Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 2
León
Si hay algo que no tolero es la gente que no cumple. Uno puede ser pobre, mediocre o incluso un inútil completo, pero si estrechas mi mano y pactas un trato, lo cumples. Así de simple.
Pero el maldito viejo Perdomo… él decidió ser la excepción.
De los cinco millones de dólares que le había prestado, solo me pagó tres. Tres millones y una montaña de excusas. Y aunque yo no suelo prestar dinero —no sin garantías— el viejo tenía algo que valía: tierras. Mucha tierra… o por lo menos, eso creí antes de ver el estado lamentable en que tenía ese rancho.
Perdomo prometió que levantaría la finca, que pondría a producir ganado, que diversificaría cultivos, que bla, bla, bla. Mentiras. Cuando fui la primera vez a supervisar el avance, lo único que encontré fue un establo medio derrumbado, potreros pelados y un capataz que olía más a alcohol que a trabajo.
Y al viejo Perdomo… enfermo. Muy enfermo.
No le dije nada en ese momento. No porque me diera lástima, sino porque yo no negocio con la lástima. Las deudas no entienden de enfermedades.
Esa mañana estaba revisando los reportes del Rancho La Fortaleza, mi orgullo y el negocio que me había tomado diez años construir. 80 empleados, más de mil hectáreas de tierra productiva, 600 cabezas de ganado, contratos de exportación y otros negocios más discretos que prefería mantener fuera de conversaciones casuales.
El ganado estaba sano, los números daban para otro año excelente y mis inversiones estaban rindiendo como debía ser. En resumen: todo bajo control.
Hasta que mi ayudante, Mauro, asomó la cabeza por la puerta de mi oficina con cara de que preferiría estar en cualquier otro lado.
—Patrón… llegó una noticia.
—Si no es que el ganado aprendió a hablar, no me interesa —respondí sin levantar la vista del informe.
—Es sobre… Perdomo.
Eso sí llamó mi atención.
—¿Qué pasa con él? —pregunté, recostándome en la silla.
—Murió. Hace unos días.
Me quedé en silencio. No porque me sorprendiera —ese hombre estaba a un suspiro de la tumba la última vez que lo vi— sino porque la noticia significaba una sola cosa: mi dinero estaba en riesgo.
Cinco millones no eran poca cosa. Podía perderlos y aún así seguiría rico, sí. Pero yo no llegué donde estoy por dejar que la gente me vea la cara.
—¿Y quién queda a cargo de la finca? —pregunté.
—La hija. Creo que se llama Abril.
Recordé de inmediato a la joven que había visto un par de veces de lejos. Siempre acompañando al viejo, siempre seria, siempre con esa mirada que parecía decirle al mundo entero que podía cargarlo si hacía falta. No parecía una tonta. Y eso, para mis propósitos, podía ser útil… o un problema.
Me levanté.
—Prepara mi camioneta —ordené.
—¿Va a ir hoy? Está lloviendo en esa zona.
—Mauro —lo miré fijamente—, si dejo que un poco de lluvia me detenga, mañana la gente va a creer que también pueden detenerme con excusas. Y tú sabes lo que pasa cuando la gente empieza a creer idioteces.
Él tragó saliva.
—Sí, patrón.
Mientras conducia rumbo a El Retiro, observaba el contraste entre mis tierras y las de Perdomo. Las mías verdes, cuidadas, vivas. Las suyas… un cementerio de oportunidades.
Una pena. Y una irresponsabilidad enorme.
Pero ese no era mi problema. Mi problema era que alguien debía pagarme. Y ese alguien ahora era Abril Perdomo.
No porque yo quisiera arruinarle la vida —aunque a veces es inevitable hacerlo en el proceso de recuperar lo mío— sino porque yo soy un hombre de palabra. Y exijo lo mismo.
Cuando crucé el portón de la finca y vi el movimiento extraño, flores, gente vestida de negro… entendí dónde estaba llegando.
El entierro.
Excelente. Nada como cobrar una deuda cuando la gente está más sensible. Menos resistencia.
Apreté el freno, enderecé la espalda y avancé entre los presentes. No tenía intención de ser discreto.
Los muertos descansan.
Las deudas nunca.
Y yo había venido a cobrar.
León Andrade, 32 años