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A partir de ese fecha, esta fue su vida: trabajar como una sirvienta durante el día, comer las sobras de los demás y recibir frecuentes palizas por las noches. Todo lo vivía como en trance. De un tiempo a esta parte se le dificultaba pensar y solo podía arrastrar su cuerpo de aquí para allá como un zombi.

Una noche, mientras le golpeaba con un látigo la espalda, su esposo le contó que el rey, su padre, había muerto. Miró a su marido con apatía y, aunque sus ojos se llenaron de lágrimas, no se atrevió a decir nada.

- Ahora ya no soy solo el príncipe consorte, sino el príncipe regente. Mi esposa heredó el trono pero no puede hacerse cargo por estar embarazada. Así que ¿Quién mejor que su amante esposo para hacerse cargo del gobierno?

Un destello iluminó a Luz en ese momento. Se había casado con ella por el trono, no porque la amara. Se dió cuenta de lo idiota que había sido al esperar que las cosas cambiaran. Su amor era unilateral.

Bajó la mirada sin decir nada. Estaba atrapada en esta mansión, rodeada de los sirvientes fieles a su marido y en los últimos días de su embarazo. No había forma de escapar.

Su prima seguía trayéndole el té de la tarde y la instaba a tomarse hasta la última gota. Su mente estaba como entre algodones y no podía comprender casi nada de lo que pasaba a su alrededor. Era poco menos que una idiota deambulando por los pasillos. Lo único claro en su mente era su bebé.

Sufría los abusos de su esposo, su tía y su prima casi sin darse cuenta. Hasta la servidumbre la trataba como un trapo sucio. Tenía en su propia casa un estatus menor que el de los perros de la jauría. Pero su mente nublada no se percataba de nada.

Una semana antes del parto el sabor de té que le traía Noelia cambió. A partir de ese día sus pensamientos comenzaron a volverse más claros y esa nube de algodón que sentía en su cabeza empezó a desvanecerse.

Fue recuperando sus recuerdos de a poco. Tomaba su vientre hinchado con sus manos y le hablaba a su hijo de cómo pronto las cosas iban a mejorar.

Hacía días que Iván no la visitaba. Ella agradecía que la hubiera olvidado. Ya no le importaban los golpes, pero siempre estaba aterrorizada de que dañaran a su hijo.

El médico venía todos los días a revisarla. Con voz monótona y desapasionada le explicó cómo sería el trabajo de parto y qué debía y qué no debía hacer. Se retiraba luego de examinarla dejándole una sensación de estar sucia por la manera en que la tocaba. Nunca dijo nada pues sabía que Iván siempre la culparía a ella sin importar nada.

Por fin llegó el día del parto. Las contracciones comenzaron en la mañana temprano. Quiso llamar a la servidumbre pero, como ya era habitual, nadie le hizo caso. Se paró de la cama y sintió como un líquido se escurría por sus piernas. El doctor ya le había dicho que eso podía pasar, así que no se asustó.

Agarrándose de las paredes fue por la casa pero no halló a nadie para pedirle que llamara al doctor. Las contracciones se volvían cada vez más fuertes obligándola a parar cada pocos pasos.

Caminó en agonía hasta el ala este buscando a su tía o a su prima para que la ayudaran. Ya no gastó energía en gritar por que se dio cuenta de que, aunque la oyeran, nadie le haría caso.

Llegó hasta la habitación de su prima y abrió la puerta sin golpear. Escuchó gemidos pero no miró en esa dirección, pues justo en ese momento comenzó una terrible contracción.

- ¡Ayuda!

Gritó desesperada y en ese momento cesaron los ruidos en la habitación. Luego de un momento su prima corrió hacia ella envuelta solo en un leve salto de cama.

- ¡Trae al médico!

La chica gritó y alguien pasó corriendo junto a ellas.

Debajo de la parturienta se comenzó a formar un charco de sangre espesa y caliente. Noelia llamó a su madre y, entre las dos, llevaron a la mujer a su cuarto.

Luz sentía que se desvanecía. La pérdida de sangre era inmensa. Pero no podía darse por vencida: primero tenía que traer al mundo a su bebé.

Luego de un momento entró el médico a la habitación y se hizo cargo de la situación. Acomodó a la parturienta con las piernas abiertas y la instó a que pujara. Luz hizo fuerza con todo su cuerpo pero el bebé no salió. Volvió a pujar y sintió como su vientre se vaciaba de golpe.

No escuchó el llanto del niño, pero pudo ver como el médico se afanaba en resucitarlo. Gruesas lágrimas corrían por su rostro. Si el niño moría todo su sufrimiento habría sido en vano. Quiso levantarse del lecho pero se mareó. Había perdido demasiada sangre y ya no tenía fuerzas. Miró impotente como el médico negaba con la cabeza y su tía le gritaba al galeno.

- Tenía que morir la madre, no el hijo. ¡Inútil!

- Les dije que le dieran el té anticoagulante dos días antes del parto. Ustedes se lo empezaron a dar hace una semana. Ese medicamento atraviesa la placenta y produce sangrado también en el feto. ¡Ustedes mataron al niño!

Luz no podía creer lo que estaba escuchando. ¡Habían matado a su bebé! ¡Su precioso bebé!

La discusión continuó en el cuarto hasta que un tumulto se escuchó en el exterior. De golpe irrumpieron en el cuarto y la guardia real apresó a todos en el recinto.

Se escuchó una voz gritar a los presentes:

- Quedan todos arrestados por conspirar para matar al rey Luther y a la princesa Luz.

La chica desde el lecho vio un rostro acercarse a ella y decir:

- Alteza. La llevaré de inmediato ante el médico real.

Luego sintió que era levantada en el aire. Instintivamente levantó los brazos para aferrarse al cuello de su salvador. Veía todo como en un túnel que se alejaba más a cada momento. Abrió los ojos con un esfuerzo supremo y lo último que vio antes de morir fue un rostro surcado por una cicatriz y unos ojos dispares que la miraban con preocupación.

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