Mi nombre era Rosana, pero morí en un motel de mala muerte con olor a humedad y fracaso. Lo último que recuerdo antes de desmayarme fue un tipo que pensaba que pagarme le daba derecho a todo. Spoiler: casi lo logra.
Desperté en una cabaña en medio del bosque, con siete hombres mirándome como si hubiera caído del cielo... o del catálogo de fantasías medievales. Y yo, sin entender nada, tuve la brillante idea de decirles que me llamaba Blancanieves. Porque, total, ¿qué más daba? Ya había vendido hasta mi orgullo… ¿por qué no mi identidad?
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capítulo 8
El cazador despertó con una soga apretada en las muñecas y siete pares de ojos fijos sobre él.
Estaban en el claro, lejos de la cabaña, junto a una pequeña fogata. El sol descendía, derramando una luz dorada y traicioneramente pacífica sobre la escena. Blancanieves —o más bien, Rosana— se mantenía de pie frente a él, el rostro inmutable, la daga colgando de su cintura.
El cazador escupió sangre y tierra. Sus ojos, grises como acero sin pulir, se fijaron en ella.
—Debiste quedarte muerta.
El silencio que siguió fue brutal.
Zev dejó de mascar su tallo de menta. Gael apretó los puños. Tobías dio un paso hacia adelante, pero Rosana alzó una mano. No necesitaba que nadie hablara por ella.
—La reina no descansará hasta que lo estés —continuó él, sin un atisbo de remordimiento.
—¿Por qué? —preguntó ella, cruzándose de brazos.
Él sonrió, y fue una sonrisa rota. Derrotada. Fanática.
—Porque eres lo único que amenaza lo que más le importa… su belleza.
Rosana no pudo evitarlo.
—Perfecto. No importa en qué mundo me encuentre, siempre me persiguen los locos.
Zev rompió el silencio con voz filosa:
—¿Qué hacemos con él?
Todos se giraron hacia ella.
Rosana lo miró. Lo observó con detenimiento. Ese rostro. Esas manos. Esa voz.
Y de pronto, lo recordó.
Ese hombre… ese hombre había sido el mismo que había matado brutalmente a la verdadera Blancanieves. Pero no era sólo eso. De alguna forma, el recuerdo de otro rostro se mezcló con él. Una imagen borrosa. El bosque. Gritos. Sangre. Su propia respiración entrecortada.
Pero al cambiar el ángulo en su memoria, al mirar bien esa cara rota y sucia, vio otro rostro sobrepuesto. El del hombre que la había asesinado en su vida anterior.
Su jefe. Su verdugo.
Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza.
Zev repitió, más bajo:
—¿Qué hacemos con él?
Rosana sintió una furia primitiva, de esas que no se gritan, sino que se entierran como clavos en la garganta. Pero no dijo nada de eso. Solo escupió, como si se sacara una espina del alma:
—No me importa lo que hagan con él. Solo… aléjenlo de mí.
Y sin decir más, se dio media vuelta y caminó hacia la cabaña.
Los demás se quedaron callados, intercambiando miradas incómodas. Gael se agachó, levantó al cazador como si no pesara nada, y lo arrastró hacia los árboles. No preguntaron más.
Rosana subió a la habitación que ahora le pertenecía. Cerró la puerta de un portazo, se quitó la chaqueta de Tobías y se dejó caer en la cama.
El aire estaba tibio, con olor a madera y humedad. Pero en su mente, el ambiente era otro. Era ese pasillo lúgubre en su vida anterior. Las sombras. El miedo. La certeza de la muerte.
Y luego, el recuerdo de su hermano.
—Ian… —susurró.
Se puso de pie de golpe. Empezó a dar vueltas por la habitación. Una, dos, tres veces. Las manos en la cabeza, los labios apretados.
—Carajo… Ian. Lo olvidé. ¡Lo olvidé!
Recordó cómo lo había dejado en casa de su vecina esa mañana. Él se despidió con su voz chillona, abrazándola con esos brazos huesudos y suéter raído. Luego, nada.
No volvió a casa.
Murió.
Ian… solo. Asustado. Esperando por una hermana que nunca regresó.
Una punzada atravesó su pecho. Un grito quiso salir, pero entonces, una voz sonó detrás de ella. Firme. Sarcástica. Casi irritada:
—¿Te puedes tranquilizar? Está bien.
Rosana se giró como una fiera, con una daga que no recordaba haber sacado. La llevó al pecho con la otra mano.
—¡¿Quién demonios eres tú?!
La mujer frente a ella estaba de pie junto a la ventana, apoyada en el marco como si estuviera en un bar y no en medio de un ataque de pánico. Era alta, vestida con negro y plata, con el cabello lacio cayendo como tinta. Sus ojos, sin embargo, eran oro líquido, brillantes como estrellas apagadas.
—Mi nombre es Lilith. Y fui quien te trajo aquí en primer lugar. Por cierto: de nada.
Rosana parpadeó, desconcertada.
—¿Eres… un fantasma?
Lilith rodó los ojos con elegancia.
—Mmm… no. Soy una deidad. O algo así. Aún no me gano el título oficial, ¿vale?
Rosana se frotó la cara, medio desesperada.
—¿Dijiste que tú me trajiste aquí? ¿Cómo?
—Es complicado. Moriste. Tu alma se fue al infierno —explicó Lilith, como si hablara de un trámite de oficina—. Pero cuando vi tu expediente, noté que todas las cosas malas que hiciste no fueron por egoísmo… así que, me dije: ¿por qué no darle una segunda oportunidad a esta loca adorable con complejo de mártir?
—¿Una segunda oportunidad?
—Vas a repetir todo lo que digo, ¿o te vas a concentrar?
Rosana frunció el ceño. Lilith sonrió.
—Este mundo se parece al de Blancanieves. Solo que está más… torcido. Aquí, la magia oscura ganó. La reina no solo es vanidosa. Es una perra infernal con complejo de diosa y un ejército de sombras.
—…Perfecto.
—Y tú —continuó Lilith, ignorándola—, tú vas a cambiar eso. Vas a liberarlo. Te di las herramientas necesarias. El cuerpo. La sangre mágica. La marca lunar. Incluso me tomé la molestia de elegir a los siete bandidos personalmente. Fui generosa, ¿sabes? Luego me lo agradeces.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
Lilith se acercó, sin perder la sonrisa.
—Lo que ya empezaste. Tomar todo lo que a la verdadera Blancanieves le pertenecía… pero con más estilo, por favor. Y menos trauma si es posible.
—Espera, espera. No tan rápido. ¡Mi hermano! Ian… ¿Qué pasó con él?
Lilith suspiró y levantó una mano, donde apareció un pequeño orbe luminoso. En su interior, la imagen de un niño jugando en un jardín con una mujer de cabello castaño y un hombre con uniforme.
—Fue adoptado. Servicios sociales lo encontraron. Lo cuidaron. Está con una familia buena. Le dieron un nombre nuevo. Una vida nueva. Está creciendo feliz.
Rosana observó el orbe con los ojos llenos de lágrimas. No podía tocarlo, pero su corazón sí.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—Te estoy diciendo lo único que te dejará dormir. Y lo sabes.
Rosana asintió, tragando saliva.
Lilith desapareció el orbe con un chasquido.
—Ahora… ¿vas a seguir llorando o vamos a patearle el trasero a una reina loca con problemas de autoestima?
Rosana se rió, a pesar de sí misma. Una risa amarga, pero viva.
—Lilith…
—¿Sí?
—Gracias.
—No lo digas muy fuerte o me vas a arruinar la reputación —replicó la deidad, ajustándose su chaqueta negra—. Ahora ve. Entrena. Aprende. Usa a los bandidos a tu favor. Uno de ellos te ama en secreto, por cierto.
—¿Quién?
Lilith guiñó un ojo.
—Spoiler. Pero yo que tu... me quedaría con los siete.
Y desapareció con un destello azul oscuro, dejando atrás el olor a violetas, pólvora y sarcasmo.
Rosana se quedó sola. Otra vez.
Pero no se sentía igual.
Ahora, al menos, tenía un propósito. Un nombre. Una promesa. Y, muy dentro de ella, la certeza de que estaba por hacer temblar todo un reino.
Y esta vez, nadie la iba a detener.
/Facepalm/
/Facepalm//Facepalm//Facepalm//Drool/