio del silencio y el aire húmedo del campo— sintió, por primera vez en años, que podía respirar.

Tenía el cabello castaño oscuro, algo revuelto, con ese desorden que solo tienen los hombres que se cansan de parecer impecables. Sus ojos, de un azul helado, cargaban un brillo que oscilaba entre la ironía y la tristeza. Vestía una camisa blanca abierta en el cuello, el chaleco oscuro sin abrochar y los guantes en la mano, no puestos: gesto de quien renuncia por un momento al deber.

El mayordomo lo esperaba en lo alto de los escalones.

Wilfred Cavendish era un hombre delgado, de bigote gris recortado y una rigidez que parecía heredada de una vida entera al servicio de los Sinclair.

—Bienvenido, mi señor —dijo, inclinando la cabeza apenas lo necesario—. La casa está lista. Las habitaciones han sido aireadas y el personal espera sus órdenes en el salón principal.

Cedric asintió, observando el frontón de la mansión.

Una gárgola rota lo miraba desde una cornisa. En las ventanas altas, el reflejo del cielo parecía un espejo empañado.

—Perfecto, Wilfred —respondió con voz calma, aunque algo distraída—. Enséñame el interior… y reúne a las criadas. Quiero conocerlas antes de instalarme.

El eco de sus pasos llenó los pasillos. El suelo crujía bajo las botas, y las paredes, cubiertas de tapices desvaídos, olían a polvo antiguo y a madera envejecida por los inviernos. A Cedric no le molestaba. El deterioro tenía algo honesto, algo que en Londres no existía.

Cuando llegaron al salón principal, las jóvenes ya estaban allí. Formaban una hilera algo nerviosa frente al gran ventanal, con las manos cruzadas y la mirada baja. Sus vestidos grises eran modestos, pero los rostros —rubores, ojos ansiosos, trenzas sueltas— daban al conjunto una belleza inesperada.

Cedric se detuvo un instante en el umbral, observándolas. Luego sonrió. No la sonrisa de cortesía que ofrecía en la capital, sino una más humana, ladeada, cansada, casi divertida.

—Señoritas —dijo finalmente, caminando despacio entre ellas—. Bienvenidas a su nuevo hogar. Espero que encuentren esta casa… menos fría de lo que parece.

Las palabras flotaron en el aire, suaves, pero con un matiz de mando. Wilfred se mantuvo unos pasos atrás, impasible.

Cedric se detuvo frente a una de ellas: una muchacha de cabellos rubios trenzados y mejillas sonrosadas. Tenía los ojos verdes, grandes, de una inocencia que parecía casi dolorosa.

Le tomó la mano con suavidad.

—¿Tu nombre? —preguntó.

—Eleanor, mi señor —murmuró ella, con la voz temblorosa.

Cedric inclinó la cabeza y rozó su mano con los labios, apenas un gesto, pero cargado de una intención ambigua.

—Eleanor —repitió, probando el sonido como si saboreara una nota musical—. Un nombre hermoso. Me temo que esta mansión va a necesitar algo más que muebles nuevos para sentirse viva. Quizá tu compañía esta noche ayude un poco.

La muchacha se sonrojó aún más. El resto bajó la vista, algunas con un dejo de envidia, otras con una resignación que delataba experiencia.

Cedric se apartó, mirando el ventanal. El campo se extendía más allá de los cristales, y el viento movía las copas de los árboles como un oleaje verde.

—Que te indiquen el camino a mis aposentos después de la cena —añadió sin mirarla—. No temas, sólo deseo conversar.

Wilfred alzó una ceja, pero no dijo nada.

Cedric lo percibió y esbozó una sonrisa irónica.

—Tranquilo, viejo amigo —susurró mientras se ajustaba el puño de la camisa—. No pienso arruinar la primera noche con pecados previsibles.

Wilfred, con la compostura de quien ha escuchado demasiado en su vida, inclinó la cabeza.

—Desde luego, mi señor.

Cedric miró de nuevo hacia el exterior. La bruma empezaba a disiparse sobre los campos, y por un instante sintió que esa soledad que había buscado tanto lo observaba desde la niebla… esperándolo.

Wilfred carraspeó con discreción, el sonido seco rompiendo el silencio del salón.

—Mi señor —dijo con tono medido, las manos cruzadas detrás de la espalda—. Si me permite… hay un asunto pendiente. Ha llegado una carta de su abuelo esta mañana, junto con los suministros.

Cedric levantó la mirada, el gesto cansado endureciéndose de inmediato.

El aire pareció volverse más denso, como si el nombre de su abuelo bastara para borrar el poco sosiego que el campo le ofrecía.

—Déjala en mi estudio —respondió con frialdad—. No estoy de humor para sus sermones hoy.

Wilfred asintió sin discutir.

—¿Desea algo más, mi señor?

Cedric respiró hondo, como queriendo sacudirse el peso invisible de la conversación.

—Sí. Muéstrame el jardín. Necesito aire.

El mayordomo inclinó la cabeza, y juntos salieron al exterior.

El sol ya se elevaba sobre las colinas, derramando su luz sobre la hierba recién cortada.

Cedric caminó en silencio entre los senderos de grava, las manos enlazadas tras la espalda.

El jardín era vasto, con rosales enredados en los muros y un estanque cubierto de hojas. El aire olía a tierra y a agua estancada.

Por un instante, se permitió la ilusión de estar lejos de todo: del apellido, de las obligaciones, del Londres que lo asfixiaba.

Pero esa paz era frágil. Todo lo era.

El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Cedric cabalgó por los alrededores, bordeando el bosque que separaba su propiedad del pueblo. Los aldeanos lo observaban con cautela, algunos con respeto, otros con una curiosidad que rozaba la sospecha. Él fingía no verlos.

A la hora del almuerzo, comió solo: sopa tibia, pan recién horneado, una taza de té humeante y un libro abierto que apenas leyó. La casa seguía siendo un cuerpo dormido, respirando despacio, como si esperara a su dueño desde hacía demasiado tiempo.

Al caer la tarde, el silencio se volvió más denso.

En su estudio, Cedric se hundió en el sillón de cuero frente a la ventana.

El sol declinaba y bañaba las paredes de un resplandor dorado que pronto sería sombra.

Sobre el escritorio, la carta de Lysander lo esperaba.

No la había tocado en todo el día, pero su sola presencia parecía invadir el cuarto.

Finalmente, la tomó.

Rasgó el sello con el pulgar y desplegó el papel, ya anticipando el tono del contenido antes de leer la primera línea. No se equivocó.

“Cedric, mi nieto, ha llegado la hora de comportarte como un Sinclair.

La herencia no se sostiene sobre caprichos, sino sobre continuidad.

Un año. Tienes un año para contraer matrimonio y asegurar el futuro de nuestra familia.

De lo contrario, la mansión, las rentas y el nombre pasarán a tu hermano Ulrich y su descendencia.

Espero no tener que avergonzarme de ti, como ya lo he hecho antes.”

Cedric dejó caer la carta sobre el escritorio.

La tinta, aún ligeramente húmeda, manchó el borde de su dedo.

El silencio del estudio se quebró solo por el leve tic-tac del reloj de pared.

Una mueca amarga le cruzó el rostro. No era sorpresa lo que sentía, sino una mezcla de ira y desdén; esa vieja rabia contra un linaje que convertía la sangre en un contrato.

“Un año para casarte.”

La frase resonaba como una condena.

Se inclinó hacia atrás en el sillón, mirando el techo ennegrecido por el humo de las lámparas.

Por un momento, pensó en quemar la carta. Pero no serviría de nada: su abuelo siempre encontraba una forma de imponerse, incluso desde lejos.

Al fin, golpeó el brazo del sillón con el puño, con un sonido seco.

—Wilfred —llamó. Su voz resonó con una calma tensa, demasiado controlada.

El mayordomo apareció casi al instante.

—Mi señor.

Cedric lo miró fijamente, los ojos fríos, la mandíbula apretada.

—Envía invitaciones —dijo despacio—. A todas las familias nobles de la región. Las más jóvenes, las más dispuestas… no me importa.

Wilfred lo observó en silencio, los labios apretados, midiendo las palabras antes de hablar.

—¿Debo entender que…?

Cedric lo interrumpió con un leve gesto de la mano, casi impaciente.

—Sí. Parece que necesito una esposa. Y rápido.

El mayordomo asintió con gravedad.

—Muy bien, mi señor. Lo arreglaré de inmediato.

Cedric se quedó quieto un instante, mirando la llama vacilante del candelabro sobre su escritorio. Luego, sin apartar la vista, añadió con voz más baja, casi distraída:

—Y, Wilfred…

El mayordomo se detuvo en seco, esperando.

Cedric giró apenas la cabeza, la sombra de una sonrisa cruzándole el rostro.

—Haz llamar a Eleanor. —Su tono era calmo, pero tenía un filo que no admitía réplica—. Dile que venga a mis aposentos esta noche.

Wilfred no respondió enseguida. Solo un parpadeo delató su incomodidad.

Finalmente, inclinó la cabeza.

—Como desee, mi señor.

Cedric volvió a reclinarse en el sillón, el rostro medio oculto por la penumbra. El papel arrugado de la carta aún descansaba sobre el escritorio, y sus dedos tamborileaban sobre él con un ritmo lento, pensativo.

—Sí… —murmuró, apenas audible, mirando hacia la ventana donde la noche comenzaba a posarse sobre los campos—. Si quieren que me comporte como un Sinclair… tendrán su Sinclair.

Wilfred se retiró en silencio, cerrando la puerta con el sigilo de quien ha aprendido que algunas órdenes no necesitan comentario.

A unos kilómetros de allí, donde los caminos se volvían barro tras cada lluvia, una granja dormía entre colinas bajas y pastos húmedos.

El canto de los gallos rompió la quietud del amanecer, y Ariadne abrió los ojos con el cuerpo aún pesado de sueño.

La casa era modesta —muros de piedra, vigas oscuras, techo bajo y aroma a madera vieja—, pero cada rincón hablaba de vida.

El aire olía a leche tibia, a tierra mojada y a humo de leña.

Se levantó despacio, atándose el cabello con una cinta gastada. Su melena negra, larga y lisa, le cayó sobre la espalda como una sombra líquida. La luz del amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana y le bañaba el rostro: piel clara, salpicada de pecas finas, y unos ojos azules que parecían mirar más lejos de lo que el pueblo ofrecía. Vestía su sencillo vestido azul marino de todos los días, con las mangas arremangadas hasta los codos y un delantal de lino que ya había visto demasiados inviernos.

En la cocina, el fuego chisporroteaba bajo la olla. Su madre, una mujer robusta, de rostro amable y manos curtidas, removía el porridge con la cuchara de madera.

—Buenos días, hija —dijo sin levantar la vista, con esa voz cálida que llenaba la casa—. Apúrate, que tu padre ya está en el establo. El ternero nuevo anda inquieto y necesita una mano firme.

Ariadne se sentó en la mesa, tomando el tazón que su madre le ofrecía. El calor del porridge le subió a las mejillas y le devolvió algo de energía.

—Voy enseguida —respondió, sonriendo apenas—. Ordeñaré a Bessie primero.

¿Padre ya salió hace mucho?

—Desde antes del alba —dijo la madre, suspirando y dejando la cuchara a un lado—. Ese hombre no conoce el descanso. Pero con los precios del ganado cayendo, no podemos permitirnos perder un solo penique.

Guardó silencio un momento, observando a su hija.

—¿Sigues pensando en buscar trabajo en el pueblo? —preguntó al fin—. No me gusta la idea de verte marchar.

Ariadne bajó la mirada al tazón, girando la cuchara entre los dedos.

—Sí, madre. La granja es dura, y con lo que gane podríamos comprar más semillas… o pagar al herrero para arreglar el molino.

La mujer asintió despacio, resignada.

—No será fácil, hija. Allá fuera todos buscan lo mismo, y pocos tienen para pagar un jornal. Pero si tu corazón lo dice… —Se encogió de hombros—. Tal vez el pueblo te tenga algo guardado.

Ariadne sonrió, aunque en el fondo sintió una punzada de incertidumbre.

Sabía que su madre tenía razón, pero también que no podía quedarse allí para siempre, repitiendo los mismos días, los mismos amaneceres, hasta volverse parte del paisaje.

Y así pasaron los meses.

El invierno llegó y se fue, y la rutina continuó: ordeñar al amanecer, limpiar los corrales, plantar semillas, regar, cosechar, vender. El tiempo se deslizaba entre sus manos como agua, sin dejar huella. A veces, cuando terminaba la jornada y se sentaba junto al corral a mirar el cielo, se preguntaba si la vida tenía algo más que ofrecerle.

Una mañana, después de entregar la leche en el mercado, caminaba de regreso por la calle principal del pueblo. El aire olía a cerveza y pan caliente, y las risas que salían de la taberna se mezclaban con el chirrido de las ruedas de un carro. Llevaba dos cubetas vacías, una en cada mano, cuando algo llamó su atención.

En la pared de la taberna, medio suelto por el viento, había un cartel. El papel amarillento se movía levemente, y las letras, escritas con tinta gruesa, decían:

“SE BUSCA MUCAMA PARA LA MANSIÓN SINCLAIR

Propiedad situada al este, a las afueras del pueblo.

Alojamiento incluido. Buen salario.”

Ariadne se detuvo.

Leyó una, dos veces, como si temiera haber entendido mal.

El nombre, Sinclair, le sonaba vagamente familiar.

Había escuchado a su padre mencionarlo alguna vez, entre historias de tierras vastas y amos que vivían rodeados de lujos imposibles.

El viento agitó el cartel otra vez, y ella alzó la mano para alisarlo contra la pared. Su corazón latía rápido.

—La mansión del este… —murmuró para sí.

Durante un instante dudó. Pero luego pensó en su madre, en el cansancio de su padre, en los inviernos fríos donde el dinero apenas alcanzaba para el pan.

Y en ese instante, algo dentro de ella se decidió.

Tal vez el destino no golpeaba dos veces la misma puerta. Ariadne recogió las cubetas, echó una última mirada al cartel y siguió su camino con paso firme. El sol empezaba a subir sobre los tejados del pueblo, y en su pecho, sin saber por qué, sintió una mezcla de esperanza y miedo.

Ariadne llegó corriendo a casa, con las mejillas encendidas y el cabello suelto agitándose detrás de ella.

Empujó la puerta de madera, que se abrió con su habitual chirrido, y el olor familiar de pan y heno la envolvió de inmediato.

—¡Madre! —gritó desde el umbral, sin apenas aliento—. ¡Madre, acabo de encontrar trabajo!

La mujer apareció desde la cocina, secándose las manos con el delantal, el rostro iluminado por el fuego del horno.

—¿Trabajo? —preguntó, sorprendida, sin terminar de entender el entusiasmo de su hija.

Ariadne dejó las cubetas en el suelo y avanzó un paso, con los ojos brillando.

—Sí, madre —dijo casi sin poder contener la emoción—. En las afueras del pueblo, en la mansión Sinclair. Están buscando una mucama. Lo vi pegado en la pared de la taberna, un cartel nuevo.

Su madre la miró en silencio unos segundos. Luego se acercó, y con una mezcla de ternura y cansancio, le acarició la mejilla.

—¿La mansión Sinclair, dices? —repitió, con una sombra de duda en la voz—. Hija… ¿estás segura de ir a trabajar ahí?

Ariadne asintió sin dudar.

—Sí, madre. Ya te lo he dicho: la granja es demasiado dura, y con lo que gane podríamos pagar las deudas del molino y comprar más semillas para el otoño. Pagan bien, y no está tan lejos. Podría volver los fines de semana.

Su madre suspiró, mirando por la ventana, hacia el campo que se extendía hasta perderse en el horizonte.

—No es eso lo que me preocupa —dijo al fin—. Solo quiero que tengas cuidado. Los ricos… —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Los ricos no viven en el mismo mundo que nosotros. A veces sonríen, pero no siempre es por bondad.

Ariadne bajó la mirada, pero sonrió con dulzura.

—Lo sé, madre. Prometo cuidarme.

—Eres una buena muchacha —murmuró la mujer, apretándole las manos con fuerza—. Siempre pensando en los demás antes que en ti.

Le dio un leve golpecito en la frente, con gesto de madre que intenta disimular la preocupación con ternura.

—Anda, come algo antes de ir al establo. Y dile a tu padre que el almuerzo está listo.

Ariadne obedeció, aunque su mente ya estaba lejos, imaginando la mansión que apenas conocía por historias.

El resto del día fue un ir y venir de recados.

Llevó la leche al mercado, discutió precios con un carnicero testarudo, compró harina y regresó con el sol alto sobre la cabeza.

Pero el pensamiento del cartel la seguía como una melodía persistente.

Cuando por fin se decidió a ir, el corazón le latía con fuerza.

El camino hacia el este se extendía entre colinas suaves.

A medida que avanzaba, los campos se volvían más silenciosos, y los árboles más altos.

El aire mismo parecía distinto: más frío, más quieto.

Y entonces la vio.

La mansión Sinclair se alzaba al final del camino como un sueño de piedra y sombras.

Sus muros grises brillaban con el sol, y las ventanas, enormes, reflejaban el cielo con un resplandor casi irreal. Había en ella una belleza imponente, pero también algo que no terminaba de encajar: una soledad antigua, un silencio demasiado perfecto.

Ariadne se detuvo unos metros antes de la verja.

El corazón le golpeaba el pecho, una mezcla de temor y asombro.

No sabía qué la esperaba allí dentro, pero algo en el aire —quizás el viento que venía desde los jardines, o el leve eco del metal en las rejas— le hizo pensar que el destino acababa de abrirle la puerta.

Cuando tocó el llamador, una campana resonó dentro con un sonido largo, profundo, como si la casa misma despertara de un sueño.

Y así, sin saberlo, Ariadne dio su primer paso dentro del mundo de los Sinclair.

Un hombre la esperaba en el umbral cuando la puerta se abrió.

No era viejo, pero su rostro tenía esa severidad que envejece antes de tiempo. Vestía un uniforme oscuro, de botones dorados, y su cabello, peinado con esmero, brillaba bajo la tenue luz del vestíbulo.

—¿La señorita Ariadne, supongo? —dijo con voz grave, sin rastro de sonrisa.

Ella asintió, todavía un poco abrumada por la magnitud del lugar. El interior era majestuoso: los suelos de mármol, las cortinas de terciopelo, los candelabros encendidos a plena tarde. Todo parecía más grande de lo que el ojo podía abarcar.

—Soy el mayordomo Laughton —prosiguió el hombre—. Estoy a cargo del personal. La posición para mucama sigue disponible. Sígame, por favor.

Caminaron por un largo corredor que olía a madera encerada y a cera de vela. Los retratos antiguos en las paredes parecían seguirlos con la mirada. Al llegar a una pequeña sala, el mayordomo le indicó que se sentara frente a un escritorio pulcro, donde un cuaderno de registro reposaba abierto.

—Sus obligaciones serán simples —dijo, hojeando unas páginas—: limpieza de los pasillos principales, pulir la plata, y ayudar en los dormitorios del ala oeste cuando se le requiera. Aquí las reglas son claras: puntualidad, silencio y discreción. ¿Entendido?

Ariadne asintió con firmeza.

—Sí, señor. Estoy acostumbrada al trabajo duro. En la granja de mis padres hacía tareas mucho más pesadas que limpiar una casa.

Por primera vez, el mayordomo levantó la vista y la observó detenidamente.

Su mirada recorrió a Ariadne de pies a cabeza con una lentitud que la hizo sentirse expuesta, aunque no entendiera por qué.

En sus labios se dibujó algo parecido a una sonrisa, apenas un gesto, y murmuró casi para sí:

—Seguro le gustará…

Ariadne frunció el ceño, no logro escuchar bien.

—¿Perdón? ¿Qué dijo?

El hombre parpadeó, volviendo a su tono neutral.

—Nada, señorita. Que está contratada. Comenzará esta misma semana.

Ella se levantó de inmediato, reprimiendo el impulso de sonreír demasiado.

—Gracias, señor. No la defraudaré.

Laughton cerró el cuaderno y asintió.

—Eso espero. La mansión Sinclair no tolera los errores.

La acompañó de regreso hasta la puerta.

Ariadne cruzó el umbral con el corazón latiéndole más rápido que al llegar.

Mientras el portón se cerraba tras ella, una ráfaga de viento agitó las ramas de los robles del jardín.

Y aunque el sol todavía brillaba, el aire parecía más frío, como si algo —una sombra, un presagio— la hubiera seguido hasta el camino.

Los ocho meses después de la carta fueron para Cedric un torbellino de decepción y hastío.

Lo que al principio había tomado como un desafío —encontrar esposa para aplacar las exigencias de su abuelo— pronto se volvió una cadena invisible que lo apretaba un poco más cada día.

Visitó mansiones y salones perfumados, donde las jóvenes aristócratas lo miraban con sonrisas de porcelana y ojos calculadores. Algunas fingían interés, otras se apartaban antes de que él siquiera hablara. Todas sabían quién era: el hijo rebelde de los Sinclair, el que había renunciado a Londres, a los negocios, a la política, al deber. El que prefería los caballos, la música, el silencio.

Una oveja negra envuelta en seda.

Al principio, Cedric jugó el juego con su encanto habitual. En cenas y bailes provincianos, sabía decir lo correcto, sonreír en el momento justo, soltar una frase ingeniosa que provocara risas. Pero las miradas que recibía no eran de curiosidad, sino de juicio. Las madres lo evaluaban como si ya conocieran el veredicto: inadecuado.

Poco a poco, dejó de intentarlo.

Las cartas comenzaron a apilarse sobre su escritorio: invitaciones, rechazos, rumores disfrazados de cortesía. Cada una de ellas era una recordatoria de su posición entre los vivos y los muertos, entre la libertad y la obligación.

Su hermano Ulrich le escribió una tarde de abril, con su letra ordenada y distante:

“El pequeño Lyonel cumple tres años. Padre estará aquí, y también el abuelo. Te esperamos, hermano.”

Cedric leyó la carta varias veces, sin llegar al final.

Sabía lo que le esperaba: las miradas de decepción, las preguntas veladas, el mismo discurso sobre la responsabilidad del apellido.

Quemó la carta sin responder.

Las llamas la devoraron rápido, y durante un instante creyó sentir alivio. Pero el alivio, como todo en su vida, fue breve.

La mansión, antes un refugio, empezó a volverse una prisión.

Las habitaciones vacías amplificaban el eco de sus pasos; los relojes marcaban las horas con una puntualidad cruel. A veces se sorprendía hablando solo, o tocando el piano para nadie, solo para llenar el silencio. Wilfred lo observaba en silencio, sin atreverse a intervenir.

Cedric bebía más de lo habitual, dormía menos y se irritaba por nimiedades.

Por las noches, caminaba descalzo por los pasillos del ala oeste, escuchando el viento colarse entre las grietas de las ventanas.

A veces creía oír una voz —quizá la de su madre, quizá la de su propia conciencia— recordándole que ningún Sinclair podía escapar de su destino.

La noche había caído densa, con un silencio que parecía tener peso.

Cedric, agotado por dentro más que por fuera, se dejó caer sobre la cama con un suspiro largo, casi de rendición. Las cortinas se mecían con la brisa, proyectando sombras que cruzaban las paredes como fantasmas lentos.

En las esquinas, los candelabros mantenían una luz temblorosa, insuficiente para alejar del todo la oscuridad.

Una figura se movía con cuidado en el rincón de la habitación. Una joven, de movimientos suaves, apilaba libros en la estantería, procurando no hacer ruido.

Su cabello, oscuro como tinta derramada, le caía sobre los hombros; su piel tenía la claridad del invierno, y los ojos —azules, limpios, casi transparentes— reflejaban una inocencia que no encajaba con la pesadumbre de aquella casa.

Cedric giró la cabeza, notando su presencia recién entonces.

—¿Se encuentra bien, mi señor? —preguntó ella, apenas en un hilo de voz.

Él tardó en responder. Tenía la mirada perdida en el techo, la voz apagada, rota por el cansancio.

—No pude encontrar a nadie… —murmuró, sin emoción—. Ni una sola dispuesta. He visitado casas, bailes, cenas… todas dicen lo mismo, aunque sonrían.

Se llevó una mano al rostro, frotándose las sienes.

—Me he quedado sin opciones.

Cuando volvió a mirarla, la observó con más atención. Su rostro le resultó familiar, pero no lograba ubicarlo.

—No recuerdo haberte visto antes —dijo con curiosidad sincera—. ¿Cómo te llamas?

—Ariadne, mi señor —respondió la joven, nerviosa, haciendo una pequeña reverencia—. Llegué hace apenas una semana.

Cedric la miró unos segundos más, y en su semblante cansado se encendió algo: una idea, una chispa inesperada.

Se incorporó despacio, apoyando un codo sobre la rodilla, la sombra de una sonrisa ladeada cruzándole el rostro.

—Eres muy bonita, Ariadne —dijo con tono suave, casi distraído—. Dime… ¿estás comprometida?

Ariadne retrocedió un paso, confundida por la pregunta.

—¿Mi señor? —balbuceó—. No entiendo…

Cedric se levantó, sin brusquedad. Su figura alta proyectó una sombra larga sobre el suelo.

—Nada, olvídalo —dijo, aunque su mirada seguía fija en ella.

Se acercó un poco, lo suficiente para que Ariadne sintiera su respiración mezclarse con la suya.

Le rozó la mejilla con los dedos, apenas un toque, más de curiosidad que de deseo.

—¿Sabes por qué las mucamas en esta casa son tan hermosas? —susurró, con voz baja y cansada.

Ariadne negó, sin atreverse a hablar.

—Porque las eligieron para mí. A todas. —Hizo una pausa. La sonrisa que se formó en sus labios no tenía humor—. Y porque, de una manera u otra, todas acabaron en mi cama.

El silencio se hizo pesado. Ariadne bajó la mirada, el rubor encendiendo sus mejillas y los latidos de su corazón que no los podía controlar.

Pero antes de que pudiera responder, Cedric dio un paso atrás. Su expresión cambió por completo. La arrogancia se disolvió, reemplazada por una tristeza insondable.

—Pero esta vez no… —murmuró, más para sí que para ella.

Se pasó una mano por el cabello, respirando hondo, y de pronto, sin aviso, se arrodilló frente a ella.

Ariadne lo miró, paralizada.

El hombre que todos describían como arrogante, altivo, inalcanzable, estaba de rodillas, con el rostro entre la desesperación y la súplica.

—Ariadne… —dijo en voz baja—. ¿Aceptarías casarte conmigo?

Ella retrocedió un paso, incrédula.

—¿Qué… qué está diciendo, mi señor? —preguntó, temblando—. No puede… no puede hablar así.

Cedric levantó la vista, y sus ojos, cansados y enrojecidos, tenían algo profundamente humano.

—No es una broma —dijo con urgencia—. Escúchame. Necesito tu ayuda. Eres mi última salida.

Ella seguía mirándolo, sin entender del todo.

—Cásate conmigo —continuó él—. No será un matrimonio verdadero, si así lo deseas. No tendrás que dormir conmigo, ni obedecer nada fuera de lo justo. Tendrás dinero, una vida distinta. Solo necesito… tu nombre.

Su voz se quebró un poco.

—Necesito un rostro junto al mío para convencerlos.

Y entonces Ariadne comprendió.

La carta. La herencia. El apellido. Todo encajaba.

Un matrimonio ficticio, una farsa elegante para engañar a su abuelo y a la sociedad que lo despreciaba.

—Mi señor… eso es imposible —susurró ella, con una mezcla de miedo y compasión—. Soy una sirvienta, hija de ganaderos. Su familia jamás…

Cedric negó, acercándose otro paso, sin soltar sus manos.

—Lo harán —dijo con firmeza—. Les contaré que renunciaste a una fortuna en Alemania por amor. Que nos conocimos en secreto. Que elegiste la pobreza por estar conmigo. Créeme, mi abuelo adora las tragedias románticas. Y tú… —hizo una breve pausa, mirándola a los ojos— tú podrías convencer al mismísimo Dios con esa mirada.

Ariadne no respondió de inmediato. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza.

—¿Y si descubren la verdad? —preguntó al fin, con un hilo de voz.

—No lo harán —contestó Cedric con una sonrisa débil—. No pienso perder lo único que me pertenece. Ni a mi abuelo, ni a Londres, ni a nadie más.

El silencio que siguió fue largo, casi sagrado.

Ariadne lo observó, y por primera vez no vio al aristócrata, sino al hombre debajo: agotado, roto, buscando a alguien que lo salvara de sí mismo.

Entonces, con un temblor apenas perceptible en la voz, dijo:

— Acepto.

La boda se celebró una mañana gris, envuelta en esa calma húmeda que suele preceder a la lluvia. La capilla del pueblo —pequeña, de piedra clara y vitrales antiguos— olía a cera derretida y a madera vieja. Afuera, las campanas repicaban con desgano, como si también entendieran que aquello no era exactamente una celebración, sino una transacción disfrazada de promesa.

Cedric vestía de negro, sobrio y pulcro, el cabello castaño peinado hacia atrás, aunque un mechón rebelde insistía en caerle sobre la frente. En su rostro había una serenidad tensa, una mezcla de alivio y melancolía. Sus ojos, de un azul claro y agudo, parecían buscar en todo momento el rostro de Ariadne, como si quisiera recordarle que aquello era necesario, no romántico.

Ariadne, por su parte, parecía una aparición. Llevaba un vestido sencillo, sin adornos, confeccionado con las telas más modestas del armario de la mansión, pero en ella lucía como si fuera seda. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño bajo, y algunas hebras sueltas le caían sobre las mejillas. Las pecas de su rostro, casi imperceptibles, brillaban a la luz tenue del templo.

Wilfred estaba de pie a un costado, imperturbable, con las manos cruzadas tras la espalda, a lado de él estaba el abuelo y el padre de Cedric. Era los únicos testigos, junto a los padres de Ariadne, que miraban la escena con una mezcla de orgullo, desconcierto y cierta incredulidad contenida.

El sacerdote recitaba los votos con una voz grave que resonaba en las piedras del lugar. Cada palabra parecía flotar entre ellos, suspendida en el aire frío.

Cuando llegó el momento, Cedric tomó la mano de Ariadne.

Su piel temblaba.

—¿Juras, Ariadne, serle fiel en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad…? —preguntó el sacerdote.

Ariadne asintió despacio, la voz apenas un murmullo:

—Sí… lo juro.

Cedric respondió con un tono más firme, pero sin alzar demasiado la voz.

—Lo juro también.

El silencio que siguió fue profundo, casi solemne.

El sacerdote sonrió apenas y asintió.

—Entonces, pueden sellar su unión.

Ariadne lo miró, petrificada por un instante.

Cedric dio un paso hacia ella, con esa calma suya que a veces parecía estudiada.

Sus dedos rozaron su mejilla, y luego, sin dudar, la besó.

Fue un beso breve, casto, pero bastó para que el mundo se redujera a un solo punto.

Ariadne sintió el corazón disparársele en el pecho. Su respiración se quebró, y un rubor intenso le subió desde el cuello hasta las orejas.

Era la primera vez que alguien la besaba.

Y lo había hecho delante de sus padres, del sacerdote, de un mayordomo, de el abuelo … y de un hombre que, en teoría, era su esposo.

Cuando se separaron, Cedric la miró con una sonrisa que parecía contener una disculpa y un intento de ternura.

Ella no podía sostenerle la mirada; bajó los ojos, apretando los dedos contra la falda.

—Tranquila —murmuró él, inclinándose apenas hacia ella—. Nadie va a juzgarte.

Ariadne asintió, sin responder.

Wilfred, detrás, observaba la escena con el rostro de piedra, pero sus ojos delataban una ligera chispa de emoción: ni siquiera él había previsto la humanidad del momento.

Cedric, aun sosteniéndole la mano, le dio un leve apretón, como queriendo decir ya pasó.

Ella lo miró por fin, con un brillo entre tímido y agradecido.

El sacerdote cerró el libro con un golpe suave.

—Ya son marido y mujer —anunció.

Y así, en medio del silencio húmedo y el olor a incienso, quedó sellada una unión que no nacía del amor, sino del destino.

Una farsa ante los ojos del mundo.

Pero mientras salían de la capilla, y Ariadne trataba de ocultar la sonrisa nerviosa que se le escapaba, Cedric comprendió que algo en aquel beso —tan simple, tan torpe— había encendido en él una chispa que no supo nombrar.

Pasaron 3 años.

Y Ariadne, por dentro, seguía siendo la joven sencilla que se inclinaba ante la tierra para plantar flores. No importaba cuán fino fuera el vestido ni cuán elegante el nuevo trato; ella continuaba ayudando con los quehaceres, doblando ropa, fregando platos, organizando estanterías junto a las criadas.

Eso, para algunas, era incomodidad.

Para otras, una traición.

Las miradas de recelo y envidia se cruzaban con silencios densos y frases a medias. Era difícil para ellas aceptar que quien compartía su labor ahora dormía en la habitación principal. Que una de las suyas se había vuelto intocable.

Ariadne, sin embargo, nunca cambió.

Sonreía con la misma dulzura de siempre, y sin importarle los susurros, continuaba sembrando flores en los rincones olvidados del jardín.

Prefería el aroma del jazmín al eco vacío de los pasillos de mármol.

El verano había llegado con todo su esplendor.

El sol bañaba las interminables hectáreas de la mansión Sinclair, tiñendo los campos de oro y verde, como si el paisaje hubiese sido pintado a mano. La brisa era suave, apenas lo suficiente para hacer danzar las copas de los árboles.

Cedric descansaba en una silla de campo, bajo la sombra generosa de un roble, con una bebida fría en la mano y la mirada perdida entre nubes. A unos metros, Ariadne se agachaba entre los arbustos, metiendo las manos en la tierra con la paciencia de quien cultiva más que flores: paz.

—¡Te está quedando precioso, Ari! —dijo Cedric, alzando la voz mientras se cubría los ojos del sol con la palma.

—¡Gracias! —respondió ella, sin dejar de trabajar—. ¡Si quieres puedes venir a ayudarme!

—Mmm… creo que estoy mejor aquí, observando y supervisando —bromeó él, con una sonrisa perezosa.

Ariadne soltó una risa suave y rodó los ojos con fingida resignación.

En ese momento, Wilfred apareció desde la galería de la casa, tan pulcro y solemne como siempre. Caminaba con la elegancia automática de quien había nacido para servir entre salones silenciosos y secretos familiares.

—Mi señor —dijo, deteniéndose a una distancia respetuosa—. Ha llegado una carta de su hermano. Su hijo cumple seis años esta semana. Pregunta si usted asistirá a la celebración.

Cedric se frotó la frente, dejando escapar un suspiro cargado de molestia.

—Ah, maldición… me encantaría ir, pero ya sabes cómo son mis tías. Cada vez que ven a Ariadne lanzan esas miradas y comentarios envenenados. No voy a exponerla otra vez a eso. Le enviaré un buen regalo y una carta.

—Una lástima, señor —respondió Wilfred—. El niño se encariñó mucho con usted. Lo extrañará.

Cedric bajó la mirada con un gesto más suave.

—Sí… lo sé. Pero es un chico listo, sabrá entenderlo. Además, vendrá a pasar las vacaciones aquí, como siempre. Le encanta este lugar.

—Sin duda —asintió Wilfred, con una leve sonrisa.

Por un momento, se hizo el silencio. Cedric apoyó su vaso en la pequeña mesa a su lado y alzó la vista al cielo diáfano. Sus pensamientos flotaban igual que las nubes.

—Wilfred… —murmuró de pronto, con voz baja— estoy aburrido.

—¿Mi señor?

—Sí. Al principio esta tranquilidad me reconfortaba. Ahora me ahoga. Ya recorrí cada rincón de esta mansión, cada sendero del pueblo. Todo me resulta… predecible.

Wilfred guardó unos segundos de respetuoso silencio antes de sugerir:

—Podría visitar el cementerio familiar, si me permite la sugerencia. Nunca lo he visto pasear por allí.

Cedric frunció el ceño con curiosidad.

—¿Tenemos un cementerio?

—No de esta familia, señor. Es anterior. Pertenecía a los antiguos dueños de la propiedad. Está al norte, más allá del último muro del jardín. Oculto entre los árboles. Casi nadie va desde hace años.

Una chispa de interés brilló en los ojos de Cedric. Se incorporó con un impulso casi infantil, estirando los brazos con decisión.

—¡Ari! —llamó hacia donde ella seguía plantando—. Voy a explorar un cementerio. Al parecer hay uno en la parte norte.

—¡Qué raro! Bueno, ten cuidado —respondió ella, levantándose un poco para verle—. Y no tardes. El almuerzo estará listo pronto.

Cedric le guiñó un ojo y desapareció entre la vegetación, con el sol dorando su espalda y la curiosidad guiándole los pasos.

El sendero hacia el norte apenas era visible, devorado por la maleza y las raíces que se enroscaban como dedos antiguos queriendo retener el pasado. Cedric avanzaba con decisión, apartando ramas y empujando espinas. A cada paso, el aire se volvía más fresco… y más pesado, como si el bosque exhalara un secreto.

El canto de los pájaros, antes constante, comenzó a desvanecerse.

Primero fue un murmullo lejano. Luego, nada.

Un silencio espeso lo envolvió, tan denso que podía oír sus propios latidos.

Después de unos minutos que se sintieron más largos de lo normal, llegó hasta un portón de hierro forjado. Estaba cubierto de óxido, torcido por el tiempo, pero aún se mantenía en pie como un guardián cansado. Cedric lo empujó.

El chirrido que emergió fue agudo, prolongado, casi inhumano.

Los árboles temblaron.

Y por un instante, pareció que el bosque escuchaba.

El cementerio se extendía más allá del umbral como un santuario olvidado.

Cruces vencidas. Lápidas partidas. Ángeles sin rostro.

La hiedra lo cubría todo como si intentara esconder las ruinas del recuerdo.

Pero entonces… algo rompió la monotonía.

Una sola tumba.

Intacta.

El mármol blanco relucía bajo la escasa luz que atravesaba las copas de los árboles.

A su alrededor, estatuas de ángeles llorosos, con los ojos cerrados y las alas recogidas, custodiaban su descanso.

Frente a ella, flores. Frescas. Como si alguien las hubiese colocado esa misma mañana.

Cedric se acercó con lentitud. Cada paso le pesaba más que el anterior. El aire allí era otro: más frío, más denso, más… viejo.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

El tiempo pareció detenerse.

Se detuvo frente a la lápida. El mármol, sin una sola mancha, tenía letras grabadas con una elegancia dolorosa.

“Aurora: una belleza eterna.”

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Comments

Anna

Anna

Q linda es Ariadne 🥰

2025-08-01

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