En el corazón vibrante de Corea del Sur, donde las luces de neón se mezclan con templos ancestrales y algoritmos invisibles controlan emociones, dos jóvenes se encuentran por accidente… o por destino.
Jiwoo Han, un hacker ético perseguido por una corporación tecnológica corrupta, vive entre sombras y códigos. Sora Kim, una apasionada estudiante de arquitectura y fotógrafa urbana, captura con su lente un secreto que podría cambiar el país. Unidos por el peligro y separados por verdades ocultas, se embarcan en una aventura que los lleva desde los callejones de Bukchon hasta los rascacielos de Songdo, pasando por trenes bala, mercados nocturnos, templos milenarios y festivales de linternas.
Entre persecuciones, traiciones, y escenas de amor que desafían la lógica, Jiwoo y Sora descubren que el mayor sistema a hackear es el del corazón. ¿Puede el amor sobrevivir cuando la memoria se borra y el deseo se convierte en código?
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Escape en Busan
Busan no era solo una ciudad costera. Era el punto de tránsito más importante para los servidores móviles de Daesan Tech: contenedores disfrazados de infraestructura logística que se movían entre puertos, invisibles para el público, pero vitales para el Proyecto Namsan. Según el mapa entregado por la halmoni, uno de los nodos clave se encontraba allí, y si lograban interceptarlo, podrían rastrear el núcleo de la red emocional.
Sora y Jiwoo abordaron nuevamente el tren bala KTX desde Seúl con identidades falsas, mochilas discretas y un plan que dependía de velocidad, precisión y suerte.
—Dos agentes subieron en Daegu. Tercera fila, pasillo izquierdo —susurró Sora, sin apartar la vista del reflejo en la ventana.
Jiwoo giró discretamente. Los hombres vestían trajes oscuros, auriculares apenas visibles, y llevaban maletines que no combinaban con el resto del vagón. No hablaban. No se movían. Solo observaban.
—Nos encontraron —murmuró Jiwoo, cerrando su laptop con rapidez.
Sora se levantó con calma, fingiendo mareo. Caminó hacia el baño del vagón, sin mirar atrás. Jiwoo activó un virus de distracción desde su reloj. Las pantallas del tren comenzaron a parpadear, mostrando errores de sistema y rutas alteradas. Pasajeros murmuraban. Algunos se levantaban, confundidos.
Dentro del baño, Sora abrió un compartimiento oculto en su mochila. Sacó un chip del tamaño de una moneda y lo insertó en el panel de ventilación. Tecleó una secuencia en su pulsera inteligente.
—Listo —susurró—. El tren cambiará de ruta en cinco minutos. Y el sistema de cámaras quedará en bucle.
Los agentes comenzaron a moverse. Jiwoo se levantó, enfrentándolos con una expresión neutra.
—¿Buscan algo?
—Tu cabeza —respondió uno, sacando un arma silenciada.
Antes de que pudiera disparar, el vagón se llenó de niebla. Sora había lanzado una bomba de humo casera desde el baño. Gritos, confusión, freno de emergencia. El tren comenzó a desacelerar bruscamente.
—¡Salta! —gritó Sora, corriendo hacia Jiwoo.
Saltaron del tren en movimiento, rodando por la hierba húmeda junto a las vías. Jiwoo sangraba del brazo, una herida superficial pero dolorosa. Sora lo ayudó a levantarse, su respiración agitada pero controlada.
—¿Estás bien?
—Sí. Pero perdimos el equipo.
—No importa. Tenemos el mapa. Y nos tenemos el uno al otro.
Se alejaron del tren, adentrándose en un bosque cercano. Jiwoo se apoyaba en Sora, sorprendido por su fuerza y precisión. Ella parecía conocer el terreno, como si hubiera estudiado cada ruta de escape.
—¿Cómo sabías que el tren podía cambiar de ruta?
—Estudié los protocolos de emergencia de KTX durante mi tesis. Y modifiqué el chip hace semanas, por si acaso.
Jiwoo la miró, incrédulo.
—¿Cuántas cosas sabes que no me has dicho?
Sora se detuvo. Su mirada era firme.
—Las suficientes para mantenernos vivos.
Llegaron a una carretera secundaria. Sora sacó un teléfono desechable y marcó un número. Habló en voz baja, en un dialecto que Jiwoo no reconocía. Minutos después, un camión de reparto se detuvo frente a ellos. El conductor, un joven con gorra y gafas oscuras, les hizo una seña.
—Suban. No hay tiempo.
Dentro del camión, Sora revisó el mapa digital. Jiwoo la observaba en silencio. Su mente comenzaba a conectar piezas que antes no encajaban.
—¿Trabajaste en Daesan, verdad?
Sora no respondió de inmediato. Luego asintió.
—Durante seis meses. En un proyecto de interfaz emocional. Pensé que era para mejorar la salud mental. No sabía que lo usarían para manipular.
Jiwoo cerró los ojos. La herida en su brazo ardía, pero no tanto como la que comenzaba a abrirse en su confianza.
—¿Por qué no lo dijiste antes?
—Porque no sabía si podía confiar en ti. Porque no sabía si podía confiar en mí.
El camión se detuvo frente a un edificio abandonado cerca del puerto. Dentro, había cajas apiladas, servidores apagados y cables colgando del techo. Era un punto de transferencia. Jiwoo encendió su laptop y comenzó a rastrear señales.
—Aquí están —dijo—. Los servidores móviles. Si logramos interceptar uno, podemos exponer la red.
Sora se acercó a una consola oxidada. Tecleó una secuencia que Jiwoo no reconocía. La pantalla parpadeó. Un servidor se activó.
—¿Cómo hiciste eso?
—Usé un protocolo de mantenimiento que diseñé. Está oculto en el sistema. Nadie lo ha desactivado.
Jiwoo la miró. Ya no con sospecha. Con asombro.
—Eres brillante.
—Y peligrosa —respondió ella.
La red comenzó a desplegarse. Datos, nombres, algoritmos. Pero antes de que pudieran extraerlos, una alarma se activó. Luces rojas. Pasos. Voces.
—¡Nos encontraron otra vez! —gritó Jiwoo.
Sora tomó el disco duro y lo guardó en su mochila. Jiwoo lanzó una segunda bomba de humo. Salieron por una puerta lateral, corriendo entre contenedores y maquinaria.
En el muelle, una lancha los esperaba. El conductor era el mismo joven del camión. Jiwoo y Sora saltaron a bordo. La lancha arrancó, alejándose del puerto mientras los disparos resonaban detrás.
Jiwoo se dejó caer sobre el asiento, agotado. Sora se sentó a su lado, su rostro iluminado por la luna.
—¿Cómo sabías que habría una lancha?
—Porque no planeo sin salidas.
Jiwoo la miró. Su expresión era distinta. Ya no era solo admiración. Era respeto. Y algo más profundo.
—¿Quién eres realmente, Sora?
Ella lo miró, sin sonreír.
—Ya te lo dije alguien que está cansada de fingir.
La lancha se alejaba hacia el horizonte. En sus bolsillos, el mapa y el disco duro. En sus corazones, una verdad que comenzaba a revelarse.