FERNANDO LÓPEZ fue obligado a asumir a una esposa que no quería, por imposición de la “organización” y de su abuela, la matriarca de la familia López. Su corazón ya tenía dueña, y esa imposición lo transformó en un Don despiadado y sin sentimientos.
ELENA GUTIÉRREZ, antes de cumplir diez años, ya sabía que sería la esposa del hombre más hermoso que había visto, su príncipe encantado… Fue entrenada, educada y preparada durante años para asumir el papel de esposa. Pero descubrió que la vida real no era un cuento de hadas, que el príncipe podía convertirse en un monstruo…
Dos personas completamente diferentes, unidas por una imposición.
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Capítulo 4
El día amaneció gris, cargado de nubes pesadas, como si hasta el cielo supiera que algo sombrío se cernía sobre Fernando López.
Él había pasado la noche en vela, rumiando cada palabra intercambiada en el velorio, cada mirada disimulada de Valéria, cada promesa que no tenía sentido.
Cuando finalmente decidió ir al apartamento de ella, era como si se agarrara a un último hilo de esperanza, el último suspiro antes de ahogarse.
Condujo por las calles de Madrid en silencio, solo el ronroneo del motor y el peso de los recuerdos llenando el aire.
La puerta del apartamento estaba sin llave. Extraño...
Con la pistola en la mano, entró llamándola por su nombre, el miedo de que le hubieran hecho algo era grande.
—¿Valéria?— la voz débil, casi un susurro.
El silencio fue la única respuesta. El apartamento estaba extrañamente vacío, como si alguien hubiera arrancado el alma del lugar. El armario, antes repleto de vestidos caros y zapatos de marca, estaba abierto de par en par, con perchas vacías.
Fernando anduvo por todas las habitaciones, nada...
Volvió para la sala de entrada y, encima de la mesa del centro un sobre blanco con su nombre escrito en una caligrafía elegante y firme. Fernando sintió el corazón dispararse. Se sentó, abrió lentamente el papel y comenzó a leer:
FERNANDO
"No pienses que esta decisión fue fácil para mí. Pero necesito mucho más de lo que puedes ofrecerme ahora. Siempre me imaginé al lado de un hombre que pudiera darme el mundo. Pero tú elegiste un camino que no es el que soñé para mí.
Necesito vivir mi vida y ella no está ligada a la tuya. Adiós."
Era simple, frío y sin rodeos. Era un cuchillo que cortaba su pecho y perforaba su corazón. Él leyó y releyó las pocas líneas, intentando encontrar algún rastro de arrepentimiento, pero no había. Apenas la constatación de que él había sido un tonto al creer en los sentimientos de una mujer.
El papel tembló en sus manos, y, antes de que pudiera controlar la rabia y el dolor, tiró la carta al suelo y comenzó a derribar todo a su alcance. Un jarrón de cristal se estrelló contra la pared, de una pintura que él mismo había dado a Valéria, fue rasgada con un único golpe. Cogió una silla y la arrojó contra la estantería. El sonido de vidrio roto resonó por el apartamento, pero no trajo alivio, apenas más vacío.
—¡Mierda!— gritó, con la voz embargada.
La empleada apareció apavorada, pero no dijo nada. Volvió para la área de servicio lejos de la ira de aquel hombre.
Fernando respiraba pesado, las manos temblando las recuerdos de los dos juntos venían como puñaladas: los besos en las madrugadas frías, Los Viajes de fin de semana, de ella impregnado en la ropa de él...
Él salió del apartamento sin mirar para atrás. Entró en el coche, y condujo sin destino, como si huir de las calles conocidas pudiera hacerlo huir de sí mismo.
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La primera botella vino fácil. En un bar de esquina, él pidió un whisky doble, después otro. Los rostros de las personas alrededor eran apenas borrones. La música alta no ahogaba los pensamientos, apenas daba ritmo al caos que lo consumía.
En las horas siguientes, él pasó de bar en bar, un náufrago que procura una isla, pero solo encuentra más mar.
Amigos antiguos aparecieron, otros extraños se juntaron, y, entre risas falsas y vasos llenos, él intentaba olvidar que la mujer por quien había arriesgado se encontraba ahora en algún aeropuerto, tal vez ya en otro país.
Cuando el sol nació en el día siguiente, él ya no sabía dónde estaba. La cabeza latía, el cuerpo pedía descanso, pero el corazón gritaba por más anestesia. Volvió a beber dos días así sin dormir derecho, sin comer, apenas ahogándose en el alcohol y humo.
En el tercer día, la madrugada lo encontró en la puerta de un “club nocturno” lujoso, con paletó arrugado, la corbata floja y un vaso de alguna bebida cara que él ya no distinguía.
Fue cuando observó el coche negro parado en frente.
La puerta trasera se abrió y de allá salió una figura imponente, que dispensaba a presentaciones: Maria del Pilar, la matriarca de la familia López, su abuela. Al lado de ella, como siempre, el secretario fiel, Raúl.
Fernando abrió los ojos confuso.
—¿La abuela? ¿Qué hace aquí?
Y ella, firme y sin levantar la voz, apenas respondió:
—Lo que debería haber hecho desde el día en que tu abuelo murió. Traerte de vuelta para casa.
Él rió, una risa amarga.
—¿Casa? No tengo más casa punto no tengo más nada. La mujer que yo amo se fue.
Maria del Pilar se aproximó. No había juzgamiento en la mirada de ella, apenas la frialdad calculada de quien ya viera muchos hombres se perder y sabía cuando jalar las riendas.
—¿Y vas a dejar que ella lleve el resto de ti junto? Basta, Fernando. Entra en el coche.
La matriarca habló, golpeando al bastón en la acera, señal clara de su falta de paciencia.
—No voy... — él comenzó, pero Raúl, discreto y rápido, tomó el vaso de su mano y lo sujetó por el brazo.
—Señor Fernando, la señora no está pidiendo, está diciendo...
El toque de Raúl no era violento, pero era firme, Fernando sabía que resistir allí sería más humillante que ceder. Él respiró hondo, miró para el club nocturno atrás de él, para las luces que parpadeaban, para la promesa vacía de más una noche igual las últimas, y decidió entrar en el coche.
En el asiento de atrás el olor discreto de lavanda que la abuela usaba las décadas recuerdos de la infancia, tiempos en que él no cargaba el peso de la vida adulta.
—No vas a destruirte por alguien que nunca te mereció.— dijo Maria del Pilar, mirando para frente, como si hablara sola.
—¿Y qué me resta abuela?— él preguntó, la voz casi desapareciendo.
—Resta lo que siempre estuvo aquí. La familia... el legado de su abuelo. Y si tú paras de comportarte como un chico herido, tal vez aún puedas dar un rumbo a tu vida.
La señora jaló el nieto para un abrazo, el cuerpo de él se mover, en aquel momento, Fernando era apenas un niño...
—Vamos, cálmate y actúa como el hombre que tu abuelo creó... tú eres capaz y sabrás que la desaparición de esa mujer fue mejor.
Por primera vez en días, Fernando López se dejó quedar en el abrazo caluroso de la matriarca Que tenía puños de acero en respeto a la "organización" y aquel pulso leve cuando se trataba de los nietos.
El coche siguió por la ciudad silenciosamente, dejando para atrás las luces del “club nocturno”, los vasos, los desconocidos…
Todo lo que restaba era un hombre partido, volviendo para casa, donde todos esperaban que él fuera el próximo Don, que fuera el líder.
Y, en el fondo, él sabía que no podría más huir de sus responsabilidades...