Leoncio Almonte tenía apenas trece años cuando una fiebre alta lo condenó a vivir en la oscuridad. Desde entonces, el joven heredero aprendió a caminar entre las sombras, acompañado únicamente por la fortaleza de su abuelo, quien jamás dejó que la ceguera apagara su destino. Sin embargo, sería en esa oscuridad donde Leoncio descubriría la luz más pura: la ternura de Gara, la joven enfermera que visitaba la casa una vez a la semana.
El abuelo Almonte, sabio y protector, vio en ella más que una cuidadora; vio el corazón noble que podía entregarle a su nieto lo que la fortuna jamás lograría: amor sincero. Con su bendición, Leoncio y Gara se unieron en matrimonio, iniciando un romance tierno y esperanzador, donde cada gesto y palabra pintaban de colores el mundo apagado de Leoncio.
Pero la felicidad tuvo un precio. Tras la muerte del abuelo, la familia Almonte vio en Gara una amenaza para sus intereses. Acusada de un crimen que no cometió —la muerte del anciano y el robo de sus joyas—
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La confusión del anillos.
La dulzura en sus palabras.
La mañana siguiente amaneció clara, con un sol que parecía querer iluminar hasta el rincón más escondido del pueblo. Gara caminó hacia su trabajo con un paso ligero, con el rostro encendido de un brillo especial que no pasaba desapercibido. Su sonrisa era amplia, tan amplia que parecía no caberle en el rostro. No era la simple alegría de un buen sueño, ni la satisfacción de haber descansado; aquello era distinto, era un fuego nuevo que le ardía en el pecho y se reflejaba en su mirada.
Apenas puso un pie dentro del consultorio, su compañera de trabajo, Claret, la interceptó.
—¡Hola, Gara, estás aquí! —exclamó Claret de, poniéndose justo frente a ella para no dejar pasar la oportunidad de observar aquel rostro iluminado.
Gara, con la mente todavía revoloteando en pensamientos dulces, tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Eh? Sí, sí, estoy aquí —respondió mientras se colocaba con calma los guantes de trabajo—. ¿Qué dices?—
Claret arqueó una ceja, cruzando los brazos frente al pecho, intrigada por esa sonrisa que parecía fuera de lo normal.
—Digo que compartas a qué se debe tanta alegría. Esa cara de soñadora no es gratis, ¿verdad? —dijo con picardía.
Gara no pudo resistir el impulso. Se mordió el labio inferior, contuvo un poco la emoción y luego, casi como si no pudiera guardárselo más, alzó la mano para mostrar un delicado anillo que brillaba bajo la luz blanca del consultorio.
Claret abrió los ojos de par en par, paralizada.
—¡No puede ser! —exclamó, tapándose la boca con ambas manos—. ¿Un anillo? ¡Un anillo!—
Gara asintió en silencio, incapaz de ocultar la sonrisa.
—Pero… —Claret titubeó, buscando con la mirada algún rastro de explicación lógica—. ¡Cómo no me habías dicho que Pedro había regresado! —exclamó emocionada, casi dando un salto—. ¡Te lo tenías bien guardado, pillina!—
El gesto de Gara cambió de inmediato. Su ceño se frunció, la molestia se reflejó en su mirada, y soltó un suspiro pesado.
—No lo digas ni en broma, Claret… —replicó, intentando sonar calmada pero firme.
Claret parpadeó, sorprendida por aquella reacción.
—¿Entonces…?—
Pero Gara no tuvo tiempo de desmentir ni de aclarar lo que realmente ocurría. Una voz autoritaria, cargada de urgencia, irrumpió en la sala.
—¡Vamos, Gara! Ayúdame a atender a un paciente —ordenó la doctora de guardia desde la puerta.
Gara se giró sin pensarlo dos veces. El deber la llamaba, y ella jamás le daría la espalda.
—Después hablamos —dijo rápido a Claret, antes de apresurarse tras la médico.
En la sala de emergencias, una niña pequeña lloraba desconsolada, con la rodilla abierta por una herida que requería sutura. El llanto desgarraba, llenaba el aire de angustia, y la madre de la pequeña intentaba calmarla en vano.
—¡No quiero, no quiero! —gritaba la niña, moviendo los brazos en un intento de zafarse.
Gara se acercó despacio, bajando el tono de su voz como si entrara en un mundo paralelo donde solo existía ella y la pequeña.
—Tranquila, mi cielo, no va a pasar nada malo… —susurró, arrodillándose frente a la camilla—. ¿Sabes qué? Te prometo que vas a ser más valiente que una guerrera, y no sentirás más que un pellizquito chiquito—
La niña sollozó, mirándola entre lágrimas.
—¿De verdad?—
—De verdad. Y mientras tanto… —Gara tomó un guante y lo infló como un globo—, mira lo que tenemos aquí: ¡un guante globito que va a cuidarte!—
El llanto de la niña se convirtió en un ruidito entrecortado, mezcla de risa y lágrimas. Con la distracción y la dulzura de Gara, la sutura se hizo casi sin que la pequeña lo notara. Al terminar, la niña sonreía, mostrando el guante inflado como si fuera un tesoro.
—¿Viste? Te lo dije —murmuró Gara, acariciándole suavemente la cabeza—. Nada malo iba a pasar—
La madre, agradecida hasta las lágrimas, abrazó a su hija y le dio las gracias a Gara repetidamente.
Pero la jornada no acabó ahí. Dos pacientes más llegaron con heridas menores, curas sencillas que requerían el mismo cuidado. Gara, con la dedicación que la caracterizaba, los atendió sin perder esa chispa de paciencia y cariño.
Horas después, cuando por fin pudo salir del consultorio, el aire fresco de la tarde le acarició el rostro. Y con él, una sensación inconfundible: el corazón le latía con fuerza, cada vez más rápido, porque sabía… lo sabía. Él estaba allí.
Sus pasos se volvieron más suaves, como si quisiera caminar sobre nubes, y se dejó guiar por esa intuición que ahora parecía nunca fallarle. Apenas dobló la esquina, lo vio. Leoncio estaba de pie, quieto, esperándola con esa presencia firme que, aun en silencio, llenaba todo el espacio.
Ella sonrió, conteniendo las ganas de correr hacia él. Se acercó despacio, lista para sorprenderlo con un beso, pero ocurrió lo inesperado: antes de que pudiera hacer nada, Leoncio frunció el ceño apenas percibió su perfume en el aire.
—¿Piensas abusar de mí? —dijo con el rostro serio, aunque la tensión de sus labios traicionaba un atisbo de humor escondido.
Gara soltó una carcajada ligera.
—Sí… —susurró inclinándose hacia él—, pienso robarte todos los besos que sean necesarios—
Y sin esperar respuesta, lo besó.
Leoncio, al principio rígido, se dejó llevar en cuestión de segundos. Rodeó a Gara con sus brazos, atrayéndola contra él como si temiera que escapara. El beso fue torpe, inexperto, con un choque de respiraciones que apenas lograban acompasarse, pero tenía algo poderoso: la sinceridad de dos almas encontrándose por primera vez de verdad.
Cuando se separaron, Leoncio permaneció con la respiración agitada.
—Discúlpame… —murmuró, bajando la cabeza—. No tengo experiencia en este tema—
Gara lo miró con ternura infinita.
—No hay nada que disculpar —dijo, acariciándole la mejilla—. Además… tengo una idea—
Él arqueó una ceja, curioso.
—¿Qué idea?—
—Ven, te enseñaré—
Lo tomó de la mano, con firmeza pero dulzura, y comenzó a guiarlo. Leoncio no necesitaba ver; reconocía el trayecto por cada paso, cada giro, y pronto supo hacia dónde se dirigían.
—Estamos yendo al auto, ¿verdad? —preguntó, con una mezcla de nervios y anticipación.
—Así es —respondió Gara, abriendo la puerta del vehículo.
Subieron juntos, como de costumbre. Pero aquel silencio no era el mismo de siempre. Leoncio sudaba, sintiendo que algo estaba a punto de ocurrir, que la enseñanza de Gara no se limitaría a un simple beso torpe.
Ella, con una calma que contrastaba con la agitación de él, encendió el motor y condujo unos minutos. El aire entre ellos estaba cargado de expectativas. Finalmente, estacionó en un lugar más apartado.
Leoncio tragó grueso, con la garganta seca.
—¿Vamos a tu casa? —preguntó en voz baja, casi inseguro.
Gara lo miró fijamente, y con una sonrisa tranquila respondió:
—Sí. No te preocupes—
Y en ese instante, el corazón de ambos latió como nunca antes.