Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 12
La primavera comenzaba a teñir de verde los bosques alrededor de la cabaña cuando Elisabeth, por fin, creyó haber dejado atrás los recuerdos de aquel hombre de mirada glacial. Casi dos meses habían pasado desde la partida de Dietrich.
Esa mañana, mientras trabajaba en la cocina separando hierbas medicinales, un repentino mareo la hizo tambalear. El mundo giró violentamente a su alrededor, obligándola a soltar las plantas que sostenía y a agarrarse con ambas manos del borde de la mesa.
—Está bien... estoy bien —murmuró, para Falko, quien se apresuró a frotarse contra sus piernas con inquietud.
Pero no estaba bien.
Los días siguientes trajeron consigo una escalada de síntomas inexplicables: mareos que la dejaban sin aliento, náuseas matutinas que le retorcían el estómago, y finalmente, una mañana en la que no pudo contener las arcadas. Se desplomó en una silla, las manos temblorosas en las sienes, tratando de descifrar qué le ocurría.
—No puede ser la comida —reflexionó en voz alta—. No he cambiado mi dieta... El agua del pozo es cristalina... parece estar bien.
Fue entonces cuando el pensamiento la golpeó con la fuerza de un mazazo.
Contuvo la respiración mientras hacía cálculos mentales. —La segunda luna de primavera... y mi regla no ha llegado. Tampoco la anterior...
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Eso es... posible? —susurró, pero incluso mientras lo preguntaba, sabía la respuesta.
La memoria de aquella noche con Dietrich se impuso con crudeza: sus manos febriles, los gemidos entrecortados, las veces que él la había poseído sin precaución alguna. Recordó con un rubor que entonces mezclaba vergüenza y terror.
—Embarazada... —la palabra sonó extraña en sus labios, como si al pronunciarla la hiciera más real.
Su mano descendió hasta el vientre aún plano, los dedos temblando sobre el tejido de su vestido. Las lágrimas acudieron sin permiso—unas de alegría, otras de miedo, todas de absoluta confusión.
—¿Un hijo? —repitió, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza—. ¿Yo... con un niño?
Falko, perceptivo como siempre, apoyó su cabeza sobre su regazo, sus ojos dorados fijos en ese lugar donde ahora latía una nueva vida. Elisabeth lo miró, permitiéndose una sonrisa temblorosa.
—Tú lo sabes, ¿verdad? —acarició las orejas del lobo—. Que tendrás un hermanito... o una hermanita.
El animal lamió su mano en respuesta, y por un instante, entre el caos de emociones, Elisabeth sintió una paz inexplicable.
Pero la realidad pronto regresó: estaba sola, en una cabaña perdida en el bosque, llevando en sus entrañas al hijo de un hombre que probablemente jamás volvería a ver. Criar a un niño sola era un desafío y su futuro sin dudas era incierto, y eso le aterraba.
Y sin embargo, se sintió feliz, abrumada pero invadida por ese cálido sentimiento que la hacía estar completamente segura de que amaría por completo a esa criatura.
Sus dedos se aferraron con suavidad a su vientre, protegiendo el secreto que crecía dentro de ella.
La luna alta iluminaba el estudio del Markgraf, donde Dietrich trabajaba febrilmente sobre mapas y documentos. Las velas se consumían hasta los candeleros, testigos mudos de sus noches en vela. Frank, observaba desde la puerta con preocupación creciente.
—Mi señor, lleva tres días sin dormir —insistió, llevando una bandeja con comida intacta del desayuno—. El Kaiser mismo no trabaja tanto.
Dietrich ni siquiera alzó la vista.
—El Kaiser no tiene lobos husmeando en sus fronteras. Llévate eso.
Frank no se movió. Había servido a los Adlerstein desde niño, y conocía la terquedad de su señor. Pero también veía las sombras bajo sus ojos, la tensión en sus hombros. Así que tomó una decisión.
Media noche. Un golpe en la puerta.
—¿Frank? Pasa —gruñó Dietrich, concentrado en un informe de espionaje.
El aroma a jazmín lo alertó primero. Luego, el roce de seda contra el suelo de mármol. Antes de que pudiera reaccionar, una mujer de cabello azabache y escote escandaloso se deslizó sobre sus piernas, rodeándole el cuello con brazos perfumados.
—El Markgraf trabaja demasiado —susurró, deslizando una mano por su pecho—. Permítame... aliviar su tensión.
Dietrich se paralizó.
En otro tiempo, habría volcado a esa mujer sobre el escritorio y la hubiera tomado ahí mismo sin pensarlo. Pero ahora, el contacto le provocó una repulsión instantánea.
— ¿Acaso quieres morir? No te atrevas a tocarme sin mi permiso —dijo con una calma que heló la sangre.
La cortesana retrocedió como si la hubiera quemado.
—Perdon, mi señor. Pensé que...
—Lárgate. Y dile a Frank que no vuelva a tomar iniciativas que no le competen.
Cuando la puerta se cerró, Dietrich se reclinó en el sillón, cerrando los ojos. Solo una imagen venía a su mente, Elisabeth, con su cabello dorado desordenado y esos ojos verdes que lo miraban con desafío.
—¿Qué has estado haciendo? —pensó, mordiendo el interior de su mejilla—. ¿Me maldecirás? ¿Soñarás conmigo?
Una sonrisa involuntaria asomó en sus labios al imaginarla regañándolo por su arrogancia.
—Sí... esa sería tu reacción—murmuró, volviendo a los papeles con renovada determinación.
Mientras tanto, en el Ducado von Bruben...
Los gritos de la cortesana resonaban en los calabozos mientras Amelia ajustaba sus guantes de cuero, manchados de sangre fresca.
—¡Dime la verdad! —exigió, dando un latigazo más—. ¿Realmente no te tocó?
—¡J-juro que no, Alteza! —lloriqueó la mujer, con los brazos marcados por los azotes—. Ni siquiera me miró...
Amelia hizo una señal a las doncellas.
—Llevenla a la celda.
Cuando se quedó sola, se limpió las manos con un paño de seda, pensativa. Todas las mujeres que habían compartido el lecho de Dietrich terminaban así: interrogadas, torturadas y encerradas. Y todas coincidían, el Markgraf no besaba, no acariciaba, no repetía compañía.
—No las desea—concluyó Amelia, mirando su propio reflejo en un espejo de plata—.
—Pero tampoco me desea a mí.
Sin embargo, esta vez había algo distinto. Dietrich había rechazado incluso el contacto.
—Está cambiando —pensó, con una mezcla de triunfo y desconfianza—. Quizá por fin acepta su destino.
Lo que Amelia no sabía era que, a kilómetros de distancia, el verdadero objeto del deseo de Dietrich acariciaba su vientre en una cabaña solitaria, sintiendo latir bajo sus palmas al hijo que ninguno de los dos esperaba.
ya lo habían comentado que era probable que ese maldito doctor le había hecho algo pero esto fue intenso
MALDITOOOOO/Panic/