Romina Bruce, hija del conde de Bruce, siempre estuvo enamorada del marqués Hugo Miller. Pero a los 18 años sus padres la obligaron a casarse con Alexander Walker, el tímido y robusto heredero del ducado Walker. Aun así, Romina logró llevar una convivencia tranquila con su esposo… hasta que la guerra lo llamó a la frontera.
Un año después, Alexander fue dado por muerto, dejándola viuda y sin heredero. Los duques, destrozados, decidieron protegerla como a una hija.
Cuatro años más tarde, Romina se reencuentra con Hugo, ahora viudo y con un pequeño hijo. Los antiguos sentimientos resurgen, y él le pide matrimonio. Todos aceptan felizmente… hasta el día de la boda.
Cuando el sacerdote está a punto de darles la bendición, Alexander aparece. Vivo. Transformado. Frío. Misterioso. Ya no es el muchacho tímido que Romina conoció.
La boda se cancela y Romina vuelve al ducado. Pero su esposo no es el mismo: desaparece por las noches, regresa cubierto de sangre, posee reflejos inhumanos… y una nueva y peligrosa obsesión por ella.
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¿Cómo murió?
Romina estaba dormida sobre la alfombra de piel cuando sintió el frío colarse. En ese momento abrió los ojos lentamente. Estaba envuelta en la sábana; Alexander la tenía abrazada por la cintura. Los gallos y los pájaros cantaban. Era de madrugada; la luna aún seguía en el cielo.
La chimenea se había apagado y la sábana en la que estaba envuelta era muy ligera, por lo que el frío se filtraba con facilidad. Se pegó más al cuerpo de Alexander, que dormía aferrado a ella. Extrañamente, su cuerpo generaba más calor de lo normal.
Romina lo observó: dormía tranquilo, como un bebé. Acarició su cabello rubio y su rostro. Luego llevó la mano a su vientre y pensó que, a pesar de que llevaban poco tiempo juntos, habían tenido mucha intimidad, más de la habitual. Una sonrisa cruzó su rostro.
¿Y si ya estaba embarazada?
Entonces imaginó una hija, de hermoso cabello rubio y ojos azules. Pensando en eso, se abrazó más a su cuerpo y volvió a dormirse.
El sol ya había salido cuando el carruaje de Romina y Alexander llegó al ducado. Al llegar, la duquesa salió a recibirlos.
—Supuse que no pudieron regresar por la lluvia.
—Así es, madre —respondió Alexander—. Nos quedamos en una de las cabañas del ducado; era peligroso regresar.
—Bien, mandaré a que les preparen el desayuno.
—Gracias, duquesa —dijo Romina.
—De nada, hija.
Después de desayunar, ambos fueron a cumplir con sus deberes. Alexander se ocupó junto a su padre de todo lo referente al ducado, sus caballeros y la administración. Romina, por su parte, trabajó con la duquesa encargándose del hogar.
Eran días agitados, tanto que Alexander y Romina casi no se veían durante el día, y por las noches ambos caían rendidos. Su intimidad disminuyó debido a las responsabilidades, pero aun así lograban llevarse bien.
Hasta que llegó el día en que Alexander fue nombrado duque Walker y Romina recibió el título de duquesa. Los antiguos duques entregaron oficialmente el título a su hijo y nuera, pues se irían de vacaciones.
Una gran fiesta se celebró en el ducado para conmemorar el nombramiento.
Los padres de Romina se acercaron a ella e hicieron una reverencia. Su madre la abrazó.
—Felicidades, duquesa Walker.
—Gracias, madre.
El conde se acercó después.
—Felicidades, mi amada Romina. Estoy feliz y muy orgulloso de ti.
—Gracias, padre.
Entonces su hermano se aproximó, hizo una reverencia exagerada y dijo:
—Felicidades, hermana. Ahora ya puedes darme órdenes.
—César, eres un tonto —respondió Romina, revolviéndole el cabello.
Su madre intervino:
—¿Por qué no van con nuestro yerno? Quiero hablar con mi hija.
—Claro —respondió el conde.
Cuando su esposo y su hijo se retiraron, la condesa llevó a Romina a un rincón.
—Hija, ya eres duquesa. Tienes una posición muy alta, pero debes cuidarla, amor mío.
Romina la miró.
—Lo sé, madre, pero estoy preocupada. Ya casi un año y no he quedado embarazada… y no es por falta de intimidad.
—Lo sé, cariño, pero a veces no es tan fácil. Yo quedé embarazada de ti dos años después de casarme. El primer año tu padre y yo éramos como ustedes, y aun así tardaste en llegar.
—¿En serio, madre?
—En serio, cariño.
Por otro lado, el marqués Miller, padre de Hugo, hablaba con el conde.
—He pensado en ceder el título a mi hijo, después de que mi nieto nazca.
—¿Y cómo va el embarazo de tu nuera? —preguntó el conde.
—Muy bien, según el médico. El bebé está sano, pero me preocupa ella. Está muy cansada, tiene los pies y las manos inflamados, dificultad para respirar, dolores de cabeza, vómitos, mareos constantes, ha aumentado mucho de peso y a veces su visión se vuelve borrosa. Sé que el embarazo trae molestias, pero las suyas me inquietan.
—Ya falta poco. En dos meses tendrás a tu nieto en brazos. Todo estará bien —dijo el conde, poniendo su mano en el hombro de su amigo.
—Eso espero, porque mi hijo está muy preocupado. Y dime, ¿has sabido algo de lo que pasa en la frontera? He visto marchar a muchos soldados.
—He hablado con el duque. Dice que todo está bien, pero me preocupa. El príncipe lleva meses allá y no ha vuelto.
—Esperemos que las cosas no se compliquen. Este silencio me incomoda.
Romina, después de hablar con su madre, salió al balcón a tomar aire. Desde allí observó el hermoso jardín lleno de flores azules que Alexander había sembrado para ella.
Aunque al principio se había negado a casarse con él, ahora no se arrepentía. Era muy feliz junto a su esposo. Hugo era un recuerdo hermoso que siempre llevaría en su corazón.
En ese momento, unos brazos rodearon su cintura.
—¿En qué piensas, esposa? —preguntó Alexander.
—En ti… y en lo feliz que soy contigo.
—Yo también soy feliz contigo, esposa.
Romina sonrió, se giró y lo besó. Alexander correspondió, pero un fuerte estruendo los interrumpió. El cielo comenzó a oscurecerse con nubes negras.
Romina tembló ligeramente en los brazos de Alexander, como si aquella tormenta trajera un mal presagio.
La mañana siguiente, Romina despertó junto a Alexander. Sonrió: la noche anterior habían caído agotados por la fiesta y solo habían dormido.
Con cuidado, apartó las cobijas y se levantó, pero al mirar las sábanas vio una mancha roja. Al revisarse, comprendió que su período había llegado.
Se colocó una bata y llamó a su dama. Alexander despertó.
—Buen día, esposa.
—Buen día… mi período llegó y manché la sábana. Debes levantarte para que la limpien.
—No hay problema, esposa —respondió con una sonrisa.
Romina apenas sonrió y se retiró con su dama. En el baño, la ayudó a asearse y a colocarse las gasas.
—Duquesa, es mejor que hoy no realice muchas actividades. Está sangrando más que el mes pasado.
—Gracias, Erica.
—¿Sucede algo, mi señora?
—Creí que se había retrasado un par de días… estaba feliz. Pensé que quizá había una vida en mi vientre, pero no fue así.
—No se angustie. Ya llegará el momento.
—Ya casi cumplimos un año… Hay mujeres que se embarazan rápido.
—Mire a Melissa: a los dos meses de casarse ya estaba embarazada.
Romina suspiró.
—Si yo no le doy un heredero… Alexander es duque. Debe tener uno.
—No diga eso, señora. Él la ama. Disfruten su matrimonio. Después, los niños llegarán uno tras otro, y no le alcanzarán los dedos para contarlos.
Romina rio suavemente.
Más tarde, mientras desayunaban, un empleado entregó una carta al padre de Alexander. Él la leyó y palideció.
—Alexander, debemos acudir al palacio. Los reyes nos mandan llamar.
—¿Sucede algo, padre?
—No lo sé. Solo debemos ir.
Alexander besó la mano de Romina.
—Nos vemos en la tarde, esposa.
—Nos vemos, esposo.
Al caer la tarde, no regresaron. Romina se quedó dormida esperándolo. A la mañana siguiente, aún no había vuelto.
Al rato escuchó llegar un carruaje. Miró por la ventana: Alexander y su padre descendían pálidos, con la misma ropa.
La duquesa salió; al escuchar lo que su esposo le dijo, cayó sentada, llorando.
Romina bajó corriendo. Alexander la abrazó con fuerza.
—Esposa…
—¿Qué sucedió?
—La princesa Astrid… está muerta.
Romina quedó paralizada.
—¿Cómo que muerta?
—Fue asesinada en la frontera. El rey de Soseres declaró la guerra. Exigen venganza… y quieren que nuestro reino se una.
—¿Cómo murió?
Alexander tragó saliva.
—Le arrancaron el corazón… y los ojos.
Romina tembló y se aferró a él, aterrada.
aunque sea feo, la condesa tiene total razón, Romina creció en todo lo bello, pero lo cruel de la sociedad no lo vivió, no lo ha sentido en carne, así que es mejor así.
Y es mejor que Romina se mantenga al margen xq así evitarás que se mal entienda su compadrajo