Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo XXI La decepción
Catia se acercó más hacia él. —Sé que ha pagado mi deuda y que ahora mi lealtad es su contrato. Pero usted y yo sabemos que el beso en Milán no fue por la prensa. Fue porque usted tenía miedo, y yo quería que confiara en mí.
Alejandro continuaba su acercamiento lentamente, sus ojos oscuros fijos en los de ella. La sencillez de la panadería había despojado a ambos de sus armaduras.
—Tú sabes más de mí que cualquier otra persona viva, Catia —dijo Alejandro, su voz áspera—. Sabes de mi madre, de mi abuelo, de mi miedo al fracaso. Y lo que más me molesta... es que no te asusta.
Él le tocó la mejilla con el dorso de la mano, un toque ligero y tembloroso que no era de un jefe ni de un estratega, sino de un hombre al límite.
—Me has obligado a sentir cosas que no puedo nombrar. Cosas que amenazan mi control. Creí que la pasión era solo una debilidad, pero desde que te conocí, Catia... la deseo. Te deseo.
La confesión no fue un arrebato de romance, sino una declaración de necesidad física y emocional, impulsada por su propia vulnerabilidad.
Catia sintió que su corazón se desbocaba. Él no le estaba pidiendo amor; estaba admitiendo que ella era la única persona que había logrado quebrar su eficiencia. Y ella, con la honestidad que era su sello, no pudo negarlo.
—Yo también lo deseo, Alejandro —confesó Catia. No por la libertad o por el dinero, sino por la conexión cruda y peligrosa que compartían—. Pero si cruzamos esta línea, el contrato se anula. Ya no seremos socios; seremos dos personas que están a punto de destruirse por la verdad.
Alejandro ignoró la advertencia. La necesidad de sentir algo real era más fuerte que cualquier lógica empresarial.
Él la tomó por la cintura, y esta vez, el beso no fue una estrategia, sino la rendición total de sus barreras. El beso fue profundo y hambriento, un torrente que confirmaba todo lo que ambos habían temido y deseado en secreto. El calor del horno apagado y el olor a pan se convirtieron en el telón de fondo de su primer acto de intimidad real.
El matrimonio de farsa se había convertido en una relación de verdad, nacida del trauma y la necesidad. Alejandro había cruzado la línea; había elegido la ineficiencia del deseo sobre el control de su vida.
Catia despertó sintiendo el calor persistente de una mano en su cintura, solo para darse cuenta de que estaba sola en su pequeña cama. El recuerdo de la noche anterior, el beso bajo la luz de la luna en la cocina, la confesión desesperada de Alejandro y la entrega mutua que había roto todos los contratos, la golpeó con una oleada de culpa y pasión.
El silencio en la panadería era diferente al de la torre; aquí era un silencio que juzgaba. Catia se vistió con manos temblorosas. El juego de la farsa había terminado; lo que sentía por Alejandro era real, aterrador y completamente ineficiente para su plan.
Al llegar a la cocina, el corazón de Catia se encogió. Alejandro estaba de pie junto a la vieja cafetera, vestido con la misma ropa casual, su postura rígida, su rostro una máscara de fría concentración. Ya no era un amante vulnerable; era el Sr. Carrero reasumiendo el control.
Alejandro no la miró. Sirvió el café en dos tazas.
—Lo de anoche —comenzó Alejandro, su voz dura y sin emoción—, fue un desliz impulsivo provocado por la tensión. No está en el contrato y no volverá a ocurrir.
Catia sintió un pinchazo de dolor, pero se negó a retroceder. —No uses tu lenguaje de negocios, Alejandro. No fue un desliz. Fue una elección. Tú admitiste tu necesidad y yo admití mi deseo. No lo etiquetes para hacerlo desaparecer.
Alejandro la miró por fin, sus ojos fríos luchando contra una calidez subyacente. —No puedes permitirte este tipo de emociones, Catia. Tú tienes un futuro que perseguir. Y yo tengo una empresa que salvar. Un beso se puede justificar ante la prensa; una relación real no.
—Entonces, ¿me está pidiendo que olvide la única verdad que hemos compartido para volver a fingir una mentira?
Antes de que Alejandro pudiera responder, la puerta de la cocina se abrió con estrépito y Alicia entró, envuelta en su delantal de trabajo y con un ánimo contagioso.
—¡A trabajar, tortolitos! El horno ya está encendido y la gente de la iglesia querrá sus bizcochos matutinos.
Alicia se detuvo, sintiendo la tensión palpable que flotaba entre la pareja. Observó los rostros serios, la distancia física y la forma en que Alejandro sostenía su taza de café con una fuerza innecesaria.
—Mucha tensión para una luna de miel, ¿no creen? —comentó Alicia, su mirada aguda analizando a Alejandro—. Pensé que el señor Carrero se había relajado un poco al salir de su torre de cristal.
—Estamos planeando los próximos pasos —intervino Catia, forzando una sonrisa profesional.
—Los próximos pasos son batir la mantequilla y el azúcar —dijo Alicia, entregándole a Alejandro un tazón grande y una espátula de madera—. Muéstrale a tu esposa lo bien que aprendiste anoche, Alejandro.
La orden de Alicia obligó a la pareja a trabajar lado a lado. Alejandro, incapaz de protestar ante el ama de la casa, se puso el delantal y comenzó a batir la mantequilla. Catia se encargó de medir la harina y los huevos.
El silencio volvió, pero ahora estaba lleno del sonido rítmico de la espátula. Sus manos inevitablemente se rozaron sobre el cuenco; el contacto era breve, pero cargado de la memoria de la noche.
Catia miró a Alejandro. Él intentaba concentrarse en la mezcla, pero su mandíbula estaba tensa. Ella sabía que él estaba luchando consigo mismo, intentando meter el deseo y el trauma en una caja que ya no cerraba.
Cuando Catia se inclinó para alcanzar la vainilla, su cabello rozó el brazo desnudo de Alejandro. Él se quedó inmóvil, sus ojos oscuros se encontraron con los de ella. Ya no había necesidad de besar para fingir; el deseo era ahora el subtexto de cada movimiento.
Catia sonrió, una sonrisa de desafío y entendimiento.
—Parece que a su "activo" le va muy bien con la vida doméstica, señor Carrero. Y por cierto, no fue un error. Fue un recordatorio de que usted es un hombre, no un contrato. Y ahora, tendremos que vivir con las consecuencias.
El contrato estaba roto. La farsa continuaba, pero el matrimonio ahora se basaba en una peligrosa pasión clandestina que tenian que ocultar de ellos mismos.