Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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Si hablo me matan...
Emiliano se arreglaba como siempre, con un cuidado exagerado. Frente al espejo, se ajustó la corbata, buscando la perfección total. Su traje a medida le quedaba pintado, y su reloj suizo marcaba el tiempo al segundo, igual que él controlaba cada aspecto de su vida.
—Ocúpate de la reunión con los Villanueva —le dijo a su hermano, sin dejar de mirarse en el espejo—. Este negocio tiene que ser limpio, Augusto. Sin peros.
Augusto Jr. asintió, serio. Sabía que se jugaban mucho.
Emiliano agarró su maletín de cuero negro y salió con paso firme.
—Yo me encargo de los abogados y del investigador —añadió—. Tenemos que aclarar ese desvío de fondos en menos de veinticuatro horas.
Los socios les habían dado setenta y dos horas, pero él quería resolverlo antes. Para mantener la confianza de los inversores, el nombre de la empresa debía quedar limpio cuanto antes.
Y, para colmo, sus padres estaban de camino.
No venían solos.
El mismísimo Martín Casasola, su padre, la leyenda del imperio familiar, volvía tras varias semanas fuera. Con él estaban su madre Dalia, siempre elegante, su abuela Analia, con su mirada que no perdía detalle, y su hermana Mariana, de sonrisa dulce pero con carácter.
En otro momento, su llegada habría sido una alegría.
Pero hoy, era presión extra. Tocaba estar unidos y pensar bien cada paso.
La familia tenía que cerrar filas.
Si algo había aprendido Emiliano, era que los negocios no se mantienen solo con dinero, sino con la lealtad de la gente que te rodea, sobre todo en los malos momentos.
Martín, Dalia, Analia y Mariana llegaron a la empresa con decisión. Martín, como siempre, se fue directo al despacho del jefe, su hijo Emiliano, y las mujeres le siguieron a un ritmo más tranquilo por el vestíbulo.
Martín abrió la puerta del despacho sin llamar. No hacía falta. Con su presencia ya era suficiente.
—No tenemos tiempo que perder —dijo con su voz ronca, nada más entrar.
Emiliano lo vio, dejó de hablar con los abogados y se levantó, mostrando respeto. Apenas se le tensó la mandíbula, lo justo para no parecer débil.
—Padre —saludó, asintiendo un poco—. Estábamos mirando los fallos del último informe.
—¿Ya saben quién es el culpable? —Martín se acercó a la mesa, con la actitud de alguien que toma decisiones importantes a diario.
Uno de los abogados, un señor con gafas, intentó decir algo.
—Estamos investigando varias pistas, señor Casasola. Hay transferencias a cuentas raras y facturas duplicadas que todavía no hemos podido seguir…
—No quiero excusas —cortó Martín, sin rodeos—. Quiero resultados.
Emiliano asintió.
—Los tendrá. Esta noche le daré algo concreto.
Martín miró a su hijo, serio. Después asintió.
—Más le vale. La familia no puede permitirse errores.
Mientras tanto, en una sala cercana, Analia y Dalia revisaban documentos con cuidado. Los números eran complicados, pero ellas no se dejaban engañar. Analia, con más de setenta años, todavía asustaba a los contables más listos.
—Mira esto —dijo Analia, señalando un número en una hoja—. Este dato no coincide con lo que ingresó. Aquí están inflando las cuentas.
—Y aquí hay dos firmas distintas en este papel —añadió Dalia, mirando la hoja a la luz—. Falsas, seguro. Y bastante mal hechas.
Se miraron, sin decir nada. Sabían que alguien de la empresa estaba tramando algo.
En otro rincón del mismo piso, Mariana hablaba por teléfono. Caminaba de un lado a otro, frunciendo el ceño, hablando bajo pero con firmeza.
—Sí, Carlos, necesito que sigas las transferencias que salieron de la cuenta principal a la de Panamá. Te mando los datos exactos… y hazlo sin que se note. Esto es cosa tuya y mía —hizo una pausa, escuchando—. Sí, urge. Si todo encaja, podré juntarlo con las cuentas que vimos en el máster.
Colgó, escribió algo en su agenda y miró por la ventana. Mariana sabía que esto no era solo un problema de dinero. Alguien estaba intentando hacer daño. Y lo peor era que era alguien cercano.
En el despacho principal, Emiliano volvió a sentarse con los abogados. Martín no dijo nada más, pero su presencia recordaba que no podían fallar.
Y así, mientras el sol se escondía tras los cristales del edificio Casasola, la familia empezó a moverse.
Cada uno tenía su papel.
Y en un día… se sabría quién había traicionado a los Casasola.
Esa noche, a las 10:47.
Mariana estaba en el asiento de atrás de una camioneta negra, aparcada cerca del edificio de los Casasola. A su lado, Carlos miraba la pantalla del portátil, tecleando rápido, concentrado al máximo.
—¿Seguro que no nos pillan? —preguntó Mariana, cruzada de brazos.
—Estoy conectado a una red segura, y he cambiado la dirección hace media hora. Imposible saber que estoy aquí —respondió Carlos, sin dejar de mirar la pantalla.
Tecleó un poco más… y de repente algo cambió. La pantalla se quedó fija y apareció una carpeta con el sello de la empresa.
Carlos la abrió.
—Aquí está —murmuró—. Una cuenta en las Islas Caimán. El nombre es falso, pero está a nombre de… —se calló—. Javier Ortega.
Mariana sintió un escalofrío. Se quedó en silencio, intentando asimilar lo que acababa de oír.
—¿Puedes probar que él hizo las transferencias?
Carlos asintió, abriendo otro documento.
—La conexión desde donde se hicieron los movimientos viene del despacho de contabilidad. El día 12, a las 3:13. Y mira esto —abrió un video de seguridad—. Ahí está Javier. Solo. Con el teclado en la mano. No hay duda.
Mariana suspiró.
—Entonces está claro.
—¿Qué vas a hacer?
—No yo —dijo Mariana, guardando el móvil—. Emiliano. —dijo con teléfono en mano enviando toda la información recabada a su hermano.
11:22 p. m. – Despacho de Emiliano Casasola
Javier Ortega, jefe de contabilidad de la empresa desde hacía ocho años, estaba sentado al otro lado de la mesa, con las manos temblorosas. Intentaba disimular, pero Emiliano no era fácil de engañar.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó Emiliano, con calma.
—No, señor —respondió Javier, mirando al suelo—. Imagino que por la auditoría.
—No. Por el fraude. —Emiliano abrió una carpeta y le mostró la pantalla de una tableta—. ¿Le suena esta cuenta?
Javier se puso pálido. Abrió la boca, pero no dijo nada.
—La creó usted —siguió Emiliano, levantándose y apoyando las manos en la mesa—. Usó su puesto para robar dinero, falsificó firmas y manipuló los informes. Todo, mientras engañaba a la familia que le dio trabajo y confianza. ¿Cómo puede hacer alguien eso?
—Yo no… —balbuceó Javier, pero Emiliano lo interrumpió.
—Lo vi ese día. Y ahora tengo pruebas. Mariana me lo confirmó hace diez minutos.
La puerta se abrió. Augusto Jr. entró con dos guardias de seguridad. Emiliano no tuvo que decir nada.
—Javier Ortega, está despedido y denunciado. Ya hemos avisado a la policía. Si coopera, le irá mejor.
Los guardias lo agarraron del brazo. Javier no se resistió. Solo dijo, derrotado:
—No lo hice por mí… alguien me obligó.
Emiliano se acercó y lo miró a los ojos.
—¿Quién?
Javier lo miró, con los ojos rojos.
—No puedo decirlo… si hablo, me matan.
—Entonces ya está muerto —dijo Emiliano, serio.
Los guardias se lo llevaron.
Mariana entró en el despacho justo después. Emiliano la miró fijamente.
—¿Viste su reacción?
—Sí —asintió ella—. Esto no acaba aquí.
—No. Esto solo es el principio.
Los dos sabían que detrás de Javier había alguien más. Alguien importante. Con contactos. Con ganas de destruirlos.
Pero esta vez, los Casasola estaban preparados.
,muchas gracias