Issabelle Mancini, heredera de una poderosa familia italiana, muere sola y traicionada por el hombre que amó. Pero el destino le da una segunda oportunidad: despierta en el pasado, justo después de su boda. Esta vez, no será la esposa sumisa y olvidada. Convertida en una estratega implacable, Issabelle se propone cambiar su historia, construir su propio imperio y vengar cada lágrima derramada. Sin embargo, mientras conquista el mundo que antes la aplastó, descubrirá que su mayor batalla no será contra su esposo… sino contra la mujer que una vez fue.
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CAPÍTULO 3. La antesala de la revolución.
Capítulo 3
La antesala de la revolución.
El vestíbulo del hotel Excelsior di Sicilia se desplegaba ante Issabelle como un salón de espejos infinitos. Lámparas de arañas de cristal colgaban del techo abovedado, esparciendo destellos irisados sobre los mármoles dorados.
Columnas corintias y cortinas de terciopelo granate enmarcaban un gigantesco tapiz renacentista que representaba una vendimia en la campiña siciliana. El aire olía a gardenias frescas y al tenue humo de las velas encendidas en candelabros de plata.
Issabelle descendió del vehículo con paso firme, los tacones de sus stilettos resonando como un metrónomo seguro sobre la alfombra roja.
Su vestido blanco de seda se ondeaba tras ella, roto apenas por el suave vaivén de su cintura de pedrería. En la penumbra dorada, su piel parecía luminosa, su cabello oscuro un contraste hipnótico.
Los flashes de los fotógrafos chisporrotearon a su alrededor, capturando su imagen en un centenar de ángulos.
A su izquierda, la sirena de una cámara de video anunció la llegada de otra persona; a su derecha, un grupo de socios cuchicheó al verla pasar. Voces apenas audibles flotaron en el aire:
—¿Es ella la señora Milani?
—Llegó sola… otra vez.
—Se ve imponente, ¿no creen?
—¿Pero de qué le sirve? Si le toca recorrer la alfombra con el lacayo de su marido.
Pero aquellas palabras, duras, punzantes, rebotaban ahora contra una coraza de hierro.
Issabelle elevó el mentón, recogió su clutch de satén con una mano suave y siguió adelante, sin detenerse a sonreír ni saludar. Cada paso era un acto deliberado de autoridad: cada mirada que le dedicaban se convertía en una ficha de información.
A su lado avanzaba Alonso, el asistente de Enzo, impecable en esmoquin, llevando en un brazo la chaqueta de Issabelle.
Él susurró:
—Señora… he preparado una lista de los invitados más influyentes. ¿Desea que…?
Issabelle alzó un dedo, indicándole que guardara silencio. Observó al alrededor con ojos de estratega.
Reconoció al conde Ferrara, que años atrás compró terrenos junto a su familia; a la baronesa De Luca, experta en filantropía; al joven empresario Rossi, que financiaba proyectos de energías limpias. Cada nombre activó en su mente una posibilidad de alianza.
—Alonso —dijo por fin, en voz baja—, toma nota mental: Ferrara y Rossi. Vendrán a saludarme hoy, y hablarán de inversiones. Quiero explorar una sociedad con ambos. Después, acércate a la baronesa De Luca.
Alonso asintió con respeto, sorprendido por la precisión de Issabelle. Aquella no era la mujer temerosa de antes: era una líder que manejaba el tablero con manos expertas.
Mientras Issabelle avanzaba, un hombre en un extremo del vestíbulo la observaba tras un arco de columnas. Giordanno Lombardi, de pie junto a su asistente Gabrielle, mantenía las manos en los bolsillos del pantalón oscuro.
Su porte era altivo, casi felino: traje entallado, camisa de seda sin corbata, un pañuelo de bolsillo en tono borgoña. Sus ojos claros seguían cada movimiento de Issabelle, como midiendo la fuerza de un imán desconocido.
Gabrielle, un joven de gesto entusiasta, inclinó la cabeza y preguntó en voz baja:
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Giordanno, sin apartar la vista de Issabelle.
—¿Cuál de todas, señor? —respondió con una leve sonrisa de sospecha— ¿No me digas que se ha interesado en alguien... Al fin.
—La de blanco, Gabrielle. Esa que camina sola, veo que toda la sala está hablando de ella.
Gabrielle alzó una ceja, sin perder detalle.
—Esa mujer es Issabelle Mancini —dijo Gabrielle—, la esposa de Enzo Milani, nuestro posible socio, señor.
Giordanno sonrió con lentitud, un gesto cargado de promesa.
—Interesante —musitó—. Un socio que llega acompañado de un enigma.
Enzo apareció al otro lado del salón, tomado del brazo de una mujer delgada y de baja estatura.
Vestida de blanco al igual que Issabelle, pero ante los ojos de Lombardi, nadie podría igualarla.
Los flashes estallaron de nuevo. El jardín interior, visible tras los ventanales, se iluminó con antorchas y mesas dispuestas para la gala. Enzo se detuvo un instante, vio pasar a Issabelle escoltada por Alonso, y sintió un apice de celos.
Eva susurró algo al oído de Enzo, y él sonrió con cortesía, pero su mirada volvió una y otra vez hacia Issabelle. Aquella distancia entre ellos, física y emocional, se abría como un abismo.
Giordanno la vio —rió para sí mismo— y supo que la verdadera contienda no era de negocios, sino de voluntades y pasiones.
Issabelle llegó a la antesala del gran salón donde la cena benéfica tendría lugar. Una galería de cuadros antiguos y espejos de marco dorado formaba un corredor interminable.
Allí, bajo la luz de candelabros, la esperaba el conde Ferrara. Un hombre canoso, con modales exquisitos y sonrisa fácil.
—Señora Milani —dijo inclinándose—, un honor saludarla. He oído que usted tiene ideas muy innovadoras para el desarrollo de la costa.
—Conde Ferrara —respondió Issabelle, estrechando su mano—. He estudiado sus proyectos en Taormina. Creo que si unimos su experiencia en terrenos costeros con mi visión de hoteles boutique sostenibles… podríamos crear algo único.
Ferrara asintió entusiasmado. Mientras hablaban, Issabelle ya veía mentalmente planos, presupuestos, plazos. Cada palabra era una pieza que encajaba en su plan maestro.
A unos pasos, el empresario Rossi se acercó, presentado por Alonso. Hicieron gala de cortesías, hablaron de energía solar, de inversiones en agricultura biológica, de responsabilidad social.
Issabelle escuchó, propuso, negoció. Con cada interlocutor, su confianza crecía.
En un palco elevado, Eva observaba la escena con rabia contenida.
Su rostro mostraba esa mezcla de arrogancia y miedo: veía a Issabelle brillar y comprendía que esta vez no habría oportunidad para derribarla. Sus labios se apretaron.
—Esa mujer… no es la misma —usurró para sus adentros.
Cuando Issabelle regresó tras sellar el acuerdo preliminar con Rossi, Giordanno la interceptó en un tramo más estrecho del corredor. Él se inclinó con cortesía.
—Señora Mancini —dijo, con voz suave—. Permítame felicitarla. He observado su discurso con Ferrara y Rossi. Su claridad de ideas… es impresionante.
Issabelle alzó la barbilla, midiendo al hombre que tenía enfrente. Sintió un leve temblor de sorpresa: su voz, sus modales, su presencia… todo en Giordanno irradiaba poder sereno.
—Señor Lombardi —respondió—. Gracias por sus palabras. Su reputación le precede: su imperio hotelero y constructora son legendarios.
Él esbozó una sonrisa.
—Me gustaría hablar de negocios con usted, pero… también de otras cosas. ¿Me concede este baile más tarde?
El corazón de Issabelle latió un poco más rápido. No era un ofrecimiento banal: era una invitación a un terreno desconocido, donde el poder y la pasión se entrelazan.
Ella titubeó un instante, recordando la promesa que se hizo: no entregaría su corazón tan pronto, ni dejaría que nadie la desviara de su misión.
—Quizá más adelante —contestó con ligereza—. Primero, hay asuntos que resolver.
Giordanno asintió, respetuoso.
—Cuando guste.
Mientras él se alejaba, Issabelle comprendió que aquel hombre no era una amenaza, sino un aliado potencial y un desafío personal.
Enzo, desde la entrada del gran salón, contempló la escena sin saberlo todo. Vio a Issabelle intercambiar palabras con Ferrara, a Eva mirarla con rencor, a Giordanno inclinarse ante ella. Sintió celos, orgullo y, por primera vez, temor: la mujer que creyó someter se estaba convirtiendo en el centro de un universo propio.
La orquesta de cuerdas empezó a tocar un preludio. Invitados se acomodaron en sus mesas. La gala benéfica había comenzado.
Issabelle, en la antesala de aquel salón de espejos y antorchas, alzó la cabeza y respiró hondo. Cada latido de su corazón decía:
—Esta vez mando yo.
Y mientras las puertas se abrían, la reina renacida atravesó el umbral, dispuesta a conquistar no solo alianzas, sino su propio destino.