Las Vidas De Luz.

Las Vidas De Luz.

1-

Era ese momento del día en que el sol recién comenzaba a salir y los pájaros ya destrozaban el silencio del lugar con su algarabía.

Luz se desperezó en la cama. Faltaban horas para comenzar con los preparativos, pero la excitación hizo que fuera imposible que continuara durmiendo.

Se levantó de un salto y se dirigió al tocador. Frente al espejo observó su enmarañada cabellera. Decidió atarla en un moño alto. No valía la pena esforzarse porque dentro de unas horas vendrían a peinarla para la ceremonia.

Se miró al espejo. Su rostro ovalado era la perfecta combinación entre los rostros de sus padres.

Luther era blanco como la nieve, alto y esbelto. Sus cejas como espadas enmarcaban unos ojos almendrados color hielo, como los de ella.

Misaela, en cambio, era negra como el chocolate, sus enormes ojos negros estaban en perfecta armonía con su rostro ligeramente redondo. Cabello negro y contextura pequeña.

Sus padres eran el día y la noche, pero se amaban con locura. Y de ese amor nació ella: Luz Estrella Congo Sanflower, Princesa de Kjall.

Era alta para ser mujer. Medía un metro con setenta centímetros. Delgada, pero con las curvas necesarias en los lugares en que deberían estar, todos decían que era hermosa. Sus ojos eran almendrados con el color del hielo. Su piel era morena, aunque no tan oscura como la de su madre. Su cabello rizado no era blanco ni negro, como los de sus padres, sino un color castaño claro.

Su rostro angelical, sumado a su figura escultural la hacían una verdadera belleza.

...Luz Estrella Congo Sanflower...

Se levantó del tocador y fue al baño a lavarse la cara y cepillarse los dientes. Luego fue hasta el vestidor a mirar nuevamente el vestido que se pondría más tarde.

Hoy era un día muy importante para ella: era su vigésimo cumpleaños, pero también el día de su boda.

Observó el vestido con alegría y cariño. Su madre lo había usado en su propio enlace, hace ya veintiún años. Su padre lo guardaba con celo, pero accedió a prestárselo para su casamiento.

El maniquí mostraba una maravilla del diseño: falda tableada hasta el piso, escote en “V” y hombros descubiertos. Pero lo que más destacaba era un detalle especial: Sobre el lado izquierdo la tela era de diferente textura y color. Estaba construido con un delicado encaje color té con leche. Ese detalle lo hacía especial porque no se parecía a ningún otro vestido que hubiera visto hasta el momento.

Suspiró profundamente. Extrañaba mucho a su madre y le hubiera gustado que estuviera presente en este día.

Misaela había fallecido hacía más de diez años. Fue en el parto de su cuarto hijo. Había perdido dos embarazos previamente. Aunque parecía que en esta gestación todo estaría bien, el día del parto perdió mucha sangre y el doctor no pudo salvarla. El bebé también se vio afectado y, luego de unas horas siguió a su madre hasta la tumba.

Toda la familia se derrumbó por el dolor de la pérdida. Su padre, Luther, se encerró un tiempo en sí mismo y se aisló del mundo enfocándose en el trabajo. Ella aún no había cumplido los diez años, pero ya tuvo que hacerse cargo de muchas de las tareas de su madre. Aprendió a llevar la casa y a manejar a la servidumbre. La presión hizo que se convirtiera en una niña solitaria e introvertida. A tan temprana edad había perdido todo lo que amaba en la vida: Madre y su hermano, muertos ambos en un día. Padre, encerrado en su dolor, dejándola librada a la suerte. La familia paterna que había roto relaciones con la suya cuando su padre se casó con su madre. Y la familia materna que se había mudado a otro reino cuando ella era más pequeña.

Sacudió la cabeza para espantar esos recuerdos tristes. No valía la pena traer el pasado al presente.

Sonrió al pensar en su prometido: Iván de Molinec. Él era nieto del hermano menor de Luther, por lo tanto era su primo segundo. Su tío se había casado con su tía antes que Luther desposara a Misaela, por lo que Iván había nacido cinco años antes que ella.

Lo conoció una tarde en el palacio. Ella ya había cumplido los diez años y se acercaba el aniversario de la muerte de su madre.

El ambiente en el lugar era lúgubre. Su padre estaba más sombrío que de costumbre y se había encerrado hacía días en su despacho a beber.

Luz había salido al jardín a tomar un poco de aire pues sentía que se ahogaba en el lugar.

Los preparativos para la ceremonia conmemorativa habían logrado poner a todos tensos e irritables, por eso necesitaba salir un poco y despejarse.

Caminó por los senderos del jardín hasta la fuente central. Se sentó en un banco a mirar la danza de las aguas en el surtidor y a escuchar el relajante sonido del líquido al caer.

La primavera había estallado con todo su esplendor hacía unas semanas, por lo que el predio se hallaba inundado del aroma de las flores y el canto de los pájaros le hacían pensar en que la vida debía ser feliz.

Ella estaba triste más allá de toda esperanza. En vez de ser una niña alegre jugando y riendo se había convertido en una adulta en miniatura. Su seriedad había logrado que la servidumbre la tomara en serio y obedeciera sus órdenes. Si no hubiera adoptado esas medidas, nadie le hubiera hecho caso. Pero eso suponía un costo: No tenía amigos ni nadie que la reconfortara en momentos como éste, en los que solo deseaba ser una niña normal y corriente.

En eso escuchó una voz detrás de ella.

- Su majestad…

No esperaba a nadie, por lo que se asustó. Saltó de su asiento con el corazón latiendo a mil kilómetros por hora. Miró hacia el lugar desde el que provenía la voz y vio a un muchacho de unos quince años, Moreno de piel blanca, un poco más alto que ella. Su cabello corto resaltaba su rostro anguloso. Sus ojos grises la miraban con preocupación.

- Perdón, Majestad. No quise asustarla.

- ¿Quién eres tú? ¿Cómo entraste aquí?

El muchacho esbozó una sonrisa deslumbrante.

- Permítame presentarme: Soy Iván de Molinec, hijo de la hija de su tío, Agnar Congo. Por lo tanto, soy su primo en segundo grado y por eso pude entrar aquí, porque soy parte de su familia, aunque en un grado lejano.

- Es un placer conocerlo, Iván de Molinec.

Luz hizo una reverencia al muchacho. Sus modales eran impecables como se esperaba de la futura emperatriz de Kjall.

No seamos tan formales Alteza, por favor. Después de todo somos familia.

Iván dibujó una sonrisa en su rostro

- Estoy bien, Señor Iván. Gracias por preocuparse. Pero, a riesgo de quedar como mal educada, le comento que ha interrumpido mi momento de descanso. Le ruego, por favor, que me deje sola.

- Nuevamente me disculpo. Pero es evidente que usted no está bien. Déjeme hacerle compañía un instante. Prometo que no notará mi presencia.

Luz le lanzó una mirada fría. Quería descansar, ser ella por un rato aunque sea. Pero la presencia de este intruso no le permitiría relajarse.

- Ya que insiste, llamaré a la guardia.

El muchacho le dedicó otra deslumbrante sonrisa.

- No será necesario, Alteza. Me retiraré de inmediato.

Caminó hasta la salida del jardín. Antes de perderse de vista comentó:

- No es bueno para una niña estar tan sola. Somos familia. Puede contar conmigo cuando quiera.

Con esto se retiró dejándola tranquila con sus pensamientos.

Luz volvió a sentarse en el banco frente a la fuente. Intentó concentrarse nuevamente en el sonido del agua cayendo, el perfume de las flores y el canto de los pájaros. Le costó un rato, pero al fin logró relajarse.

Luego de media hora se puso de pie con un suspiro. Sus obligaciones como administradora de la casa no le permitían estar mucho rato desocupada. Eso sumado a las clases de etiqueta, historia, economía, política y cientos de otras materias necesarias para convertirla en una buena administradora del reino, no le dejaban tiempo libre.

Se dirigió al interior y continuó supervisando los preparativos de la conmemoración.

Al día siguiente fue la ceremonia. El salón de bailes estaba repleto de nobles y parientes que venían a ofrecer sus condolencias a la familia.

Luz, sentada con la espalda recta al lado de su padre, miraba a la gente que la saludaba con total indiferencia. Pero por dentro le estaba costando contener sus ganas de llorar.

Uno tras otro pasaban los asistentes. Una tras otras las palabras le recordaban su dolor. Pero ella era la Princesa Heredera de Kjall: Debía contenerse y aguantar hasta el final de la ceremonia.

Miró a su padre. Se había lavado y afeitado. Quien lo viera así no podría imaginarse el tormento interior que sufría cada día el hombre. Por eso un par de nobles había sugerido solapadamente que debía tomar una nueva esposa, o al menos alguna concubina. Pero él solo los miró con furia dando por terminada la conversación.

Luego de un rato, el Emperador se puso de pie y abandonó la sala. Luz quedó sentada en el trono debiendo afrontar sola el resto de la ceremonia. Quiso morir mil veces durante ese tormento, pero al fin pudo darlo por finalizado.

Salió de la sala conmemorativa y pensaba dirigirse al comedor. No había comido nada en todo el día debido a los nervios, y ahora el cuerpo le pasaba factura. Sintió un mareo y se apoyó en la pared. Todo se puso negro a su alrededor y, cuando pensaba que caería al piso, unos fuertes brazos la levantaron y la llevaron para recostarla en un sillón.

- Papá…

Ella pensaba que su padre la había ayudado, pero fue otra la voz que le respondió.

- Shhhh. Su Majestad: No hable. Iré a buscar al médico.

Reconoció la voz de su primo. Abrió los ojos y vio la mirada gris del muchacho viéndola con preocupación.

- No hace falta un médico. Solo tengo un poco de hambre.

- Entonces iré a la cocina a buscarle algo para comer.

Espéreme aquí y no intente levantarse.

Luz asintió y se quedó recostada en el sillón en el que él la depositó.

Al rato Iván volvió con un tazón de una sopa espesa. Sirvió una cucharada y la sopló un poco para enfriarla. Luego la puso frente a la boca de la convaleciente. La niña, al ver que Iván intentaba alimentarla, quiso sentarse en el sillón de inmediato.

Está bien, Iván de Molinec. Yo puedo alimentarme sola.

Hace un momento casi se desmaya. Permítame, por esta vez darle de comer. Me sentiría terriblemente mal si se descompusiera nuevamente y se quemara.

La chica se tragó el pudor y asintió con la cabeza. El muchacho la alimentó cucharada a cucharada hasta que se acabó el tazón completo.

Esa fue la primera de muchas veces que Iván acudió a rescatarla. Con el tiempo se hicieron amigos y, cuando ella cumplió los diez y ocho años, él le pidió matrimonio.

Su padre había mejorado mucho para ese tiempo. Ahora sí que se ocupaba de su única hija y lamentaba profundamente haberla abandonado en aquel entonces. No le gustaba mucho Iván, pues conocía a sus parientes y sabía que ninguno era trigo limpio. Pero al ver el anhelo en la cara de su hija decidió aceptar la relación. Solo puso como condición que esperaran a que ella cumpliera los veinte años para contraer nupcias. Desde ese momento estaban comprometidos y, por fin, iban a casarse.

Iván Nicolás de Molinec Congo

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Comments

nereida Martinez

nereida Martinez

yo también estoy ala espera que está sea tan buena como como la dama del basurero

2024-02-19

0

Maria Mongelos

Maria Mongelos

Terminé la de Eduardo y Katrina y empecé con esta, espero sea tan buena como esa

2024-02-19

0

Sandra

Sandra

hola ,felicidades ,gracias por esta novela ,empece a leerla y me esta gustando,a ver como termona

2023-12-03

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