En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 15.
La ciudad ya comenzaba a vestirse de luces navideñas. En las ventanas colgaban guirnaldas, en las calles se encendían faroles de estrellas, y en el aire flotaba un olor cálido a buñuelos y canela.
Era 10 de diciembre, y desde temprano, en una clínica pública pero cálida y bien cuidada, Victoria Torres, con 37 semanas de embarazo múltiple, era ingresada para su cesárea programada.
—No puedo creer que hoy conoceré a mis hijos —dijo con una mezcla de emoción y nervios mientras una enfermera le ayudaba a ponerse la bata celeste del quirófano.
Doña María, siempre a su lado, le sostenía la mano con dulzura.
—Estás lista, hija. Todo va a salir bien. Eres fuerte y valiente… como ninguna.
Victoria miró su reflejo en un pequeño espejo del baño de la sala de preoperatorio. Tenía los ojos brillantes, el cabello recogido en una trenza, el rostro más redondo por el embarazo y una sonrisa nerviosa. Su barriga era grande, redonda, dura… la casa de tres pequeños corazones que estaban a punto de llegar al mundo.
Cuando entró al quirófano, sintió el frío del aire acondicionado y la impersonalidad de los instrumentos metálicos. Todo blanco, estéril, perfecto… pero abrumador.
La anestesia raquídea fue administrada con cuidado. Sintió un escalofrío recorrerle la columna y luego, un adormecimiento total de cintura hacia abajo. La colocaron en la mesa quirúrgica, rodeada por un equipo de médicos, enfermeras y un pediatra neonatólogo listo para recibir a los bebés.
Su corazón latía acelerado.
—¿Lista, mamá? —dijo uno de los médicos, con una sonrisa amable detrás del tapabocas.
—Lista… creo —respondió Victoria, medio temblando—. ¿Va a doler?
—Sentirás presión, pero no dolor. Respira profundo. En unos minutos conocerás a tus hijos.
La cortina quirúrgica fue levantada frente a su pecho. Victoria no podía ver lo que hacían, pero sentía el movimiento. Manos expertas y cuidadosas la rodeaban.
Doña María esperaba afuera, caminando de un lado a otro con un rosario entre los dedos, murmurando oraciones.
Minutos después, se escuchó el primer llanto. Un grito fuerte, poderoso, lleno de vida.
—¡Tenemos a la primera! ¡Es una niña! —dijo una enfermera.
Victoria comenzó a llorar en medio del letargo de la anestesia. Lágrimas rodaban por sus mejillas. Luego vino otro llanto, un poco más suave pero igualmente hermoso.
—¡Segunda niña! ¡Y muy activa!
Finalmente, el tercero. Un llanto profundo y prolongado, como si ese pequeño supiera que él cerraba un ciclo.
—¡Y aquí está el niño! ¡El hermanito menor!
—Mis bebés… mis tres tesoros… _dijo en su subconsciente.
Los envolvieron en mantas blancas y se los mostraron uno por uno. Victoria no podía cargarlos aún, pero los vio. Cabello claro, casi rubio, como el de Martín, ojos claros que contrastaban con su piel rosada y suave.
—Tanto que luché por ustedes… —murmuró con ternura—. Y vienen con el cabello de su papá. ¡Qué ironía!
Las enfermeras rieron con ella.
—Pero son hermosos —añadió, con una sonrisa de incredulidad—. Y yo los voy a amar con toda mi alma. Aunque tengan ese pelo travieso y esos ojos que no son míos.
Horas después, ya en recuperación, fue trasladada a una habitación individual. Allí la esperaban doña María y sus tres hijos, dormidos en cunas transparentes, envueltos como pequeños burritos de amor.
—Están perfectos, hija. Hermosos como el cielo. —Doña María le acarició la frente con ternura—. Y tú… una valiente. Dios te bendiga.
—Gracias, abuela María. No sé qué haría sin usted.
—Deja de hablar tanto que vas a agarrar aire —bromeó la mujer, sonriendo.
Victoria rió entre dientes. El dolor era real, pero el amor era más grande.
—Hoy… es mi cumpleaños, ¿sabe?
—Lo sé. Diecisiete años y madre de tres. Pero más madura que muchas de mi edad. Y con el corazón más grande que este país.
...
Pasaron dos días en la clínica. Enfermeras entraban y salían para controles. Victoria, con ayuda de doña María, comenzaba a levantarse despacio, alimentaba a sus bebés, los miraba durante horas, les hablaba bajito.
Valentina, la más llorona, tenía una marca de nacimiento detrás de la orejita.
Valeria, más callada, dormía con una expresión de princesa.
Victor, el varón, abría los ojos por largos ratos, como si ya estuviera tratando de entender el mundo.
El 12 de diciembre, al mediodía, les dieron de alta.
—¿Listos para conocer su hogar? —dijo Victoria, mientras los abrochaban en portabebés improvisados.
...
Al llegar a la pensión, una sorpresa los esperaba.
Globos blancos, azules y rosados decoraban el pequeño comedor común. Una pancarta escrita a mano decía: “¡Bienvenidos, Valentina, Valeria y Victor! Y feliz cumpleaños, Victoria”. Carlitos saltaba de emoción, Rosalía la recepcionista tenía los ojos llorosos y Lisseth abrazó a Victoria como si no la hubiese visto en años.
—¡Mira esos ángeles! —dijo Lisseth—. Son iguales a su mamá… en lo fuerte y bonitos, aunque te fallaron en el color del pelo —rió.
Sobre la mesa había un pastel pequeño decorado con tres velitas y un plato humeante de arroz con pollo, ensalada de papa y panecillos.
—¡A comer! —dijo Rosalía—. ¡Y a celebrar! ¡Porque esta casa ya no es una pensión, es una familia!
Victoria, emocionada, miró a sus tres hijos. Todos dormían como si hubiesen llegado a casa.
—Gracias por esto —susurró—. Hoy sé que valió la pena todo.
...
Y en otra parte del mundo, en la ventanilla de un avión, Mathias Aguilar miraba las nubes con ojos cansados. Viajaba sin rumbo fijo, solo quería alejarse, pensar, sanar.
El dolor de la separación, el saber que Karla vivía con Brandon, el dictamen médico que aún le resonaba en el pecho: "esterilidad irreversible."
No era solo perder la oportunidad de ser padre biológico. Era sentir que su futuro había sido arrancado, sin previo aviso.
Pero aún así, algo dentro de él seguía latiendo.
—No sé a dónde me lleva este viaje —pensó—. Pero tengo que encontrar algo… o a alguien… que me devuelva la fe.
El avión atravesó el cielo gris, como una promesa aún no cumplida. Y allá abajo, en una ciudad vedrida de Navidad, una joven madre dormía con tres bebés sobre su pecho, en la paz que solo conocen quienes han amado desde el dolor.