¿Alguna vez han pensado en los horrores que se esconden en la noche, esa noche oscura y silenciosa que puede infundir terror en cualquier ser vivo? Nadie había imaginado que existían ojos capaces de ver lo que los demás no podían, ojos pertenecientes a personas que eran consideradas completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que esos "dementes" estaban más cuerdos que cualquiera.
Los demonios eran reales. Todas esas voces, sombras, risas y toques en su cuerpo eran auténticos, provenientes del inframundo, un lugar oscuro y siniestro donde las almas pagaban por sus pecados. Esos demonios estaban sueltos, acechando a la humanidad. Sin embargo, existía un grupo de seres vivos—no todos podrían ser catalogados como humanos—que dedicaban su vida a cazar a estos demonios y proteger las almas de los inocentes.
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CAPITULO SIETE
Ivelle se apresuró a buscar a su hermana, Azul. Vagó por el pasillo, sin saber por dónde empezar. Había muchas habitaciones y abrió una tras otra hasta que finalmente llegó a la habitación de Azul. La encontró sentada en la cama, con la mirada fija en sus manos. Ivelle conocía bien a su hermana y sabía que algo no estaba bien. Se acercó y se sentó a su lado.
— Hola, Azul —dijo Ivelle suavemente, poniendo una mano en el hombro de su hermana. — Mamá me mandó a buscarte. Necesita ayuda con algo.
Azul levantó la mirada, con los ojos enrojecidos por llorar. Suspiró profundamente y asintió.
—Lo sé... Lo siento, Ivelle. Es solo que... no sé si puedo hacer esto ahora.
Ivelle frunció el ceño, mostrando su preocupación en el rostro.
—¿Qué pasa, Azul? Sabes que puedes hablar conmigo.
— Hermana, tú qué harías si… — la chica se interrumpió a sí misma. Tomó una gran bocanada de aire —. Ivey, tengo que decirte algo importante, pero por favor, prométeme que no le dirás a nadie — su voz sonaba entrecortada reflejando así el miedo que tenía —. No quiero que le digas a nuestros padres esto. Ya sabes cómo son de…
Ivelle arrugó la frente, tomó la mano de su hermana y asintió. Azul comenzó a llorar como nunca. La mirada de Ivelle se dirigió a la puerta donde un pequeño duendecillo apareció, pero antes de que ella dijera algo,el duendecillo se esfumó dejando un rastro de humo verde. Ivelle concentró su atención en su hermana mayor, quien se encontraba llorando como nunca.
—Puedes contarme lo que sea. Juro que no lo diré a nadie.
— Ivelle, yo estoy… tengo un mes de gestación — Ivelle abrió los ojos como plato —. Al principio creí que era una equivocación, que los nervios me estaban ganando, pero ya fui con Madame Carl…y ella me confirmó mis sospechas con la pócima de sangre. Voy a ser… mamá. — Las palabras resonaron en la habitación, creando un silencio cargado de emotividad. Ivelle quedó atónita ante la revelación, sus propias emociones enredadas entre la sorpresa y la compasión. —No quiero que nuestros padres se enteren. Ellos me mataran.
Ivelle comenzó a negar con la cabeza. Todavía no podía creer lo que había escuchado. ¿Su hermana estaba embarazada? Eso no podía ser real. Ella no tenía novio, mucho menos pretendientes. Miro de reojo a su hermana quien estaba llorando a mares.
— Azul, por los Dioses, pero que hiciste —se levantó de golpe —. ¿Es verdad lo que dices? — su hermana asintió —. ¿Cómo pudiste quedar embarazada a los diecinueve años? ¿Qué pasó por tu cabeza? Esto no es algo que le puedas ocultar a nuestros padres. Tarde o temprano se enteraran. Es mejor que lo hagan ahora que cuando tengas la panza grande… Azul, entiendo que estés asustada y confundida en este momento, pero tienes que tomar el valor para hablar con nuestros padres.
—Nuestros padres me tirarían a la calle como basura por salir embarazada —confesó, su voz temblorosa revelando el miedo que la consumía—. No sé qué hacer. Estoy realmente asustada. Tengo miedo de hacer esto sola. El padre de mi hijo es el… el futuro emperador de Aureum.
— ¿Cómo te involucraste con ese hombre?
— Es una historia muy larga…
— Hazlo responder por eso. Es hijo de ambos, Azul. Dile a nuestros padres antes de que las cosas se compliquen porque sabes que si eso sucede, la que pierde eres tú.
Después de unos minutos, las dos chicas descendieron las escaleras. Ivelle ayudó a su madre a terminar de preparar la mesa, mientras su mente seguía divagando en lo que Azul le había confesado. Se sentía molesta y confundida por la situación. ¿Cómo podía su hermana haber llegado a esa situación sin tomar precauciones? Consideraba que su hermana era muy idiota, pero sabia que debia apoyarala para que ella no se sintera sola.
— ¿Qué pasa, Ivelle? Pareces preocupada —preguntó su madre, notando el ceño fruncido de su hija.
— Nada, mamá, estoy pensando en que pronto volveré a la academia —respondió Ivelle, tratando de desviar la conversación de su verdadera preocupación.
— Eres muy inteligente, Ivey. Sé que volverás a sacar buenas notas como siempre —dijo su madre con una sonrisa alentadora.
— Papá no piensa lo mismo de mí —susurró Ivelle, dejando escapar lo que realmente la estaba inquietando.
— Tu padre es un completo imbécil. No le hagas caso —respondió su madre con firmeza, mientras continuaba preparando la mesa para la celebración del cumpleaños de su hermano.
Ivelle asintió, agradecida por el apoyo de su madre, pero aún angustiada por la situación de Azul y el futuro incierto que se cernía sobre su hermana y su familia. Aunque intentaba concentrarse en la celebración, su mente no dejaba de dar vueltas a la confesión de Azul y a las posibles consecuencias que podrían desencadenarse. Ella terminó de arreglar los vasos. Secó sus manos al mismo tiempo en el que su abuela bajaba de las escaleras. Ivelle corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. Su abuela era una de sus personas favoritas en el mundo.
— Te he extrañado mucho, abuela.
La anciana sonrió con ternura mientras abrazaba a su nieta.
— Yo también te he extrañado mucho, mi niña. ¿Cómo has estado?
Ivelle le devolvió el abrazo con cariño, sintiéndose reconfortada por la calidez de su abuela. Aunque habían hablado por teléfono, no había nada como estar juntas en persona.
— Estoy bien, abuela. Extrañaba estos momentos contigo.
— Y yo a ti, mi niña. Oye, te compré un vestido en la tienda de la señorita Melia. Está en la segunda habitación. Ponte eso, te verás hermosa.
Ivelle la miró con cariño, pero también con preocupación.
— Abuela, te he dicho que no debes gastar tu dinero en mí. Sabes que...
Su abuela la interrumpió con una sonrisa y un gesto de la mano.
— No me hagas caso, querida. Solo quiero que te veas bien para la ocasión. Además, me gusta consentirte de vez en cuando.
Ivelle asintió con una sonrisa, agradecida por el gesto de su abuela. Se dirigió hacia la segunda habitación y encontró el vestido que su abuela había mencionado. Era de un color azul profundo con detalles bordados en plata, elegante y clásico. Se lo probó y se ajustaba perfectamente.
Así mismo, en la brumosa tarde de su cumpleaños, Vante se reunió con sus fieles camaradas, Katana y Daniel, en la acogedora cabaña náutica conocida como Lili, ubicada en las orillas del río que serpentean a través del pintoresco pueblo. El sonido suave del agua acariciando la orilla proporcionaba un telón de fondo relajante para su encuentro. Mientras sus amigos animadamente discutían sobre las técnicas de pelado, Vante se sumergió en un océano de pensamientos, su mente divagando entre los recuerdos de años pasados y las expectativas inciertas del futuro.
Aunque el día marcaba su aniversario de nacimiento, para él carecía de relevancia, simplemente otro día en el calendario, sin embargo, para su familia, era motivo de celebración ineludible año tras año. A pesar de sus esfuerzos por mantenerse ajeno a la festividad, los vínculos emocionales y las expectativas familiares seguían pesando en su mente, tejiendo un tapiz de emociones contradictorias.
El reloj, testigo silencioso de la velada, marcaba la hora de partir. Vante, con un dejo de melancolía, anunció la necesidad de regresar a casa, mientras contemplaba el atardecer que teñía el cielo de tonos dorados y rosados. Con una mezcla de risas, los amigos abandonaron la choza, adentrándose en las calles iluminadas por antorchas antiguas que conferían al pueblo un aire místico y nostálgico.
Entre las conversaciones sin sentido y las risas, Vante luchaba por desviar su mente de un oscuro descubrimiento reciente que lo atormentaba. ¿Qué significaba para él si era cierto? ¿Cómo enfrentaría esa verdad incómoda? Mientras observaba a los niños jugar en la plaza, su corazón latía con fuerza, la ansiedad inundaba su ser. No podía aceptar que fuera real, no podía ser. Pero la duda persistía, acechando en las sombras de sus pensamientos, como un enigma por resolver en el laberinto de su mente.
Simultáneamente, armándose con un cepillo y diversas cremas, emprendió la tarea de lidiar con su melena, deshaciendo la mayoría de los rizos. Finalmente, tomó una liga y recogió su cabello en un moño. Una vez lista, se detuvo frente al espejo, contemplando su reflejo. Con una media sonrisa que apenas disimulaba sus pensamientos turbulentos, abandonó la habitación y comenzó a descender las escaleras que la conducían al corazón de la casa. Su abuela, una mujer de edad avanzada con unos ojos negros penetrantes y una melena rubia que denotaba sabiduría y experiencia, fue la primera en acercarse, elogiando el cambio en su apariencia y expresando sorpresa al verla con el cabello recogido y liso, un estilo que nunca antes había adoptado.
Siguiendo el gesto de su abuela, la joven fue conducida hacia unas escaleras, siendo advertida sobre el reciente lavado de los escalones que los hacía un poco resbaladizos. Con precaución, descendió, guiada por el eco de la música que resonaba en los pasillos, atravesando un pasillo adornado con antigüedades y obras de arte hasta llegar a una imponente puerta de madera maciza. Al abrirla, se encontró con un salón de proporciones majestuosas, inundado por la luz natural de la luna que se filtraba a través de las numerosas ventanas y resplandeciente gracias a las elegantes lámparas que colgaban del techo. La magnificencia del lugar la dejó sin aliento, evocando imágenes de escenas de películas de la realeza.
Dando unos pasos dentro del deslumbrante salón, se percató de la presencia de sus amigos, inmersos en la bulliciosa atmósfera de la fiesta. Junto a ellos, se congregaba una multitud de personas desconocidas para Ivelle, todas ellas luciendo atuendos impecables e increíbles, que emanaban un aura de elegancia y distinción. Se acercó a los gemelos, cuyas manos ávidas devoraban la exquisita comida dispuesta sobre la mesa de cristal como si su supervivencia dependiera de ello. Al levantar la mirada simultáneamente, los gemelos quedaron asombrados al ver a su amiga, quien irradiaba una elegancia y sofisticación que nunca antes habían presenciado en ella.
— Nunca pensé ver a mi cientifica loca así de hermosa — pronunció con asombro Percy —. ¿A qué se debe tu maravillosa apariencia? ¿Te gusta algún chico para hacer ese cambio?
— Ninguno.
Ivelle tomó el pastel de vainilla entre sus dedos, ansiosa por satisfacer su apetito, pero apenas dio un mordisco, un repentino malestar la invadió. Un nudo en su estómago se apretó con fuerza, y las ganas de vomitar amenazaron con hacerse realidad. No era el típico malestar del embarazo, no, era algo más profundo, algo relacionado con su alimentación poco convencional. No entendía que sucedía con ella. Le gustaba comer, pero en ese momento no tenía ganas de hacerlo. Con gesto apresurado, tomó una servilleta y desechó el pastel, limpiando su boca con otra servilleta. Los gemelos la miraron confundidos, ya que ella solía ser la persona que más disfrutaba de la comida entre ellos.
— ¿Qué sucede?
— No, nada. Todo está bien.
— ¿Saben dónde está mi hermano?
— No lo hemos visto.
Fue entonces cuando la monotonía del momento se vio interrumpida por la apertura de la gran puerta, y en el umbral apareció su hermano, Vante, junto a sus amigos. Ivelle, al verlo, se apresuró a acercarse y lo abrazó con fuerza, buscando consuelo en su presencia. Sin embargo, Vante rápidamente la apartó, su expresión severa y su actitud distante reflejando un enojo que Ivelle no entendía del todo.
Desconcertada y un poco herida, Ivelle retrocedió. Vante estaba claramente molesto, y ella no sabía cómo lidiar con él cuando estaba enojado. Siempre le había dado miedo su hermano en esos estados de ánimo, temiendo que se comportara como su padre. Tratando de mantener la compostura, Ivelle esbozó una sonrisa forzada y se alejó de él, sintiéndose profundamente decepcionada de sí misma por no poder apaciguarlo.
Con un suspiro pesado, tomó el borde de su vestido y caminó hasta la salida de la habitación. No podía soportar estar cerca de Vante cuando se comportaba de esa manera, tan frío y distante. Necesitaba aire, necesitaba escapar de la tensión.
Emergió en un pasillo largo y estrecho, que conducía a una puerta al final. Se apresuró hacia la salida, sintiendo una creciente necesidad de liberarse de la opresión que sentía dentro de la casa. Al abrir la puerta, se encontró en un campo de flores que danzaban con gracia al compás del viento. El suave murmullo del viento acariciaba su rostro mientras caminaba entre las flores, cuyos pétalos desprendían una luz brillante al ser tocados por sus dedos.
La vista era impresionante, y por un momento, Ivelle se permitió olvidarse de sus problemas. Las flores, con sus colores vibrantes y su delicado perfume, le ofrecían un refugio de paz. Cerró los ojos y respiró profundamente, dejando que el aire fresco y limpio llenara sus pulmones. Sentía que cada paso que daba entre las flores la alejaba un poco más de sus preocupaciones y la acercaba a un momento de tranquilidad que tanto necesitaba.
Las flores parecían cobrar vida a su alrededor, moviéndose con el viento y brillando bajo la luz del sol. Ivelle se sentó en medio del campo, dejando que sus manos rozaran los pétalos suaves. Sentía una conexión profunda con la naturaleza en ese momento, como si las flores entendieran su dolor y le ofrecieran consuelo. Sentada allí, en medio del campo de flores, Ivelle encontró un momento de serenidad. Permitió que sus pensamientos fluyeran libremente, sin juzgarlos, y se dio cuenta de que, aunque las cosas eran difíciles en casa, tenía la fortaleza para superarlas. Las flores a su alrededor eran un recordatorio de la belleza y la resiliencia de la vida, y con cada respiración profunda, sentía cómo se desvanecían sus temores y preocupaciones.
— Sirena, perdón por alejarte de esa manera.
—No importa. Quiero estar sola. Por favor, vete.
—Ivelle.
— Vete. No quiero verte.
— Ivelle, no seas orgullosa — se acercó por su espalda. — Perdóname por mi comportamiento.
— ¡Aléjate de mí!
— Está bien… pero no tienes por qué gritar, hermana menor.