Princesa Demonio.

Lila estaba más feliz que nunca; aquella noche, junto a su madre, abandonaron el castillo sin mirar atrás. Aunque su nueva mansión aún necesitaba varias remodelaciones, no podían esperar más para salir de aquel palacio que tantos recuerdos amargos les traía. Los primeros días fueron ocupados recorriendo tiendas y eligiendo cada detalle que transformaría ese lugar en un verdadero hogar.

Mientras tanto, los rumores comenzaban a correr por todo el reino. Se decía que la emperatriz se había cansado del emperador, que había decidido abandonarlo, y nadie podía creerlo. La noticia de una separación imperial era un escándalo sin precedentes. En algunos círculos, las mujeres nobles se sentían encantadas ante la posibilidad de convertirse en la nueva emperatriz o, al menos, en concubinas. Todas sabían bien que Clarisa, la concubina favorita, gozaba de lujos y privilegios. Sin embargo, muchas esperaban con ansias su caída, pues Clarisa era presumida, siempre jactándose de ser la más amada por el emperador. Se decía que despilfarraba su fortuna y que, a pesar de sus apariencias, muchos de los que la rodeaban no eran amigos, sino personas que la criticaban a sus espaldas.

Además, se oía un nuevo rumor: la historia de Lila, una joven que había sido despreciada y criticada injustamente. La mayoría ahora pensaba que Clarisa era la verdadera culpable de las desgracias de la chica. Todo iba de acuerdo al plan de Lila, quien en secreto deseaba destruir a esa mujer. Anhelaba arruinarle la vida, despojarla de su prestigio, su dinero, su comodidad, y hundirla en el barro del desprecio.

Por otro lado, Clarisa y su hija Priscila se encontraban inquietas y molestas. No habían esperado que la emperatriz y Lila abandonaran el castillo; eso complicaba sus planes. Priscila sabía que, en el fondo, Lila no tenía motivos para odiarla, al menos, mientras no recordara ciertos episodios del pasado. Era una lástima que la joven hubiera renunciado a su título de princesa, pero, a su vez, le facilitaba las cosas a Priscila, pues sin ella, el camino hacia el trono estaba libre. Sin embargo, lo que más le molestaba era que no podría hacerla sufrir como deseaba. Tendría que encontrar una forma de arruinarle la vida desde la distancia, ya que no pensaba dejarla escapar tan fácilmente.

Clarisa, en cambio, estaba furiosa porque había planeado asesinar a la emperatriz y sus hijos. Ya había pagado a unos mercenarios para que incendiaran la torre donde vivían, pero, para su frustración, aquella "mujer maldita" había logrado escapar. Clarisa sabía que ahora debía esperar, pues cualquier intento inmediato levantaría sospechas. Sin embargo, estaba emocionada porque, tarde o temprano, portaría la corona que tanto codiciaba. Nada la detendría.

Lo que ni Clarisa ni Priscila sabían era que el emperador tenía la potestad de casarse nuevamente. Él había mantenido en secreto sus planes, buscando en silencio a una candidata para ocupar el trono, pues no deseaba que Clarisa se enterara de que otra mujer podría ocupar su lugar.

Mientras tanto, Sebastián, un joven noble, mantenía una conversación seria con su amigo y confidente, Víctor, el hijo de un conde.

—¿Estás seguro de lo que me dices? ¿Cómo es posible? No puede ser cierto… —dijo Sebastián, sorprendido.

—Es cierto, Sebastián. Aunque me sorprende que te impacte tanto. Siempre has dicho que esa chica te cae mal, aunque nunca la has conocido en persona. No entiendo por qué te dejas llevar por lo que dice la gente. Eso no es propio de un caballero —respondió Víctor, con tono reprobatorio.

Sebastián lo miró, incómodo. No podía decirle a su amigo el verdadero motivo de su aversión hacia Lila ni tampoco sus planes con ella.

—No, no es eso… —dijo, intentando justificarse—. Solo que no esperaba algo así. Todo lo que ha pasado con la emperatriz me ha sorprendido. Y, en cuanto a Lila, tienes razón. No debería juzgar a una dama sin conocerla. Mi madre siempre me ha hablado bien de ella, aunque tampoco la conoce a fondo; es una chica muy tímida, rara vez sale en público.

—Al menos, es bueno escuchar algo diferente de ti —replicó Víctor, visiblemente confundido—. No sé qué te pasa hoy, pero estás actuando de forma extraña.

Sebastián respiró hondo, como si acabara de tomar una decisión importante.

—A veces, hay que madurar, amigo. Me he dado cuenta de que no puedo dejarme llevar por rumores sin fundamento. A partir de ahora, no permitiré que nadie hable mal de ella. Quiero que pueda caminar libremente por las calles sin que la señalen o le tengan miedo. Sinceramente, no creo en esa supuesta "maldición". Ese rumor solo surgió por ignorancia y prejuicio, porque no entendían su poder.

—Bueno, ya sabes que la gente puede ser estúpida a veces —dijo Víctor, de manera sensata.

Sebastián asintió, perdido en sus pensamientos. (*Lila, voy a buscar la manera de acercarme a ti. Juro que esta vez no te haré daño*), pensó mientras suspiraba.