🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 23 – El regreso
La mañana después de la escapada fue extraña. Lucía se levantó antes que Diego y volvió al piso sola, todavía con el cosquilleo en la piel y la sonrisa imposible de borrar. Caminaba rápido, con el abrigo bien cerrado, como si el frío de la madrugada pudiera apagar el fuego que aún le recorría el cuerpo.
Cuando abrió la puerta, Carla estaba desayunando cereales frente al portátil.
—¿Toda la noche en la biblioteca? —preguntó, alzando una ceja sin apartar la mirada de la pantalla.
Lucía tragó saliva.
—Sí… había mucho que repasar.
Carla la miró con suspicacia, pero no dijo nada más. Esa simple pausa bastó para que Lucía se sintiera desnuda, como si Carla pudiera leerle la piel.
Se metió en su cuarto lo antes posible, dejó la mochila en el suelo y se tumbó en la cama, cerrando los ojos. El recuerdo de la noche anterior volvió con fuerza, tan nítido que casi dolía. La risa de Diego, el calor de sus manos, la certeza de que lo habían cruzado todo.
Minutos después, Diego entró en el piso con ropa deportiva, fingiendo que venía de correr. Saludó como si nada, con el pelo todavía húmedo de la ducha rápida que habían compartido en el hostal. Al cruzar la mirada con Lucía, desde el pasillo, ambos tuvieron que contener una risa peligrosa, una que no debía existir delante de los demás.
El resto del día fue un campo minado. En la cocina, al pasarse el salero, Diego rozó su mano más tiempo del necesario. En el salón, durante una película, estiró la pierna hasta tocar la suya bajo la manta. Cada gesto, cada mínimo roce, era un recordatorio de la noche anterior, y también una provocación.
Lucía intentaba mantener el rostro neutro, pero sentía el calor subiendo por las mejillas a cada contacto. Carla y Javi parecían demasiado distraídos para notar nada, aunque Javi frunció el ceño en un momento.
—¿Qué les pasa? —preguntó, mirándolos con curiosidad—. Estáis muy raritos últimamente.
—¿Raros? —repitió Lucía, demasiado rápido, atragantándose con un sorbo de agua.
Diego se encogió de hombros con tranquilidad, como si no llevara un secreto enorme bajo la piel.
—Será que estudiamos demasiado. Nos está afectando al cerebro.
Javi los miró de reojo, sin convencerse del todo. Carla, en cambio, no despegaba los ojos de ellos. Fingía seguir la película, pero sus cejas arqueadas revelaban que estaba atando cabos.
Lucía sintió un nudo en el estómago. Si Carla los descubría, todo se derrumbaría.
Más tarde, cuando todos se fueron a sus habitaciones, Diego apareció sigilosamente en la puerta del cuarto de Lucía.
—Necesitamos hablar.
—¿Hablar? —repitió ella, sonriendo al ver cómo susurraba como un espía en misión.
—Sí. —Entró y cerró detrás de él con sumo cuidado—. ¿Cómo vamos a sobrevivir aquí, fingiendo que nada pasó anoche?
Lucía lo miró, con el corazón acelerado, consciente de que bastaba un ruido para que alguien los descubriera.
—No lo sé —admitió, bajando la voz—. Pero tampoco quiero parar.
Diego se quedó en silencio un segundo, estudiándola como si quisiera grabar cada palabra. Después, se inclinó hacia ella, con esa media sonrisa que siempre la desarmaba.
—Entonces, que nos descubran cuando tengan que descubrirnos. —Rozó su frente con la de ella—. Hasta entonces, este será nuestro juego.
Lucía cerró los ojos, dejando que ese momento la envolviera. Sabía que era una locura, que cada día se acercaban más al borde. Pero también supo que ya no había marcha atrás.
El piso, con paredes finas, miradas sospechosas y excusas mal inventadas, acababa de convertirse en su mayor reto… y en su mayor tentación.
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