Ni Villana, Ni Santa

Esther observó a Arturo mientras revisaban nuevamente los mapas de las rutas de Fabio Doyle. La noticia de que él poseía magia y su impecable autocontrol la habían dejado más fascinada que nunca. Pero también sabía algo que nadie más podía ignorar: él tendría que quedarse más tiempo a su lado mientras se planificaba la estrategia.

Un pensamiento cruzó su mente, rápido y decisivo:

[Si no lo intento ahora, no tendré otra oportunidad].

La distancia de Arturo, su frialdad profesional y su timidez no serían un obstáculo; al contrario, solo lo hacían más irresistible.

Esa noche, cuando los preparativos para interceptar una de las caravanas de Doyle estaban listos, Esther decidió actuar. Mientras Arturo organizaba las instrucciones para los agentes, ella se acercó deliberadamente, apoyando una mano en la mesa cerca de la suya. La proximidad física era intencionada, calculada.

—Arturo —dijo con voz suave, pero segura—. He estado pensando… que si vamos a pasar tanto tiempo juntos, quizá podríamos… conocernos un poco mejor. No solo como compañeros en esta misión.

Él levantó la vista, sorprendido, pero mantuvo la compostura habitual. Sus ojos celestes se encontraron con los azules de Esther, y por primera vez en mucho tiempo, ella vio un destello de duda en ellos.

—No estoy aquí para… —comenzó, pero Esther lo interrumpió con una sonrisa ligera y decidida—. No tienes que responder ahora. Solo quiero que sepas que… yo quiero estar cerca de ti. No solo por la misión.

Arturo tragó saliva, sintiendo la presión de la cercanía, del calor de su cuerpo, del aroma que la rodeaba. No podía permitirse perder la concentración, pero algo en la seguridad y determinación de Esther lo hacía dudar por primera vez.

Esther, percibiendo ese instante de flaqueza, se permitió un pequeño gesto: un roce accidental de sus dedos con los suyos mientras le pasaba un pergamino, tan sutil que podía ser ignorado… pero lo suficientemente íntimo para que ambos lo sintieran.

—Veo que eres difícil de descifrar —dijo ella con una sonrisa, juguetona pero firme—. Y créeme… me gusta el desafío.

Arturo permaneció inmóvil, pero en su interior algo había cambiado. No podía negar la atracción, ni podía ignorar la fuerza con la que Esther se estaba acercando a él. Aunque mantuviera la distancia formal, sabía que la tensión que ahora los envolvía sería imposible de ignorar durante la misión.

La noche caía sobre la Isla de Oro y el salón de estrategia estaba iluminado por la cálida luz de las lámparas. Los mapas de las rutas de Fabio Doyle estaban desplegados, pero la atención de Esther no estaba únicamente en ellos. Tenía un objetivo más cercano: Arturo.

Se acercó deliberadamente, con pasos lentos y calculados, hasta quedar a su lado mientras él revisaba las instrucciones para los agentes. Esta vez, no hubo excusas, ni pretextos profesionales: su mano rozó la de él de manera intencionada al pasarle una pluma.

—Arturo —dijo, con voz suave y segura—. No puedes negarlo: somos un buen equipo, ¿verdad? Más que eso… creo que podríamos conocernos un poco mejor fuera de estas paredes.

Él no apartó la mirada, pero tampoco respondió de inmediato. Su rostro permanecía serio, controlado, como siempre, pero Esther percibió un cambio sutil: no había rechazo, ni intento de alejarse. Solo un silencio tenso y contenido.

Esther sonrió para sí misma. Cada pequeño gesto, cada roce deliberado de sus dedos con los suyos, estaba calculado. Podía ver cómo Arturo trataba de mantenerse profesional, pero no podía ignorar completamente su cortejo.

—No estoy diciendo que tengas que corresponder ahora —continuó, inclinándose apenas hacia él para que su voz llegara solo a su oído—. Solo quiero que sepas que… me importas, Arturo. Y no planeo ocultarlo.

Él tragó saliva, y por un instante, un destello de vulnerabilidad cruzó sus ojos celestes. Sin embargo, su postura permaneció rígida, y su voz se mantuvo medida:

—Esther… no podemos distraernos. Fabio Doyle sigue siendo nuestra prioridad. —Pero había un matiz distinto, casi imperceptible, en su tono: no estaba rechazando su cercanía.

Ese simple hecho fue suficiente para encender en Esther una mezcla de triunfo y deseo. Sabía que había abierto una puerta que Arturo no cerraba, y eso la impulsaba a acercarse aún más, con cautela y audacia, mientras planificaban la próxima maniobra contra Doyle.

Al día siguiente, la mañana era fresca cuando Esther y Arturo salieron de la mansion hacia el puerto, bajo el pretexto de inspeccionar los barcos que posiblemente transportaban mercancía de Doyle. Los guardias los seguían a distancia, pero la cercanía entre ellos era inevitable: los callejones angostos y el bullicio del mercado los obligaban a caminar hombro con hombro.

Esther, aprovechando cada ocasión, inclinaba apenas el cuerpo hacia él, como si fuera natural, como si el espacio reducido lo justificara. Arturo, como siempre, mantenía la vista fija en el camino, concentrado en la misión.

Hasta que ella, con una sonrisa pícara, soltó en voz baja:

—Sabes… caminas demasiado recto y serio, Arturo. Si la gente no supiera que eres un príncipe, juraría que eres un caballero que intenta no mirar a la dama que le gusta.

El comentario cayó como una chispa en medio de la tensión. Arturo se detuvo un segundo, sorprendido, y cuando giró la cabeza hacia ella, sus ojos celestes se encontraron con los de Esther. El leve rubor que coloreó sus mejillas lo delató.

Esther lo notó al instante y sonrió, triunfante, con esa mezcla de ternura y picardía que usaba solo con él.

—Oh… ¿te sonrojaste? —susurró, inclinándose apenas más cerca, disfrutando del momento.

Arturo apartó la vista con rapidez, caminando de nuevo como si nada hubiese pasado, pero el calor en sus mejillas permanecía.

—No digas tonterías, Esther. Tenemos un trabajo que hacer.

Pero su voz sonaba menos firme que de costumbre.

El resto del recorrido estuvo cargado de silencios densos, miradas esquivas y una electricidad imposible de ignorar. Esther sabía que lo estaba conquistando poco a poco, y ahora, con ese sonrojo, tenía la prueba.