De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
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Capítulo 10
Algunas semanas después de la llegada a la mansión, Emilio decidió que era hora de ser totalmente honesto con Paola. En una noche silenciosa, cuando Víctor y Victoria ya dormían profundamente, la llamó para una conversación en el despacho. El ambiente era pesado, iluminado solo por la luz cálida de una lámpara, que proyectaba sombras en las paredes.
—Paola… hay algo que debes saber —comenzó él, serio, con la voz firme—. Mantuve a tu hermana… Pérla… en una de mis celdas.
El aire pareció congelarse a su alrededor. Paola se levantó bruscamente del sillón, con los ojos muy abiertos.
—¡¿Qué?! ¡¿Tú… tú la encerraste?! —exclamó, con la voz cargada de incredulidad y rabia.
Emilio no desvió la mirada.
—Sí. Ella intentó engañarme, diciendo que tú eras la novia fugitiva… y no ella. Lo hice para asegurar que nada te pusiera en peligro.
Paola respiró hondo, con las manos temblorosas, intentando no perder el control.
—Entonces suéltala. Ahora. Ella no puede vivir presa así… es mi hermana.
Él permaneció en silencio por algunos segundos, evaluándola, antes de asentir.
—La voy a soltar. Pero debes saber una cosa, Paola: si Pérla intenta cualquier cosa contra ti o contra nuestra familia, no habrá perdón. Ella pagará con la vida.
Esa misma tarde, Pérla fue finalmente liberada. Estaba más delgada, abatida, sin el brillo soberbio que un día había tenido. Paola apenas podía creer al verla nuevamente en libertad. Emilio dispuso que ella y su madre fueran llevadas a otra de sus propiedades, rodeadas de seguridad y confort. No obstante, dejó hombres de confianza vigilando a Pérla —él no creía en su redención.
Por primera vez en meses, Paola sintió el corazón respirar aliviado. Su familia estaba junta otra vez, protegida.
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El tiempo pasó. Meses se sucedieron, y la rutina de la mansión comenzó a encontrar equilibrio. Los niños estaban felices, y la vida parecía menos turbulenta. Fue en ese período que Katrina vino de Rusia a visitar a la amiga y a los ahijados.
Después de horas jugando con Víctor y Victoria, las dos mujeres se sentaron en el jardín, en un banco de hierro bajo la sombra de los árboles, lejos de los ojos curiosos de los pequeños. El viento leve traía el perfume de las flores y el sonido distante de la fuente de agua llenaba el silencio entre ellas.
Katrina tomó la mano de la amiga, mirándola con firmeza.
—Paola… ¿no te das cuenta? —dijo, con ternura, pero también con convicción—. Está claro que amas a Emilio. Incluso después de todo, ese sentimiento aún está ahí. Tal vez sea hora de permitírselo… de darle una oportunidad a la felicidad.
Paola tragó saliva, con el corazón latiendo con fuerza.
—Yo… yo tengo miedo, Katrina. No sé si consigo confiar completamente… aún no —respondió, con la voz temblorosa.
—El miedo es normal —replicó Katrina, acariciando su mano—. Pero no vale la pena negar lo que sientes. Está escrito en tus ojos. Él te ama, y tú… sientes lo mismo. Solo necesitas dar un paso a la vez.
Paola se quedó en silencio, absorbiendo aquellas palabras. El pecho ardía con una mezcla de esperanza, deseo y recelo que ella intentaba, en vano, esconder hasta de sí misma.
Lo que ninguna de las dos sabía era que, del otro lado del jardín, detrás de un árbol, Emilio estaba allí. Escuchaba cada palabra, inmóvil, con el corazón latiendo con fuerza. Pero no era rabia lo que lo dominaba —era algo mucho mayor. Él escuchaba la vacilación de Paola, el miedo… pero también la confesión velada de amor.
Y, por primera vez en su vida, tuvo la certeza absoluta: Paola lo amaba. No era ilusión. Era real.
Una sonrisa contenida surgió en su rostro, cargada de emoción. Una alegría inédita, profunda, se apoderó de él, tan fuerte que parecía iluminar cada sombra de su pasado.
Él sabía, en aquel instante, que el día en que Paola se entregaría de verdad estaba cada vez más próximo.
