Cuarto libro de la saga colores.
Edward debe decidirse entre su libertad o su título de duque, mientras Daila enfrentará un destino impuesto por sus padres. Ambos se odian por un accidente del pasado, pero el destino los unirá de una manera inesperada ¿Podrán aceptar sus diferencias y asumir sus nuevos roles? Descúbrelo en esta apasionante saga.
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UNIDOS POR EL MATRIMONIO
...EDWARD:...
En los días que me quedaban de soltería, escribí una carta a la mansión de Slindar, avisando a los sirvientes sobre la futura llegada de la nueva duquesa para que tuvieran todo listo y también ordené que estuviese el abogado presente para confirmar el cumplimiento de la condición.
Ya era casi un hecho, me iba a convertir en duque y no solo eso, estaría casado. Dos cosas que creí imposibles en el pasado, más el matrimonio, puesto que yo siempre mantuve la idea de que eso solo servía para cortar la libertad y que jamás podría conformarme con una sola mujer.
Ahora lo dudaba, puesto que ya ninguna otra dama podía despertarme las necesidades que la Señorita Daila avivaba con solo un parpadeo.
No podía soportar la espera, quería mostrarle que podía disfrutar mucho en mis expertas manos y que no iba a arrepentirse de ello, por eso le había dado un mes, para poder acortar la espera. ¿Si supiera que no podía estar con ninguna otra mujer que no fuese ella? Me tendría en sus manos, por eso no podía demostrar lo descontrolado que me hacía sentir, siempre debía ser yo quien tuviera el sartén por el mango.
Era cierto que el odio y nuestras disputas iban a complicar que ese encuentro se diera, el orgullo de ella se mantenía firme. Podía ser un bastión impenetrable de carácter, pero tenía algo a mi favor y era su sensibilidad hacia mí.
Desde que la toqué se había vuelto más nerviosa y no podía ocultar sus emociones frente a mí, no del todo, pero eso no significaba que tenía el terreno ganado.
La Señorita Daila no era como las damas que había frecuentado, ella jamás cedería con una sonrisa y una petición, hacía falta mucho más que eso para tenerla debajo de mí.
Sería la primera mujer virgen que tocaría y tenía que ir con cuidado.
El calambre me hizo soltar la pluma y apreté los dientes, frotando mi hombro para tratar de calmar el dolor.
Cada vez se hacían más insoportable y tenía miedo de que terminara sin poder mover el brazo entero. Posiblemente había un tendón dañado que no podría sanar por completo y si lo forzaba demasiado terminaría por desgarrarse.
No sabía mucho de esas lecciones, pero si conocía sobre las heridas de guerra que implicaban flechas encajadas, cortes de espadas y miembros rotos. Esas no sanaban del todo y dejaban una secuela permanente.
Ese disparo no fue la excepción, fue un ataque casi de batalla.
La Señorita Daila me había condenado.
Ahora la tendría por esposa y la castigaría mucho, pero de una manera satisfactoria para ambos, porque yo solo podía adorar a las mujeres, jamás lastimar ni hacerles daño, puesto que ellas eran lo más grandioso de la creación y desde que me hice hombre no podía dejar de mostrarle lo agradecido que estaba por su existencia.
Ahora quería adorar a esa dama indomable que rondaba siempre en mi cabeza y que ocupaba la mayor parte de mi atención.
No pude continuar con esos pensamientos cuando el calambre aumentó.
...****************...
Estuve presente de forma puntual en la pequeña iglesia que había elegido para la boda.
Me quedé parado frente al altar, mientras sacaba el reloj de bolsillo, observaba la hora y volvía a guardarlo a cada minuto.
Me empecé a impacientar.
— Oiga, tengo otros compromisos, no puedo esperar demasiado — Se quejó el obispo.
— Espere un minuto, sabe como son las novias, si no están perfectas para su boda se toman más tiempo — Dije, con una expresión despreocupada — Vendrá.
— Eso espero, ésta no la única boda que voy a realizar, hay otros novios esperando.
¿Y se escapó?
La Señorita Daila no estaba contenta con el matrimonio y yo la había orillado a aceptar mi propuesta, tal vez me pasé un poco con lo de regar el rumor de que había estado metido dentro de un vestidor con ella, pero era para que no se demorara más tiempo en darme una respuesta y asegurar así mi victoria.
Yo siempre usaba las estrategias para lograr lo que quería y cuando se trataba de mujeres mucho más. La diferencia era que ésta vez las había usado no para tener un encuentro momentáneo, sino para asegurar un matrimonio.
Maldición, si ella escapaba era mi ruina y no iba aguantar a mi odioso primo tomando mi título y mis riquezas. Riéndose en mi cara por mi fracaso.
No, ese idiota ya me había ofendido lo suficiente.
— Disculpen — Dijo alguien detrás de mí, me giré, la madre de la Señorita Daila estaba apenada — Nos hemos demorado un poco, disculpen por eso.
Más atrás estaba el conde con su hija.
Ella lucía un vestido sencillo de color blanco, con el cabello recogido y un pequeño velo.
No tenía más joyas que dos aretes y el rostro maquillado con sencillez. La tensión en mis pantalones me hizo removerme un poco cuando ella fue obligada por su padre a colocarse junto a mí.
— Ya puede empezar la ceremonia, señor obispo — Dijo el conde, muy afanado, tomando a su esposa del brazo para sentarse en el primer banco de la fila.
La Señorita Daila estaba enojada, observándome de reojo por un segundo y guiando su mirada al obispo. Envuelta en pensamientos que acentuaban su ceño fruncido.
No llevaba un ramo, pero si unos guantes de encaje blancos.
¡Los anillos! Se me había olvidado.
No eran obligatorios para la boda, pero no podían faltar. Ni modo, tendría que dárselo en Slindar, confiaba en que le sirviera el de mi madre, sino, tendría que buscar un joyero.
No creo que le molestara a la señorita que faltaran los anillos, no con esa expresión de ejecución en proceso.
Parecía que se estuviese dictando una sentencia, que una ceremonia de bodas.
Pobrecita, casi sonrío, sin prestar atención a las palabras del obispo, dando inicio a la ceremonia.
Pronto cambiaría de parecer, cuando estuviera en mi cama, pidiendo más y más de mis embestidas.
Evalué su vestido, el escote sutil que dejaba la piel marfil de su cuello y su pecho al descubierto.
Su piel se veía suave.
Quería ver lo que escondía debajo de esas telas.
Sacudí mis pensamientos, tensando el músculo de mi mandíbula, volviendo mi atención al obispo y a su discurso inicial sobre el significado del matrimonio.
Para toda la vida.
Casi me estremecí, no había pensado en la magnitud de lo que significaba estar casado. Esa mujer a la que había elegido por ventaja y conveniencia estaría a mi lado hasta morir. Esperaba no haberme equivocado de elección, que pudiéramos respetarnos y que nuestra rivalidad se convirtiera en amistad, porque amor, ese sentimiento no existía.
La gente confundía la pasión y la atracción sexual con eso que llamaban amor.
Como Lean y su esposa Marta.
Había visto las miradas de mi amigo y ex socio, eran solo eso y ambos se empeñaban en llamarlo amor. Estaban cegados y eso es lo que me había impedido acercarme más a Marta, porque estaba ciega por su esposo y también porque mi futura esposa me había amenazado con dejarme inválido si seguía acosando a su amiga.
Si, era cierto, me había empeñado en atacarla porque era tan bella como la Señorita Daila.
Con todo el asunto del flechazo, mi hermano muerto, mis futuras responsabilidades y mis pensamientos cambiando de rumbo se me pasó la obsesión efímera por la esposa de mi socio.
Eso fué antes de conocer a semejante diosa, que si sería mía.
Sentí su mirada y giré mis ojos hacia ella.
Me estaba observando de reojo, con seriedad pero sin despectiva. Noté que estaba detallando mi vestimenta y que sus mejillas estaban sonrojadas.
Le gustaba lo que veía.
Sí, me había esmerado en lucir más galante y guapo que las otras veces, mi intención era empezar a convencer a mi esposa.
Tenía un traje pulcro, una chaqueta color vino, con pantalones ajustados de color negro y botas pulidas hasta las pantorrillas, el chaleco también era color vino y mi pañuelo de color negro junto la camisa del mismo tono.
Me peiné hacia atrás, luciendo más como un sueño erótico, en lugar de un novio.
El obispo había observando con desaprobación mi atuendo, porque hasta él se había dado cuenta de que yo lucía como el pecado andante.
La garganta de la señorita se agitó cuando se percató de que había notado su escudriño y desvió sus ojos hacia el obispo.
Ella también inspiraba a pecar.
— Sí, acepto — Dijo cuando el obispo hizo la típica pregunta.
El obispo me observó e hizo la pregunta.
— Sí, acepto — Dije, con voz firme.
— Entonces los declaro marido y mujer, que lo que ha unido Dios, no lo separe el hombre.
Tomé su mano y se tensó, queriendo zafarse.
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Había ordenado a los padres de la Señorita Daila que las pertenencias estuvieran empacadas y listas después de salir de la iglesia. No quería volver a encontrarme con mi primo, así que el conde sacó las valijas del carruaje en el que habían venido y las colocó dentro de mi carruaje personal.
— Espero que tenga un excelente viaje, Su excelencia — Dijo la condesa, sonriendo muy satisfecha, la Señorita Daila seguía seria — Hija mía, al fin eres una mujer casada y estoy tan contenta por eso, pensé que te quedarías soltera — La abrazó y la señorita se tensó, pero correspondió después de unos segundos — Iremos a visitarte pronto.
Se apartó.
— De acuerdo, mamá.
Ella tampoco tenía una buena relación con sus padres.
— Ya está listo, Su excelencia — Dijo el mozo que conducía mi carruaje.
El conde estrechó su mano con la mía.
— Su excelencia, nos veremos pronto, cuide a mi pequeña.
— Lo haré, mi lord, nos vemos luego.
Sonrió y luego observó a su hija.
— No le des muchos problemas al duque. Pórtate bien.
— No soy una niña — Se quejó ella, pero aceptó el abrazo de su padre.
El cochero mantuvo la puerta abierta y le tendí la mano a mi esposa para que subiera. No la tomó y entró sin ayuda.
Los condes negaron con la cabeza hacia mí.
"Tranquilos pronto le enseñaría buenos modales"
Subí, sentándome frente a ella.
El mozo cerró la puerta y empezamos a movernos por las calles de la capital.
— Mis padres mencionaron algo sobre mudarse de la casa de su primo — Dijo, muy seria — ¿Usted le consiguió un sitio?
— Les dejé mi apartamento y también una dote, como corresponde.
— No debió darles nada.
— Lo hice por obligación, era mi deber — Dije, así eran las normas — También me dieron su dote, pero descuide la depositaré para su uso.
— ¿A dónde vamos? — Preguntó, observando por la ventanilla, notando que nos desviamos a la vía principal, directo a las afueras de la ciudad.
— A Slindar, a mi palacio.
— ¿Dónde queda eso?
— A muchos días de viaje, pero descuide, tomaremos un atajo que no demore mucho nuestra llegada — Volví a sacar mi reloj para observar la hora.
— Eso significa que tendremos que quedarnos en posadas.
— Así es — La observé detenidamente y se removió un poco — Tendrá que tener paciencia.
— Estoy acostumbrada a viajar, tomé un barco de Hilaria hasta acá y ese duró meses en tocar tierra — Se quitó los guantes y el velo, los dejó sobre el asiento.
— Entonces no hay nada de que preocuparse.
— No.
Observé su boca cuando decidió centrar su atención en la ventanilla.
— ¿Ha besado a alguien?
— ¿Cómo? — Me observó y se tensó.
— ¿Ha besado anteriormente?
Frunció el ceño — ¿Por qué quiere saber eso?
— Necesito saber si ha tenido una experiencia con algún hombre.
— ¿Y eso para qué? — Se irritó.
— Para saber si debo avanzar rápido o lento — Mi voz se volvió gutural.
— Ya le dije que será cuando yo me sienta dispuesta — Sus manos se arrugaron en la falda de su vestido.
— Pero eso impide que podamos hacer cosas que no impliquen consumar.
— ¿Solo piensa en eso? — Cuestionó y me reí.
— No, pero es una de mis actividades favoritas. Dígame, quiero saber cuanto sabe de las relaciones.
Elevó una ceja — No soy ingenua, si es lo que busca.
Me lamí los labios — ¿O sea qué tiene una idea de lo que sucede en el lecho? ¿Sabe qué partes se usan para unirse?
Su sonrojo aumentó, pero sostuvo mi mirada cargada de necesidad.
Aspiré el olor a su fragancia, que impregnada todo el carruaje.
— Sí, digamos que estoy lo suficientemente informada. Se que dicha unión tiene un fin, al unirse, ocurre una reacción se que extiende desde el punto de conexión — Dijo, con sus ojos brillantes, su respiración agitada — Algo que hace colapsar de sensaciones, algo llamado placer.
— Si que me gusta su descripción — Solté un gruñido bajo y tragó con fuerza
— Pero, ¿No ha puesto en práctica nada?
Se inclinó hacia adelante.
Ella sabía la teoría y yo la práctica, exquisito complemento.
— No soy una de sus mujerzuelas, Señor Edward Javier, que tenga un poco de conocimiento no quiere decir que no posea decoro o sea una cualquiera.
— No dije eso — También me incliné hacia adelante — ¿Ni un beso?
— No lo he permitido — Bajó la voz, volviendo a su anterior postura.
— Conmigo si lo hará.
Se le escapó un jadeo.
— No se anda con rodeos.
— Estamos casados, Señorita Daila, no lo olvide.
Volvió a observar por la ventanilla.