Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades
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Capítulo 7 El último adiós
El Último Adiós
El día del entierro de mi padre, Enrique VIII, el cielo estaba cubierto de nubes grises, como si la misma naturaleza llorara su partida. Estaba allí, rodeada de nobles, consejeros, y cortesanos, pero me sentía increíblemente sola. Mi hermana María estaba a mi lado, con el rostro severo, pero con una tristeza que no podía ocultar. Eduardo, mi pequeño hermano, aún demasiado joven para comprender plenamente el peso de lo que significaba la muerte de nuestro padre, estaba al otro lado, su mirada inocente y algo perdida.
Mientras el ataúd descendía a su lugar de descanso final, no pude evitar pensar en todos los rumores que habían circulado en los días anteriores a su muerte. Decían que mi padre, en sus últimos días, había estado a punto de ejecutar a su última esposa, Catalina Parr. ¡Dios mío, Catalina! Había sido tan cuidadosa, tan inteligente al navegar por las peligrosas aguas de la corte de mi padre, pero incluso ella estuvo al borde de la desgracia.
Los rumores decían que mi padre había encontrado algo entre Catalina y Edward Seymour, el tío de mi hermano Eduardo, y que eso lo había llenado de celos y furia. Aunque nadie podía probar que hubiera habido algo indebido, en los ojos de mi padre, cualquier duda podía ser mortal. Catalina, por suerte, se salvó. ¿Cómo lo hizo? Tal vez fue su astucia, tal vez fue la intervención de los mismos consejeros que ahora rodeaban el ataúd de mi padre, o tal vez fue simplemente la voluntad de Dios. Pero el peligro había sido real, y apenas unos días después, mi padre había fallecido, dejando esos rumores como un eco lejano en los pasillos del palacio.
Con su muerte, llegó la lectura de su testamento. Mi padre, en su naturaleza pragmática y meticulosa, había dejado todo dispuesto. Nombró a mi hermano Eduardo como el heredero principal del reino, pero no dejó de lado a María ni a mí. A pesar de todo lo que habíamos vivido, de todos los momentos en que nuestras vidas pendían de un hilo, ahí estábamos, incluidas en la línea de sucesión, aunque más alejadas que Eduardo. Mi padre también había designado a 16 consejeros y tutores para guiar a mi hermano en su reinado, sabiendo que Eduardo era demasiado joven para gobernar solo.
Mientras escuchaba la lectura del testamento, mis pensamientos volvían una y otra vez a Catalina. Me preguntaba cómo se sentiría ahora. Ella había sobrevivido, pero apenas. Era una viuda nuevamente, esta vez la viuda del hombre más poderoso que Inglaterra había conocido. ¿Cómo se enfrentaría a este nuevo mundo? ¿Cómo lo haríamos todos?
En el entierro, mientras las oraciones resonaban y la tierra cubría el ataúd, sentí el peso de lo que significaba ser hija de Enrique VIII. Mi padre había sido un rey formidable, con una voluntad que parecía inquebrantable. Había dado forma a Inglaterra a su imagen, pero también había dejado tras de sí una estela de sangre, traición y dolor. Era imposible estar allí y no pensar en todas las personas que había ejecutado, incluidas algunas de sus propias esposas. Aún así, a pesar de todo, él era mi padre, y en ese momento, mientras las lágrimas se acumulaban en mis ojos, sentí el dolor de su pérdida como hija.
El reino ahora pasaba a las manos de mi hermano Eduardo, bajo la tutela de esos consejeros poderosos, pero el futuro seguía siendo incierto. Sabía que los años venideros no serían fáciles. Eduardo era joven y, aunque era el legítimo heredero, la lucha por el poder ya había comenzado entre aquellos que querían influir en su reinado. ¿Y nosotras? María y yo, aunque estábamos en la línea de sucesión, sabíamos que nuestra posición siempre estaría en peligro. Las alianzas se forjaban y rompían rápidamente, y nuestra propia seguridad dependería de cuán bien pudiéramos navegar por los peligros de la corte.
Mientras me despedía de mi padre ese día, comprendí que no solo estaba enterrando al rey, sino también a la figura que, con todas sus fallas, había sido la constante en mi vida. Ahora, tenía que prepararme para el futuro, un futuro lleno de incertidumbre, pero uno en el que tendría que luchar, como siempre lo había hecho, para sobrevivir.
El Inicio del Reinado de Eduardo VI
El aire de la corte era tenso mientras observábamos el ascenso de mi hermano, Eduardo VI, al trono. A pesar de su corta edad, todo el peso de Inglaterra recaía sobre sus hombros. Eduardo era solo un niño, pero su destino ya estaba trazado. Los consejeros, encabezados por su tío Edward Seymour, ahora duque de Somerset, se movían rápidamente para asegurarse de que la regencia del nuevo rey fuera lo más controlada posible. Mientras todos lo rodeaban con alabanzas, yo sentía una sensación extraña. A medida que mi hermano comenzaba su reinado, algo en mí sabía que el peligro acechaba.
Mis pensamientos se veían constantemente perturbados por las noticias que llegaban sobre Catalina Parr, la viuda de mi padre. Apenas habían pasado algunos meses desde la muerte de Enrique, y Catalina ya había hecho lo impensable: se casó con Thomas Seymour, el ambicioso hermano menor del regente, Edward Seymour. Las lenguas venenosas de la corte no tardaron en hacerse eco del escándalo. Para muchos, Catalina ya no era la viuda reina; su rápido matrimonio había erosionado su prestigio.
Un día, mientras paseaba por los pasillos del palacio, escuché rumores que se confirmaron poco después. Catalina había sido despojada de sus títulos y posesiones, lo que marcaba el final de su influencia en la corte. Los consejeros de mi hermano, especialmente Edward Seymour, se aseguraron de que Catalina supiera que ya no tenía derecho a nada que perteneciera a la corona. Recuerdo haber visto a Catalina en esos días, caminando con su séquito reducido, con una dignidad que ocultaba el dolor de la humillación que estaba viviendo. Se veía tranquila, pero todos sabíamos que su mundo se derrumbaba.
"Su Majestad la Reina Viuda ya no tiene ningún derecho aquí," le había dicho uno de los consejeros con una frialdad escalofriante. "Sus posesiones, joyas y todo lo que fue suyo ahora son del reino. El rey Enrique no le dejó nada sustancial. Sabía que su interés por él no era más que por su fortuna."
Catalina, con su habitual compostura, intentó responder, pero el consejero no le permitió continuar.
"Deje de insistir, señora," continuó él. "Vaya con su nuevo marido, Thomas Seymour. Él es todo lo que le queda. Y no intente interferir con el reinado del hijo del rey. Eduardo no es su hijo, y nunca lo será. No tendrá la custodia de él. Eso está claro, y no vamos a permitir que interfiera con su futuro. Sus días en la corte han terminado."
Catalina intentó mantener su cabeza en alto, pero la realidad era dura. Su matrimonio con Thomas Seymour había sellado su destino, y ahora, más que nunca, estaba fuera de la corte y fuera del poder. Me preguntaba cómo habría caído tan rápido. ¿Cómo una mujer que había sido tan inteligente para navegar en la peligrosa corte de mi padre había terminado siendo empujada a un rincón?
A pesar de todo, Catalina se fue en silencio, sin hacer un escándalo. No podía evitar sentir una mezcla de compasión y alivio al verla irse. En mi corazón, sabía que su tiempo había terminado, pero no dejaba de admirar su valentía. Catalina había sido una mujer fuerte, que había sobrevivido a varias tragedias, pero esta vez, su ambición la había llevado demasiado lejos.
Mientras tanto, mi hermano, Eduardo, apenas comprendía lo que sucedía a su alrededor. Era un niño y, aunque llevaba la corona, la mayoría de las decisiones eran tomadas por su tío Edward Seymour. En esos primeros meses, mi hermana María y yo nos mantuvimos en un segundo plano, observando cómo la política se desarrollaba ante nuestros ojos. María, con su temperamento fuerte y su fe inquebrantable en el catolicismo, a menudo discutía con los consejeros, pero yo prefería escuchar en silencio, aprendiendo de cada movimiento que se hacía.
El reinado de Eduardo, aunque todavía en sus comienzos, ya mostraba señales de ser controlado por aquellos que lo rodeaban. Catalina Parr ya no era una amenaza, y con ella fuera del camino, el foco estaba en cómo mantener el control sobre el joven rey. Sabía que los años que vendrían serían complicados y llenos de intrigas. Tendría que estar más atenta que nunca.
El Encierro en la Red de Poder
Después de la muerte de mi padre, Catalina Parr, mi ex madrastra, logró obtener mi custodia, una decisión que me dejó sin rumbo. Catalina me llevó a vivir con ella y su nuevo esposo, Thomas Seymour, al castillo que compartían. Todo parecía cambiar tan rápidamente. Mi padre había dejado el trono, mi hermano pequeño Eduardo era el rey, y yo, Isabel, me encontraba atrapada en una situación de la que no sabía cómo escapar.
Thomas Seymour era un hombre atractivo, astuto y ambicioso, y desde el primer momento, me sentí incómoda con su presencia. No solo por el hecho de que era el esposo de mi ex madrastra, sino por la manera en que sus intenciones conmigo se hacían cada vez más claras. Los rumores empezaron a correr por la corte, acusaciones de que yo le permitía cortejarme, de que de alguna forma respondía a sus avances. Pero la verdad era muy diferente.
Yo nunca quise ser parte de ese juego.
Sabía que, en el orden de sucesión, yo era la tercera en la línea al trono, detrás de mi hermano Eduardo y mi hermana María. Thomas, sin duda, veía en mí una posibilidad de poder, una manera de asegurarse una posición elevada si lograba casarse conmigo o, peor aún, controlarme a través de una relación forzada. Pero yo no quería nada de eso. Yo no quería jugar en su red de poder. No quería estar atrapada bajo su dominio.
Seymour solía retenerme en contra de mi voluntad. Me hablaba de poder, de cómo yo podía reclamar el trono si solo jugaba mis cartas correctamente. "Podrías ser reina, Isabel," me decía con insistencia, intentando meter ideas en mi cabeza que yo rechazaba. Me hablaba de conspiraciones, de planes para tomar el control de Inglaterra. Pero todo eso me aterrorizaba. Yo no quería traicionar a mis hermanos, no quería traicionar a mi familia, y mucho menos quería estar atrapada en un juego de poder que yo no había escogido.
Catalina, en cambio, parecía no comprender mi situación. A pesar de que yo lloraba y sufría, ella no veía lo que Thomas me estaba haciendo. ¿O quizás lo veía y simplemente lo ignoraba? No lo sé. Catalina siempre había sido astuta, calculadora. Quizás en su ambición había permitido que Seymour tomara más control del que ella misma podía manejar. Me dolía, porque aunque había sido mi madrastra, aunque había sido la esposa de mi padre, ahora me sentía completamente abandonada por ella.
Seymour a veces se volvía violento. Recuerdo momentos en los que me golpeaba, desesperado porque no lograba que yo sucumbiera a sus deseos. Me hablaba de poder, de la ambición que ambos podríamos compartir, pero todo lo que yo quería era escapar. No entendía por qué estaban tan obsesionados conmigo. ¿Por qué era yo el centro de sus planes?
No fue fácil, pero trataba de mantenerme fuerte. Cada día era una lucha, intentando esquivar sus avances, sus palabras envenenadas, su juego de poder que intentaba envolverme. Pero yo sabía una cosa con certeza: no permitiría que me controlaran. Mi destino no estaba en sus manos. Yo era Isabel, hija de Enrique VIII, y no permitiría que nadie decidiera mi futuro más que yo misma.
Sin embargo, mientras pasaba el tiempo en su castillo, me di cuenta de algo: tenía que ser más fuerte, más astuta. Las enseñanzas de mi madre y las lecciones que había aprendido observando a mi padre me habían preparado para este momento. Catalina y Seymour podrían intentar manipularme, podrían intentar usarme en su juego, pero yo no cedería. Mi tiempo llegaría, y cuando lo hiciera, sería yo quien decidiera mi destino, no ellos.
Y así, cada día me mantenía firme, esperando el momento en que pudiera liberarme de su influencia.
Entre Sombras y Susurros
El castillo de Catalina Parr siempre parecía imponente, pero para Isabel, cada pasillo, cada habitación, se había convertido en una prisión. Llevaba poco más de dos meses viviendo bajo el mismo techo que Catalina y su nuevo esposo, Thomas Seymour. Al principio, Catalina la había acogido como una madrastra amable, como si aún quisieran preservar alguna imagen de la familia rota que Enrique VIII había dejado atrás. Pero todo había cambiado. La traición había tomado la forma de palabras y gestos silenciosos.
Isabel sabía que algo andaba mal con Thomas desde hacía semanas. Lo notaba en sus miradas furtivas, en los comentarios velados que lanzaba cuando Catalina no estaba cerca. Al principio, Isabel intentó mantener la distancia, pero Thomas no hacía caso de su indiferencia. Siempre encontraba excusas para estar cerca de ella, para hacerle insinuaciones que la hacían sentir incómoda. Aquella tarde fue diferente; todo llegó a un punto sin retorno.
Isabel estaba en su habitación, mirando por la ventana el jardín que tantas veces había sido su refugio. Escuchó los pasos firmes de Thomas acercarse por el pasillo y su corazón comenzó a latir con fuerza. No quería estar sola con él, pero antes de que pudiera hacer algo, la puerta se abrió de golpe.
—"Isabel", dijo Thomas con una sonrisa que no escondía su intención. "Siempre tan distante, tan fría. ¿No entiendes que no necesitas comportarte así?".
Isabel retrocedió, manteniéndose lo más lejos posible de él. —"Por favor, deja de hacer esto", suplicó, tratando de sonar firme, pero su voz temblaba.
—"¿Hacer qué?" Thomas se acercó más. "Sabes bien que no podrás ignorarme para siempre. Tu hermano es solo un niño. La corte es un juego de poder, y yo... yo puedo hacer mucho por ti".
—"No quiero nada de ti", respondió Isabel, sintiendo el pánico apoderarse de su cuerpo. Justo en ese momento, la puerta se abrió de nuevo. Catalina apareció, observando la escena con una mezcla de confusión y algo que Isabel no podía descifrar.
—"¿Qué está pasando aquí?", preguntó Catalina, dirigiéndose primero a Thomas. "¿Por qué Isabel está llorando?".
—"Mi querida esposa", respondió Thomas, su voz adoptando un tono suave. "Isabel... no está siendo sincera. Se comporta como si yo fuera un peligro, cuando lo único que he hecho es tratar de ayudarla. Creo que está malinterpretando mis atenciones".
Isabel, con el rostro cubierto de lágrimas, negó con la cabeza. —"¡Eso no es verdad! ¡Me ha acosado, Catalina! ¡No puedo quedarme más tiempo aquí!".
Catalina miró a Isabel y luego a Thomas. Durante un breve momento, Isabel pensó que Catalina la creería, que tomaría su lado. Pero las siguientes palabras de Catalina la dejaron helada.
—"Isabel... no sé qué pensar", murmuró Catalina, su voz teñida de duda. "Thomas es mi esposo. No creo que él haría algo así. Quizás... quizás estás malinterpretando sus intenciones".
—"¡Malinterpretando!" Isabel gritó con incredulidad. "¡Me ha acosado durante semanas! ¿No lo ves?".
Pero Catalina no quería oír más. —"Ya basta", dijo con voz firme. "No permitiré que se mancille el honor de mi esposo en mi propia casa. Si estás incómoda aquí, deberíamos considerar otro lugar para ti".
El corazón de Isabel se rompió en ese instante. Catalina había decidido ponerse del lado de Thomas. Su última esperanza de encontrar un aliado en esa casa se desvaneció. Pero lo peor no había terminado.
Thomas, aprovechando la duda sembrada en Catalina, avanzó hacia Isabel. —"Sabes", le susurró al oído, "puedes resistirte todo lo que quieras, pero al final... caerás. Todos lo hacen".
Catalina observaba desde la puerta, sus manos temblando. Quizás había una parte de ella que sabía la verdad, pero prefería mirar hacia otro lado, temerosa de enfrentar lo que realmente estaba ocurriendo.
—"No me toques", murmuró Isabel, con la voz quebrada por el miedo y la rabia.
—"Nadie te tocará si no quieres", replicó Thomas en un tono burlón. "Pero todos sabemos que no eres una niña tan inocente como te gusta aparentar".
Catalina, ahora visiblemente incómoda, dio un paso hacia adelante. —"Thomas, ya es suficiente. Deja que Isabel descanse".
—"Claro, querida", respondió Thomas, sonriendo. "Todo a su tiempo".
Esa noche, Isabel no pudo dormir. Cada rincón del castillo la asfixiaba, cada sonido la hacía sobresaltarse. Las risas y los susurros de Thomas y Catalina en la habitación contigua la atormentaban. Sabía que su tiempo allí estaba contado. Catalina la había traicionado, y Thomas no se detendría hasta obtener lo que quería.
Al día siguiente, Isabel decidió que no se escondería más. Aunque se sentía atrapada, intentó mantener la dignidad que le quedaba. Evitaba a Thomas lo más que podía, y cuando estaba en presencia de Catalina, trataba de mantener la distancia. Pero ya nada sería igual.
El jardín se convirtió en su único refugio, el único lugar donde podía sentir algo de paz. Con su nana a su lado, paseaba entre las flores, pensando en su futuro incierto. Sabía que no podía quedarse allí para siempre. De alguna manera, debía encontrar la forma de salir de aquella pesadilla. Pero por ahora, lo único que podía hacer era esperar y resistir, mientras la sombra de Thomas Seymour seguía acechando su vida.
Verdades Crueles
Isabel estaba sentada en el jardín, observando cómo las sombras alargadas se deslizaban sobre las flores, cuando escuchó los pasos de Catalina Parr y Thomas Seymour acercándose. Sabía que no podía evitar este encuentro por más tiempo. Catalina había cambiado desde que se casó con Thomas, y ahora parecía otra persona, completamente influenciada por las manipulaciones de su esposo. Isabel había soportado demasiado en esas semanas, pero aquella tarde, todo explotaría.
Thomas, como siempre, fue el primero en hablar. —"Isabel, ¿sigues comportándote como una niña asustada? Debes aprender a vivir en este mundo adulto. No puedes esconderte en los jardines para siempre".
Isabel, tratando de contener su rabia, se levantó despacio. —"Si mi padre estuviera vivo, tú ya estarías decapitado por esto", dijo con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza. "Por maltratar y querer violar a una princesa de Inglaterra. No permitiría que un hombre como tú, Thomas, siquiera tocara el suelo que piso".
Catalina, quien hasta ahora había permanecido en silencio, soltó una carcajada sarcástica. —"Oh, Isabel, siempre tan dramática", comentó mientras miraba a su esposo con complicidad. "Tu padre no era un hombre santo, y tú lo sabes mejor que nadie. Lo que tú llamas 'justicia' es solo una ilusión. Aquí no hay lugar para los débiles".
Isabel la miró con una mezcla de incredulidad y desprecio. —"¿De verdad te escuchas, Catalina? ¿Defiendes a este hombre? Mi padre, por muy imperfecto que fuera, jamás habría permitido lo que está haciendo. Tú lo sabes".
—"¡Tu padre!" Catalina se acercó un paso más, los ojos llenos de una furia contenida. "Tu padre era un hombre que tomaba lo que quería, cuando quería, sin importar las consecuencias. No seas ingenua, Isabel. Si no fueras una princesa, serías solo una más de las mujeres que él desechó".
Isabel no pudo creer lo que estaba escuchando. —"¡Tú eras una de ellas! No te casaste con mi padre por amor, Catalina, y todos lo sabemos. Tú solo querías el título, la seguridad que te brindaba. No te atrevas a hablar de él como si fueras mejor".
La bofetada llegó antes de que Isabel pudiera terminar la frase. Catalina, con la cara desencajada por la ira, le había dado un golpe tan fuerte que la joven cayó al suelo. El impacto resonó en el aire quieto del jardín. Isabel, aturdida, se llevó la mano al rostro mientras sentía el calor del golpe esparcirse por su mejilla.
—"¡Cómo te atreves!", gritó Catalina, con los ojos llenos de una mezcla de rabia y humillación. "¡Yo fui la esposa de tu padre, la Reina de Inglaterra! No me hables como si no supiera lo que es el poder".
Isabel se levantó despacio, con el labio ensangrentado. La rabia hervía dentro de ella, pero no dejaría que la humillaran de esa manera. —"Sí, fuiste la Reina", dijo en un tono gélido, "pero también fuiste una más. No te casaste por amor con mi padre, Catalina. Lo sabemos todos. Solo querías su fortuna, su poder. Y ahora estás aquí, defendiendo a este hombre, este..." —señaló a Thomas con desdén— "este cobarde que no es digno ni de atarme los zapatos".
Catalina dio un paso hacia ella, pero Isabel no retrocedió. —"Thomas y yo somos poderosos. Si mi padre hubiera estado vivo, claro, las cosas serían distintas, pero ya no está. Y tú, Isabel, eres solo una niña jugando a ser reina. No sabes nada del mundo real".
Isabel la miró a los ojos, desafiante. —"No soy una niña. Y no me quedaré aquí, en este juego de poder que tú y Thomas están jugando. Si crees que puedes controlarme, estás equivocada".
—"¿Y qué harás?" Catalina preguntó sarcásticamente, con una sonrisa cruel en los labios. "¿Acaso vas a correr a la corte y acusar a Thomas? Nadie te creerá. Eres una joven, sin aliados, sin poder real. Estamos en una posición mucho más fuerte de lo que imaginas".
Isabel limpió la sangre de su labio y la miró con desprecio. —"Tal vez no tenga poder ahora, pero recuerda que soy Isabel Tudor. Estoy destinada a ser más de lo que tú jamás fuiste. Y cuando llegue ese día, tú y Thomas pagarán por lo que han hecho".
Catalina, con una sonrisa forzada y el rostro aún lleno de furia, se dio la vuelta. —"No subestimes a los poderosos, niña", dijo mientras se alejaba junto a Thomas. "Siempre somos los que ganamos".
Isabel, con la respiración agitada, los observó marcharse. Aunque había sido golpeada y humillada, no permitiría que eso la rompiera. Catalina Parr había elegido su camino, y tarde o temprano, ese camino la llevaría a su ruina. Isabel sabía que tendría que bregar con muchas sombras en los años venideros, pero una cosa era cierta: jamás se sometería a la manipulación de Thomas ni a la crueldad de Catalina.
Por primera vez en semanas, sintió que, aunque estaba atrapada, no estaba completamente derrotada.
El Golpe Final
Recuerdo aquellos días con una claridad que a veces me hace desear que fueran más difusos. Catalina Parr, la viuda de mi padre, había caído en las manos de Thomas Seymour, un hombre manipulador y lleno de ambiciones desmedidas. Y aunque nunca había querido involucrarme más de lo necesario, mi custodia quedó bajo su control, una trampa de la cual me sería difícil escapar.
Fue en aquellos días, después de semanas de vivir bajo su techo, que todo se desmoronó. Catalina había quedado embarazada. Al principio, pensé que quizás la llegada de un hijo suavizaría la situación, pero me equivocaba. Thomas, siempre sediento de poder y con un deseo insaciable de control, no cesaba en sus avances hacia mí. Sabía que, para él, yo no era más que una pieza clave para acceder al trono. Yo, la tercera en sucesión, una joven a la que podía manipular si lograba hacerme caer en sus redes.
Pero no. Nunca caí. Lo odiaba.
Recuerdo una tarde en particular. Thomas había intentado, una vez más, sobrepasarse conmigo. Lo había soportado ya demasiado, y aquella tarde, lo enfrenté como nunca antes. Estaba furiosa, y mis palabras salieron con una rabia que no había podido controlar hasta entonces.
—"Eres un hombre vil, Thomas", le dije, mirándolo directamente a los ojos. "Si mi padre estuviera vivo, no habrías durado ni un día. Habrías sido decapitado por tus crímenes, por tu ambición desmedida, y por tu comportamiento repulsivo".
Thomas rió, una risa amarga y burlona. —"Tu padre no está aquí, Isabel. Este es un mundo de hombres, y tú deberías aprender a jugarlo si quieres sobrevivir. Yo podría ayudarte, si tan solo dejaras de resistirte".
—"¿Ayudarme?" escupí las palabras con desprecio. "Lo único que buscas es tu propio poder, y si crees que voy a ser parte de tu plan, estás muy equivocado. Dios es testigo de tus actos, y créeme, llegará el día en que pagarás por todo lo que has hecho. No seré yo quien te castigue, pero confío en que la justicia divina lo hará".
—"Isabel, siempre tan dramática", replicó él con esa sonrisa insolente. "El poder no es algo que se deje en manos de Dios, sino que se toma con las propias manos".
—"Puede que tú lo creas así", le respondí, con voz firme. "Pero no siempre los que toman el poder lo mantienen. Estás jugando con fuego, Thomas. Y ya te quemarás".
Aquella fue nuestra última conversación antes de que todo cambiara. Catalina, debilitada por su embarazo y el estrés que Thomas le infligía, entró en labor de parto mucho antes de lo previsto. Me encontraba en mis aposentos cuando supe que las cosas no iban bien. Gritos resonaban por los pasillos, y el caos se apoderaba de la casa. Catalina había sido una mujer fuerte, pero el maltrato y la manipulación de su esposo la habían consumido. El parto fue complicado, y aunque sobrevivió por poco tiempo, el golpe final estaba dado.
Yo, por supuesto, fui echada de la casa. Thomas no quería a una testigo de sus fallos y manipulaciones, especialmente después de lo sucedido con Catalina. Mis familiares fueron quienes me acogieron. Me enviaron a la casa de mi prima, Lady Katherine Ashley, donde finalmente pude encontrar algo de paz, aunque las cicatrices de esos meses quedaron grabadas en mi alma.
Antes de partir, Catalina y yo tuvimos una última conversación. No era la mujer que había conocido, la reina fuerte que una vez había sido la esposa de mi padre. Ahora estaba consumida por la desesperación y la angustia. Aún así, cuando la miré a los ojos, sabía que no había vuelta atrás.
—"Todo esto es culpa de Thomas", le dije, con una calma fría que incluso me sorprendió. "Él ha destruido lo poco que te quedaba, Catalina. Y cuando él caiga, será porque Dios finalmente hará justicia".
Catalina, agotada y apenas capaz de responder, solo me miró con esos ojos que alguna vez habían sido vibrantes, ahora llenos de tristeza y resignación. No dijo nada, pero sabía que en el fondo, entendía que su vida había sido una serie de malas decisiones, de las que Thomas Seymour era la peor.
Así me fui, sabiendo que pronto la tragedia tocaría de nuevo. Catalina moriría poco después del parto, dejando a Thomas solo, con su ambición vacía. Y yo, a pesar de haber sido víctima de sus intentos de manipulación y control, salí de esa situación más fuerte que nunca.
Porque sabía que algún día, mi momento llegaría. Y cuando llegara, ningún Thomas Seymour ni ningún otro hombre volvería a controlarme.
El Refugio Familiar
Después del caos en la casa de Catalina Parr y Thomas Seymour, mi vida cambió drásticamente. Ya no era una princesa bajo el control de un hombre ambicioso, pero la incertidumbre aún me rodeaba. Con Catalina muerta y Thomas cada vez más desesperado por mantener su influencia, fui rápidamente retirada de su cuidado.
Mis familiares, sabiendo la gravedad de la situación, actuaron con rapidez. Fue mi prima, Lady Katherine Ashley, quien intervino primero. Katherine siempre había sido más que una prima para mí; era casi como una madre, y su hogar representaba el único refugio seguro que podía encontrar en esos días de confusión y miedo.
Cuando llegó la noticia de que me llevarían lejos de la casa de Seymour, fue Katherine quien organizó todo. Me trasladaron discretamente, evitando cualquier escándalo que pudiera empañar mi nombre o, peor aún, mi posición en la línea de sucesión.
Me fui a la casa de Katherine en Hatfield. Hatfield era tranquila, rodeada de jardines amplios y un aire fresco que contrastaba enormemente con el ambiente opresivo que había dejado atrás. Aquí, al menos por un tiempo, podría encontrar algo de paz.
Recuerdo mi llegada como si fuera ayer.
El carruaje se detuvo frente a la casa y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía respirar sin la sombra de Thomas Seymour persiguiéndome. Katherine me recibió con los brazos abiertos, abrazándome con una ternura que casi me hizo llorar.
—"Estás a salvo aquí, Isabel", me dijo suavemente mientras me guiaba hacia el interior. "No tienes que preocuparte más por ese hombre. Nadie te hará daño aquí".
Sus palabras me reconfortaron, pero también sabía que mi tiempo en Hatfield sería temporal. Siempre había algo más allá de las paredes de cualquier refugio; el juego de poder nunca terminaba, y aunque estaba a salvo de Seymour, la corte y sus intrigas seguían siendo una amenaza.
Mis días en Hatfield fueron una mezcla de alivio y reflexión. Los jardines me proporcionaban un lugar donde podía pensar con claridad, caminar bajo los árboles y planear mi futuro. Lady Katherine se aseguraba de que estuviera ocupada, retomando mis estudios, fortaleciendo mi educación y preparándome para lo que vendría. Sabía que mi posición como tercera en la línea de sucesión no era un hecho menor, y si algún día llegaba mi turno, tenía que estar lista.
Durante esos días, otros familiares me visitaron. Mi prima, Lady Mary, fue una de las primeras. Aunque nuestras diferencias eran notorias, especialmente en lo religioso, ambas sabíamos lo importante que era mantenernos unidas en aquellos tiempos inestables.
Mary fue directa, como siempre. —"Isabel, debes tener cuidado. La muerte de Catalina y la caída de Thomas son solo el principio. Hay muchos que querrán aprovecharse de tu posición".
—"Lo sé", respondí, mirándola fijamente. "Pero no me quedaré sin hacer nada. Estoy aprendiendo, observando. Y cuando sea necesario, actuaré".
Otros familiares, como Edward Courtenay, el joven conde de Devon, también vinieron a ofrecer su apoyo. La nobleza estaba alerta, sabiendo que cualquier cambio en la corte podría significar un ajuste en sus propias posiciones.
Pasé dos meses en Hatfield, y aunque fueron cortos, esos días me ayudaron a recuperarme y a reforzar mi determinación. Aprendí que, en un mundo lleno de traiciones y ambiciones desmedidas, la única manera de sobrevivir era ser más astuta que mis enemigos, ser paciente y esperar el momento adecuado.
Antes de partir de Hatfield, tuve una última conversación con Lady Katherine.
—"Isabel", me dijo con preocupación en su voz. "Pronto volverás a la corte, y quiero que recuerdes esto: sé siempre cautelosa. Confía en pocos y mantén tu verdadero poder oculto hasta que llegue el momento de usarlo".
Asentí, sabiendo que tenía razón. La corte era un nido de víboras, y aunque había sobrevivido a Thomas Seymour, otras amenazas estaban por venir. Pero también sabía algo más: con cada prueba, me volvía más fuerte.
Cuando llegó el momento de dejar Hatfield, lo hice con la cabeza en alto. Iba hacia un futuro incierto, pero sabía que ya no era la misma joven que había llegado, vulnerable y asustada. Ahora, era más sabia, más fuerte y más decidida que nunca.
Lady Katherine se despidió de mí con una mirada llena de orgullo. Y mientras subía al carruaje, supe que, pase lo que pase, estaba lista para enfrentar lo que viniera.
Tiempos de Tensión
Mi hermano Eduardo, cada vez más joven y frágil, insistía en que estuviera a su lado. Había algo en su voz que siempre me hacía acudir, quizás por el simple hecho de que, a pesar de todo, él era mi hermano. Compartíamos más que la sangre: compartíamos la pesada carga de la sucesión, y aunque Eduardo era el rey, sabía que también me necesitaba, aunque fuera en silencio, aunque fuera en los pasillos oscuros de nuestras vidas.
María, mi media hermana, también estaba cerca. La dinámica entre nosotros era tensa. Aunque la sangre nos unía, las diferencias eran insuperables. María, devota católica, siempre intentaba convencerme de que debía regresar a la verdadera fe, según ella. No obstante, cada vez que mencionaba la palabra "catolicismo", sentía que mi sangre hervía. No era que no amara a mi hermana, sino que las cicatrices del pasado nos separaban en lo más profundo de nuestros corazones.
Una tarde, mientras estábamos los tres reunidos, María me tomó por sorpresa.
—"Isabel", comenzó suavemente, pero su mirada era intensa. "Sabes que Eduardo no va a vivir para siempre. Este reino necesita estabilidad y paz. Si te convirtieras al catolicismo, podríamos escapar juntos, vivir en paz, lejos de toda esta locura. Sería lo mejor para todos".
La miré fijamente, incrédula. ¿De verdad creía que renunciaría a lo único que me quedaba? La fe de mi madre, la memoria de Ana Bolena, era lo último que mantenía viva mi identidad en medio de todo el caos.
—"No", le dije con firmeza. "Eso es lo único que me queda de mi familia. No puedo hacerlo. No voy a traicionar la memoria de mi madre".
María frunció el ceño, claramente ofendida por mi respuesta. —"Tu madre", respondió con desprecio, "fue una mujer que trajo el caos a Inglaterra. Si de verdad te preocupas por este país, harías lo correcto".
La tensión crecía en la habitación. Eduardo, desde su lecho, nos observaba en silencio. Sabía que esto era una batalla de voluntades que no podía detener. María se adelantó hacia mí, su rostro más cerca del mío.
—"Si no lo haces, Isabel", continuó en un tono frío, "te estás condenando a ti misma. Sabes que los protestantes no tienen futuro aquí. Cuando Eduardo ya no esté, no habrá nadie que te proteja. Yo soy la heredera, y si no te unes a mí, serás destruida".
No pude evitar soltar una carcajada sarcástica. —"¿De verdad crees que me puedes intimidar, María? Si mi padre estuviera vivo, no dudaría ni un segundo en hacerte callar por hablar así. Pero no es él quien está aquí, ni tú quien puede dictar mi destino. No necesito tu paz ni tu religión".
La tensión en la sala era palpable. Cada palabra nuestra era como un golpe, una confrontación silenciosa. María apretó los labios, furiosa, pero no respondió. Sabía que nuestras diferencias eran irreconciliables.
Después de aquella conversación, la convivencia entre nosotros tres se volvió aún más incómoda. Cada noche me asustaba la idea de que alguien pudiera intentar hacerme daño. ¿Y si María decidía que era mejor eliminarme de una vez por todas? ¿Y si alguien en el séquito de Eduardo veía una oportunidad para ganar favor eliminando a una posible amenaza al trono? Me sentía atrapada entre dos fuegos, y no había manera de escapar.
Hubo una noche en particular en la que el miedo se intensificó. Nos visitó un séquito demasiado grande, una comitiva que parecía traer consigo una especie de amenaza silenciosa. Las antorchas iluminaban los pasillos, y el sonido de las botas resonaba en cada rincón del castillo.
Eduardo estaba demasiado enfermo para recibirlos, y María y yo nos miramos, compartiendo una tensión que solo los que temen por su vida podrían entender. Ninguna de las dos sabía qué esperar de aquellos visitantes. ¿Venían en son de paz o con intenciones más oscuras?
Esa noche no dormí. Me quedé despierta, con el corazón latiendo con fuerza, esperando escuchar el sonido de un golpe en la puerta, temiendo que al abrirla encontraría el fin de mi historia.
Pero al final, la noche pasó sin incidentes. A la mañana siguiente, el séquito se había marchado, y la vida en el castillo continuó, aunque la desconfianza entre nosotros tres seguía creciendo.
Sabía que Eduardo me necesitaba, pero también sabía que su tiempo era limitado. Y cuando él se fuera, quedaría a merced de María y sus seguidores.
Despedida y Desafío
La noche que siguió a la visita del séquito dejó una marca imborrable en mi corazón. María, con su usual severidad y firmeza, me abordó al amanecer. El aire estaba cargado de una tensión inusual, y sabía que algo importante estaba por suceder.
—"Isabel," comenzó con una mezcla de desdén y resignación en su voz, "ya no te veré más. No en el mismo sentido que antes."
Las palabras de María resonaron en mi mente, su tono casi profético. Estábamos en el salón principal del castillo, el sol se filtraba a través de las cortinas, pero no podía disipar la oscuridad de su mensaje.
—"¿Qué quieres decir con eso?" pregunté, tratando de mantener mi voz serena.
Ella se adelantó, sus ojos fijos en los míos con una intensidad que me heló el alma. —"Verás, Isabel, estamos en un momento crucial para Inglaterra. Este país necesita un liderazgo fuerte y unificado, y nosotros, los verdaderos defensores de la fe, debemos asegurar que nuestra nación alcance la gloria. Tú, en cambio, te aferras a tus creencias protestantes, y eso te convierte en un obstáculo."
Mi corazón palpitó con fuerza. El rechazo de María era una mezcla de ira y preocupación. Sabía que su devoción por la causa católica iba más allá de una simple diferencia de opiniones; para ella, era una cuestión de supervivencia y poder.
—"María, ¿realmente crees que puedes cambiar mi fe con palabras? ¿Que tu visión de la gloria para Inglaterra incluye aplastar a quienes no comparten tu religión?" le respondí, con una furia contenida.
María frunció el ceño, su frustración evidente. —"No se trata solo de fe, Isabel. Es sobre quién puede guiar mejor a esta nación en tiempos de necesidad. Tú sigues aferrada a un protestantismo que, para muchos, es una herejía. No serás parte de la gloria que queremos construir."
Sus palabras eran cortantes, casi como una sentencia. Pero lo que más me dolía era el hecho de que estaba condenando lo que más valoraba: mi identidad, mi fe, y mi lugar en este mundo tumultuoso.
—"Entonces, ¿qué harás conmigo?" pregunté, mi voz casi un susurro. "¿Qué te conviene hacer con la hija de tu padre que no comparte tu visión?"
—"Tu lugar aquí está en juego, Isabel," dijo María con una frialdad calculada. "Si te niegas a conformarte, te enfrentarás a las consecuencias. No puedo permitir que tu herejía ponga en peligro el futuro de Inglaterra."
Las palabras se quedaron colgando en el aire, como una sombra ominosa sobre nuestro futuro. María no era la única que parecía tener una visión clara sobre el futuro del reino; su discurso reflejaba un compromiso ferviente con sus creencias, y eso me dejaba en una posición peligrosa.
Después de esta amarga conversación, me retiré al jardín, donde la tranquilidad del entorno era una pequeña válvula de escape a la presión que sentía. Las flores y el aire fresco no podían borrar la tensión, pero al menos me ofrecían un respiro.
Esa noche, mientras me preparaba para dormir, el miedo a lo desconocido me mantenía despierta. Sabía que mi tiempo en el castillo estaba marcado por la incertidumbre. La conversación con María había dejado claro que mi lugar en este juego de poder no era seguro. La lealtad y el desafío entre mis hermanos y yo estaban en constante batalla.
En el silencio de mi habitación, me preguntaba si alguna vez encontraría una resolución a este conflicto interno y externo. Las sombras del pasado y las amenazas del presente se entrelazaban en mi mente. María había dejado claro que no había un lugar para la neutralidad en su visión del futuro.
Y mientras el sol se ponía sobre el castillo, me preguntaba si la próxima vez que viera a María, sería bajo circunstancias muy diferentes. Una cosa era segura: la lucha por el poder, la fe, y el lugar que me correspondía en este tumultuoso mundo apenas comenzaba.
La Convulsión de la Fe
En el tumultuoso año de 1549, la tensión en la corte alcanzó un punto de ebullición. Eduardo, ahora rey, estaba decidido a consolidar su poder y asegurar la estabilidad del reino. María, por su parte, se mantenía firme en su fe católica, una postura que no estaba dispuesta a cambiar. Isabel, en medio de esta tormenta política y religiosa, se encontraba atrapada en una encrucijada de lealtades y temores.
La Escena en el Salón
El día en que se desató la tormenta, el ambiente en el salón real era denso y cargado de tensión. Los ecos de los gritos y la discusión intensa resonaban en las paredes de piedra, mientras Eduardo y María se enfrentaban en una confrontación que prometía ser épica. Isabel, parada en un rincón de la sala, observaba con el corazón acelerado, temiendo por el bienestar de su hermano.
Eduardo, con su rostro enrojecido por la furia, comenzó la discusión. —“¡María! Tu obstinación con el catolicismo está poniendo en peligro no solo tu posición, sino la estabilidad de todo el reino. No puedo permitir que tu negativa a convertirte al protestantismo continúe socavando mi reinado.”
María, con la dignidad y la firmeza que siempre la caracterizaba, no retrocedió. —“Eduardo, mi fe es lo que soy. No voy a traicionar mis creencias solo para complacerte. La religión no se puede cambiar bajo coacción, y menos aún para servir a tus propósitos políticos.”
Isabel, paralizada por el miedo, intentó no hacer ruido, pero la conversación era tan fuerte y agitada que no pudo evitar escuchar cada palabra. El rostro de Eduardo estaba contorsionado por la frustración, sus palabras eran como golpes que buscaban herir a María.
—“¡Entonces no te das cuenta del caos que estás provocando!” Eduardo gritó, su voz resonando en las paredes del salón. “Tu terquedad está debilitando mi posición. Necesito que apoyes mi causa y, para ello, debes adoptar la fe protestante. ¡Es lo que se espera de ti!”
María se mantuvo firme, sus ojos chisporroteando con desafío. —“No me inclinaré ante tus exigencias. La fe es una cuestión de convicción, no de conveniencia política. Tu presión solo refuerza mi decisión de permanecer fiel a mis creencias.”
El Tenso Silencio de Isabel
Isabel, aterrorizada por la intensidad del conflicto, se encontraba al borde de las lágrimas. El temor de que la situación se saliera de control y que su hermano pudiera ser herido o peor la aterraba. La discusión entre Eduardo y María se tornó cada vez más personal, cada palabra cargada de ira y resentimiento.
Eduardo, incapaz de controlar su furia, se volvió hacia Isabel. —“¿Y tú, Isabel? ¿Vas a quedarte ahí sin decir nada? ¿No vas a apoyar a tu hermano en esta crucial decisión? Necesito tu lealtad ahora más que nunca.”
Isabel se quedó en silencio, la angustia visible en su rostro. Sabía que cualquier palabra que pronunciara podría agravar aún más la situación. La presión de la expectativa de Eduardo la estaba aplastando, y no quería arriesgarse a empeorar la situación.
El Enfrentamiento Final
La tensión llegó a su punto máximo cuando Eduardo, en un ataque de desesperación, comenzó a gritar con vehemencia. —“¡María, si no te conviertes, el reino no podrá sostenerse! Mi poder se basa en la unificación religiosa. No puedo permitir que continúes como un obstáculo en mi camino. ¡Si no cambias, me veré obligado a actuar drásticamente!”
María, su rostro pálido pero desafiante, respondió con una calma inquietante. —“Eduardo, si piensas que mi fe se puede cambiar por la fuerza, estás equivocado. La fuerza no cambiará lo que está en mi corazón. Si esto te lleva a actuar drásticamente, que así sea.”
Eduardo se volvió hacia Isabel con una expresión desesperada. —“Isabel, necesito tu apoyo. Ayúdame a convencerla, o al menos, mantente al margen de esta batalla. No puedo enfrentar esta lucha solo. Tu apoyo es crucial.”
Isabel, con el corazón pesado, se dirigió hacia María. —“María, no estoy aquí para cambiar tu fe. Mi lugar no es decidir por ti, pero tampoco puedo ignorar la presión de mi hermano. Esta situación está fuera de mi control.”
La Despedida y las Consecuencias
La discusión terminó con un sentimiento de derrota y confusión. Eduardo y María se separaron, ambos sumidos en su propia furia y tristeza. Isabel, temiendo por las consecuencias de la continua fricción, se retiró a su habitación, sintiendo el peso de la tensión y el conflicto en sus hombros.
Poco después de este enfrentamiento, la situación se volvió aún más complicada. Eduardo, incapaz de doblegar a María, decidió tomar medidas drásticas. La presión sobre Isabel se intensificó, y la separación entre ella y su hermana se hizo evidente. María fue enviada a su castillo, y Eduardo, incapaz de reconciliar sus diferencias, comenzó a consolidar su poder sin el apoyo de su hermana.
Isabel, ahora aislada, se encontró en un lugar intermedio, atrapada entre la lealtad a su hermano y su compromiso con sus propias convicciones. La dinámica en la corte se había alterado irremediablemente, y cada uno de los participantes en esta turbulenta batalla por el poder y la fe comenzó a enfrentar las consecuencias de sus decisiones.
La partida de María y la presión sobre Isabel reflejaron el costo personal de la ambición y la lucha por el control, mostrando la difícil realidad de un reino dividido por la fe y el poder.