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Faltaban aún muchas horas para la ceremonia. Luz paseaba inquieta por su habitación, como un león enjaulado.

Intentó concentrarse en algo, cualquier cosa. Pero no lo logró debido a los nervios. Empezó por el bordado que llevaba meses en su caja de lanas juntando polvo. Luego siguió intentando pintar un poco. En seguida trató de escribir en su diario, y esto logró entretenerla un poco. Pero al terminar la entrada se dio cuenta de que solo había pasado media hora.

Frustrada y estresada, decidió salir a dar una vuelta por el jardín.

Se colocó un chal sobre los hombros porque, si bien ya estaban en primavera, el clima seguía siendo frío por las mañanas. Se calzó un par de pantuflas de conejito que le había tejido su nana y recorrió los pasillos hacia la salida.

La servidumbre se había puesto a trabajar ya, por lo que recibía saludos a cada paso que daba por el corredor. Halló la puerta acristalada que conducía al jardín y se dispuso a recorrer los senderos tapizados de pequeñas piedritas que recorrían el lugar.

Fue pasando por cada uno de los canteros con distintas variedades de flores: Encontró una variedad exquisita de prímulas, boca de dragón, calceolarias, pensamientos, claveles de las indias y otras muchas, Pero lo que más destacaba del jardín eran las rosas. Las había de muchos colores: Blancas, rojas, moradas, amarillas, rosadas, celestes, moteadas… Incluso el jardinero había logrado cultivar una variedad muy rara de rosas negras.

El perfume de tanta flor anegaba el ambiente. Para ella era un olor precioso, ya que le recordaba el día, hace más de diez años atrás, en que había conocido a su amado príncipe azul: Iván de Molinec.

Sonriendo bailó por el jardín tratando de quemar un poco de esa energía arrolladora que la invadía. Repetía su nombre como una canción, en varios tonos y con distintas melodías. Se sentía dulce en su paladar, como esos elaborados postres que preparaba el chef del palacio en ocasiones especiales.

De pronto cayó en la cuenta de que, a partir de ahora, portaría el apellido de su marido. Su sonrisa se amplió y cambió la letra de su cantinela. Ahora decía su nombre combinado con el apellido de él.

- Luz Estrella De Molinec.

Cada vez que lo repetía se sentía más y más hermoso en sus oídos.

Exultante de alegría se sentó en el antiguo banco frente a la fuente. El mismo lugar que había sido testigo de su primer encuentro con su futuro esposo.

Lo extrañaba. La tradición dictaba que los contrayentes no debían verse la fecha antes de la boda, pero Iván quiso asegurarse y no acudió a verla hacía tres días ya. Le emocionó pensar que esta tarde la tomaría de la mano frente al altar y juntos pronunciarían sus votos.

Estaba un poco ansiosa por la noche de bodas. Su nana le había contado lo que pasaba entre un hombre y una mujer cuando dormían juntos. Le había dicho también que le dolería un poco la primera vez. Pero cuando el acto era con amor el placer superaría al dolor en poco tiempo. Se sonrojó al pensar que, a partir de esa noche, todas las noches las pasaría en brazos de su amado.

Por fin se hizo la hora del desayuno. Corrió a su habitación a esperar que las criadas le trajeran la comida al tiempo que daba saltitos para entrar en calor. Se le habían helado los pies en el jardín, así que al llegar a su cuarto decidió ponerse un calzado más abrigado.

En eso estaba cuando golpearon suavemente la puerta.

- Mi niña: ¿Estás despierta?

- Si, Nanny. Adelante.

La puerta se abrió y entró una mujer de mediana edad. Algunas arrugas se marcaban alrededor de sus ojos y en su cabello reinaba más el blanco que el negro.

- ¡Nanny! ¡Buenos días!

Rebosante de entusiasmo, Luz se arrojó en brazos de la mujer quien la abrazó con ternura.

- Ya no eres una pequeñita para actuar así con tu nana.

La reprendió sin demasiada convicción.

- Pronto serás una mujer casada.

- Pero eso será a partir de esta tarde. Además, para ti seré siempre la pequeña Lucesita. ¿No es así?

La nana sonrió complacida. Esa pequeña estaba a su cuidado desde hace mucho tiempo. Su esposo había muerto a los pocos meses de casados, por lo que nunca tuvo hijos. Entró al servicio de la corona apenas la niña había cumplido cinco años, por lo que la trataba como a la hija que nunca tuvo. Frente a ella cedía en casi todo.

- Está bien, Lucecita. Pero siéntate a desayunar que se enfriará la comida. Deberías acumular fuerzas para afrontar todas las cosas que te esperan hoy.

- De acuerdo, Nanny. Te haré caso una vez más.

La mujer la miró con infinita ternura. Saber que hoy se desposaría, la hacía feliz.

Recordó el tiempo en que falleció su madre. Justo en ese momento tuvo que ir a su pueblo natal a cuidar a sus padres envejecidos. Tardó un poco más de un año en regresar y ahí se enteró de todas las cosas por las que la niña había pasado. Menos mal que su señor Iván llegó a hacerle compañía, de otra manera hubiera estado muy sola.

Recordó también cómo se había transformado en una muchacha fría y hosca y cómo le costó volver a sonreír como lo estaba haciendo ahora.

Lanzó un suspiro resignado y se puso a acomodar la habitación. La mayoría de las cosas estaban en cajas ya, pues a partir de hoy la niña viviría en el palacio de los Molinec, junto a su esposo. Acomodó nuevamente las cosas que la chica había dejado desparramadas y se sentó a ver cómo terminaba de comer.

Pronto llegaron las doncellas a prepararla para la boda. La bañaron con aceites esenciales que perfumaban su piel y la hacían resplandecer. Luego vino una sesión de masajes seguida de un tratamiento para el rostro. La peinaron, la maquillaron, la vistieron y, cuando llegó la hora, la condujeron a la iglesia donde se llevaría a cabo la unión.

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