¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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La prueba
De muy cerca Marcos parece menos idiota. Es más serio y sereno, y creo que hasta le gustan las canciones de ópera, porque ahora mismo está cantando una. Acerca el traje negro y lo mide con respecto a mi cuerpo, y sí, tenía razón, es demasiado grande para mí. A él parece importarle un bledo. Lo deja caer sobre las cajas de detergentes que nos rodean y silva, e Iván se acerca con los objetos restantes que hace poco recogieron los otros.
—Quítate la ropa —dice tranquilo, como si quitarse la ropa fuera tan fácil cuando siete, ¡siete! Personas te están viendo.
Veo al grupo, mordiéndome los labios. ¿Hablará en serio? Puedo ponérmelo encima de la ropa que ya tengo puesta. Es una prenda sencilla, o sea, es liviana y no me incomodará. Los otros siguen observando todo con los brazos cruzados, incluso Asha, que como es normal en ella, me mata con el deseo de sus ojos. El moreno que no me quiere decir su nombre está en un rincón, sumergido en una llamada por su teléfono, y creo que algo anda mal, porque grita al celular como si la persona que habla del otro lado no estuviera haciendo bien su trabajo.
—¿Qué esperas? —repite Marcos, y sus ojos claros brillan más— ¡Quítate la ropa!
—Puedo ponerme el traje encima de la ropa que ya llevo puesta —propongo.
—Vamos chaval —dice Carla, estirando los mechones azules de su cabellera—, no miraremos en ese cuerpo tuyo. Que no te asuste mostrar la desnudes, al menos, que lo tengas como una pequeña larva —sonríe y los otros sacuden la cabeza.
—¿Lo tienes? —me pregunta Brilla.
—Solo quítate la maldita ropa —Marcos zapatea el pie derecho, arriba y abajo, como si fuera un martillo eléctrico.
—Vale, vale, solo denme un momento —pido. Un nudo estorba en mi garganta.
Comienzo por la camisa, muy lentamente, sin quitar la vista del grupo que no deja de mirarme. O sea, existe algo que se llama: ¡vergüenza! Y por eso tenemos el derecho a tener: ¡privacidad! No puede ser que otros te miren las pelotas cuando no quieres que te las vean. ¡No! Y creo que Marcos no tiene las mismas creencias, porque de pronto, como si fuera un huracán, se acerca con intenciones de destrozar la ropa de mi cuerpo.
—No... basta, ¡yo puedo solo! —exijo, pero él no se detiene.
Arranca la camisa, o más bien la hace añicos. Yo me resisto, y las fuerzas que aún se acumulan en mis músculos me permiten batallar. Ya no tengo camisa, pero aún puedo defender mis pantalones. Marcos se aferra a las costuras más inferiores y jala para abajo, pero yo lo impido y jalo para arriba. La piel de mi torso desnudo se enrojece mucho, mientras los otros ríen, menos Asha que parece siempre una piraña y el moreno que sigue discutiendo por su teléfono.
—Iván, Francisco, ¡Ayúdenme! —Marcos pide auxilio. Por lo que veo aún tengo fuerzas de toro.
Pero que va, contra tres no puedo. Aunque intenté resistirme, ellos logran despojarme de mi pobre pantalón, y es aún peor: ¡porque me quitan hasta los calzoncillos! Automáticamente, uso mis manos como nuevo método de ropa. ¡Ay qué vergüenza! Carla y Brilla ríen y me observan con mucho cuidado, mientras Asha sigue despreciándome, ¡Dios!
Marcos me arroja el traje negro, respirando como si fuera levantado tres toneladas de peso. Vale, es un exagerado. Yo uso la nueva ropa para terminar de cubrirme la desnudez, entregándome al sismo en mi esqueleto. ¿A quién le gusta que lo vean desnudo? Abrazo fuerte el traje, esperando que me den algo de privacidad.
—O te lo pones tú, o te lo ponemos nosotros —sugiere Marcos, muy convencido.
Ya está, no me darán nada de privacidad, tendré que vestirme frente a este montón de ojos curiosos. Al final de la jornada de la ropa puedo respirar ya no tan tranquilo. O sea, acaban de verme desnudo y para colmo, las chicas (excepto Asha) cuchichean entre ellas, y ríen de cuando en cuando, y por alguna razón Francisco también se ríe con ellas.
El traje pesa y tiene muchos bolsillos. Huele a ese peculiar aroma de la ropa vieja que alguna vez perteneció a un chaval que suda mucho. Marcos se me acerca (otra vez y por desgracia) y termina arreglándome la vestimenta. Luego Francisco, apartando el flequillo de sus ojos con la sacudida de su cabeza, le pasa un cinturón con más bolsillos y espacios para guardar cosas. Y no sé, pero juraría que se parece a las correas que usaba Batman para sus misiones heróicas.
—Antes de la pandemia estaba decidido a abandonar la carrera de ingeniería para incursionar en el mundo de la moda y las pasarelas —explica Marcos mientras me abrocha el cinturón, muy convencido que tenía el don de los diseñadores solo por arrancarme la ropa—. Entiéndeme, es muy difícil cumplir tus sueños cuando tus sueños le hacen pensar a tu padre que eres un marica.
—Es peor pensar que la palabra "Marica" te afecta de algún modo —razona Carla, viendo sus uñas coloridas.
—Compadre —Francisco menea su flequillo. Creo que le estorba mucho, y para ser honesto, dan ganas de cortárselo—, en este mundo hay que ser ¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! Al diablo con lo que digan los papás.
—Y las mamás —de alguna manera tenía que meterme en la conversación.
—Y las hermanas —apunta Brilla mirando a su hermana Asha.
—Cómo sea —concluye Marcos—, después de que conquistemos el paraíso, juro por Dios que me iré a New York a cumplir mis sueños. Tengo muchos, y New York es la cama de los soñadores.
No sé a qué se refiere Marcos con eso de conquistar el paraíso, y sigo sin saber de qué se trata esa bendita prueba que debo hacer para codificar mi algoritmo, pero vale, este chaval me ha caído de lo genial.
Marcos hace saber al hombre moreno que todo está preparado, y el tipo ve el reloj de su muñeca, lo aprieta por los bordes y ¡es un reloj Mickey Mouse con luces! Nunca imaginé que un hombre de su porte lo usara, pero bueno, tampoco es el fin del mundo. Él nos ve, a todos, y dice:
—Ahora sí parece un algoritmo —le aprieta la mano a Marcos. Al parecer hizo un buen trabajo despedazándome la ropa y dejándome desnudo frente a todo el mundo.
—¿Y entonces así serán las cosas Héctor? —Asha explota otra vez, refutándole todo al moreno— ¿Enviarás a este pedazo de cuero a ejecutar una misión que cualquiera de nosotros fácilmente puede cumplir?
¡Ya lo tengo! El moreno con pinta de matón se llama Héctor! El último nombre de esta cuerda de raros que me faltaba por conocer. Enfoco mi mundo en Asha, o sea, ella es genial, incluso me ayuda a conocer sobre cosas que otros no quieren que conozca. El sacudón del moreno y su aliento a nubes me toman por sorpresa:
—No la mires a ella, ni a ellos. ¿Qué fue lo que te dije hace poco? —me espeta Héctor. Sé la respuesta, pero vale, no quiero que todo este grupo me empiece a tener odio.
—¿Qué iba a codificar mi algoritmo?
—¡No! —él responde zarandeándome— Recuérdalo, recuérdalo —repite y repite, moviéndome como para estimular mi memoria—. El primer paso para el autocontrol es el recuerdo.
No lo quería decir, pero por lo que veo él es el líder, ¿qué puedo hacer? Es una orden del jefe y el jefe es el que manda. Al menos trataré de acomodar el orden de las palabras para que no tengan tanto impacto.
—Que yo no importo, y todo lo demás tampoco importa.
—Exacto, y como nada más importa, entonces debes concentrarte en lo que realmente importa.
—¿No importo? —inquiere Asha y está... ¿Llorando?— ¿La opinión de tu hermana no importa en absoluto?
—Ni en diminuto —agrega él.
Y ahora Asha tiene otro hermano, ¡pero qué productiva ha sido esta noche! Quizás por eso Asha esté enojada conmigo, es decir, le estoy arrebatando a sus hermanos. ¿Cómo no ponerse furioso por eso?
Asha intenta lanzarse contra su hermano y quizás clavarle las garras, o realmente quiere atacarme a mí. No sé, lo único que veo es a Francisco y Marcos deteniéndola, y a Carla negando con la cabeza, como avergonzada o decepcionada, y a Brilla bostezando, y a Iván riéndose. El moreno se interpone en mi campo de visión para que solo lo vea a él.
—No los mires, —dice Héctor—. No mires a nadie. —detrás de nosotros, Asha parece una fiera, grita y llora, y maldice a todo el mundo, incluso muerde a Marcos—. Ellos no importan, yo no importo, tú no importas... Solo importa lo que harás para ser importante.
Él me guía con sus pasos, y con sus pasos todo el mundo se detiene. Asha ya no patalea, ni los otros la inmovilizan. Entonces ellos siguen a su líder, y a mí, y Asha se queda otra vez sola y sin respaldo a sus protestas. Nos detenemos frente a una lavadora, y el moreno asiente y Marcos y Francisco la mueven a un lado. Para mi sorpresa, hay un hoyo, ¡un hoyo en la pared! Vale, creo que esta gente desciende de los topos.
Iván llega después, con su peculiar morral en la espalda, ¿por qué no se lo quitará? Lo cierto es que trae unas pinzas, una mascarilla, una lata de spray, una linterna y un radiotransmisor. Mete uno a uno los objetos más pequeños en mi cinturón y me regala tres palmadas en el hombro. Sostengo la mascarilla y, por la alteración de mis fuerzas, tiembla en mis dedos. La meto en el bolsillo. No quiero que vean que estoy nervioso.
—¿Qué es lo que se supone que haré?
—Te meterás en el hoyo —explica Brilla.
—Y seguirás el camino —añade Carla.
—El camino hacia la guardiana —prosigue Francisco, moviendo su flequillo.
—¿Cómo haré para no perderme? —es que sinceramente no sé ni de qué camino hablan.
—Solo avanza y avanza —Marcos habla como si todo fuera muy fácil—, el mismo túnel te guiará a la guarida.
¿Guarida? ¿Guardiana? Estos chavales y sus códigos me tienen como el color de los papeles, o sea, en blanco. Aprieto los labios y los viro a los lados, entrecerrando los párpados. Es decir, ¡no entiendo lo que quieren decirme! Trato de afirmar todo, como si lo entendiera, pero vale, alguien tiene que darse cuenta.
—Solo ve allá, el mensajero te lo dirá todo —concluye Marcos.
Los demás se apartan y me dejan cara a cara con el hoyo, y entonces comienzan a entonar un coro, uno que en vez de entusiasmarme hace que sude como los camellos del desierto.
—¡Descodifica el error! —cantan— ¡Descodifica el error! ¡Descodifica el error!
Pues no me queda de otra, tendré que entrar en el hoyo y encomendarme a los santos para al menos no morir asfixiado. Respiro profundo, lento... profundamente lento. La circunferencia se hace más grande cuando el miedo me gana, y más pequeña cuando las dudas se apoderan de mi valentía. Ahora mismo, lo único que me separa del coraje de las gallinas, es que no pongo huevos.