Era ese momento del día en que el sol recién comenzaba a salir y los pájaros ya destrozaban el silencio del lugar con su algarabía.
Luz se desperezó en la cama. Faltaban horas para comenzar con los preparativos, pero la excitación hizo que fuera imposible que continuara durmiendo.
Se levantó de un salto y se dirigió al tocador. Frente al espejo observó su enmarañada cabellera. Decidió atarla en un moño alto. No valía la pena esforzarse porque dentro de unas horas vendrían a peinarla para la ceremonia.
Se miró al espejo. Su rostro ovalado era la perfecta combinación entre los rostros de sus padres.
Luther era blanco como la nieve, alto y esbelto. Sus cejas como espadas enmarcaban unos ojos almendrados color hielo, como los de ella.
Misaela, en cambio, era negra como el chocolate, sus enormes ojos negros estaban en perfecta armonía con su rostro ligeramente redondo. Cabello negro y contextura pequeña.
Sus padres eran el día y la noche, pero se amaban con locura. Y de ese amor nació ella: Luz Estrella Congo Sanflower, Princesa de Kjall.
Era alta para ser mujer. Medía un metro con setenta centímetros. Delgada, pero con las curvas necesarias en los lugares en que deberían estar, todos decían que era hermosa. Sus ojos eran almendrados con el color del hielo. Su piel era morena, aunque no tan oscura como la de su madre. Su cabello rizado no era blanco ni negro, como los de sus padres, sino un color castaño claro.
Su rostro angelical, sumado a su figura escultural la hacían una verdadera belleza.
...Luz Estrella Congo Sanflower...
Se levantó del tocador y fue al baño a lavarse la cara y cepillarse los dientes. Luego fue hasta el vestidor a mirar nuevamente el vestido que se pondría más tarde.
Hoy era un día muy importante para ella: era su vigésimo cumpleaños, pero también el día de su boda.
Observó el vestido con alegría y cariño. Su madre lo había usado en su propio enlace, hace ya veintiún años. Su padre lo guardaba con celo, pero accedió a prestárselo para su casamiento.
El maniquí mostraba una maravilla del diseño: falda tableada hasta el piso, escote en “V” y hombros descubiertos. Pero lo que más destacaba era un detalle especial: Sobre el lado izquierdo la tela era de diferente textura y color. Estaba construido con un delicado encaje color té con leche. Ese detalle lo hacía especial porque no se parecía a ningún otro vestido que hubiera visto hasta el momento.
Suspiró profundamente. Extrañaba mucho a su madre y le hubiera gustado que estuviera presente en este día.
Misaela había fallecido hacía más de diez años. Fue en el parto de su cuarto hijo. Había perdido dos embarazos previamente. Aunque parecía que en esta gestación todo estaría bien, el día del parto perdió mucha sangre y el doctor no pudo salvarla. El bebé también se vio afectado y, luego de unas horas siguió a su madre hasta la tumba.
Toda la familia se derrumbó por el dolor de la pérdida. Su padre, Luther, se encerró un tiempo en sí mismo y se aisló del mundo enfocándose en el trabajo. Ella aún no había cumplido los diez años, pero ya tuvo que hacerse cargo de muchas de las tareas de su madre. Aprendió a llevar la casa y a manejar a la servidumbre. La presión hizo que se convirtiera en una niña solitaria e introvertida. A tan temprana edad había perdido todo lo que amaba en la vida: Madre y su hermano, muertos ambos en un día. Padre, encerrado en su dolor, dejándola librada a la suerte. La familia paterna que había roto relaciones con la suya cuando su padre se casó con su madre. Y la familia materna que se había mudado a otro reino cuando ella era más pequeña.
Sacudió la cabeza para espantar esos recuerdos tristes. No valía la pena traer el pasado al presente.
Sonrió al pensar en su prometido: Iván de Molinec. Él era nieto del hermano menor de Luther, por lo tanto era su primo segundo. Su tío se había casado con su tía antes que Luther desposara a Misaela, por lo que Iván había nacido cinco años antes que ella.
Lo conoció una tarde en el palacio. Ella ya había cumplido los diez años y se acercaba el aniversario de la muerte de su madre.
El ambiente en el lugar era lúgubre. Su padre estaba más sombrío que de costumbre y se había encerrado hacía días en su despacho a beber.
Luz había salido al jardín a tomar un poco de aire pues sentía que se ahogaba en el lugar.
Los preparativos para la ceremonia conmemorativa habían logrado poner a todos tensos e irritables, por eso necesitaba salir un poco y despejarse.
Caminó por los senderos del jardín hasta la fuente central. Se sentó en un banco a mirar la danza de las aguas en el surtidor y a escuchar el relajante sonido del líquido al caer.
La primavera había estallado con todo su esplendor hacía unas semanas, por lo que el predio se hallaba inundado del aroma de las flores y el canto de los pájaros le hacían pensar en que la vida debía ser feliz.
Ella estaba triste más allá de toda esperanza. En vez de ser una niña alegre jugando y riendo se había convertido en una adulta en miniatura. Su seriedad había logrado que la servidumbre la tomara en serio y obedeciera sus órdenes. Si no hubiera adoptado esas medidas, nadie le hubiera hecho caso. Pero eso suponía un costo: No tenía amigos ni nadie que la reconfortara en momentos como éste, en los que solo deseaba ser una niña normal y corriente.
En eso escuchó una voz detrás de ella.
- Su majestad…
No esperaba a nadie, por lo que se asustó. Saltó de su asiento con el corazón latiendo a mil kilómetros por hora. Miró hacia el lugar desde el que provenía la voz y vio a un muchacho de unos quince años, Moreno de piel blanca, un poco más alto que ella. Su cabello corto resaltaba su rostro anguloso. Sus ojos grises la miraban con preocupación.
- Perdón, Majestad. No quise asustarla.
- ¿Quién eres tú? ¿Cómo entraste aquí?
El muchacho esbozó una sonrisa deslumbrante.
- Permítame presentarme: Soy Iván de Molinec, hijo de la hija de su tío, Agnar Congo. Por lo tanto, soy su primo en segundo grado y por eso pude entrar aquí, porque soy parte de su familia, aunque en un grado lejano.
- Es un placer conocerlo, Iván de Molinec.
Luz hizo una reverencia al muchacho. Sus modales eran impecables como se esperaba de la futura emperatriz de Kjall.
No seamos tan formales Alteza, por favor. Después de todo somos familia.
Iván dibujó una sonrisa en su rostro
- Estoy bien, Señor Iván. Gracias por preocuparse. Pero, a riesgo de quedar como mal educada, le comento que ha interrumpido mi momento de descanso. Le ruego, por favor, que me deje sola.
- Nuevamente me disculpo. Pero es evidente que usted no está bien. Déjeme hacerle compañía un instante. Prometo que no notará mi presencia.
Luz le lanzó una mirada fría. Quería descansar, ser ella por un rato aunque sea. Pero la presencia de este intruso no le permitiría relajarse.
- Ya que insiste, llamaré a la guardia.
El muchacho le dedicó otra deslumbrante sonrisa.
- No será necesario, Alteza. Me retiraré de inmediato.
Caminó hasta la salida del jardín. Antes de perderse de vista comentó:
- No es bueno para una niña estar tan sola. Somos familia. Puede contar conmigo cuando quiera.
Con esto se retiró dejándola tranquila con sus pensamientos.
Luz volvió a sentarse en el banco frente a la fuente. Intentó concentrarse nuevamente en el sonido del agua cayendo, el perfume de las flores y el canto de los pájaros. Le costó un rato, pero al fin logró relajarse.
Luego de media hora se puso de pie con un suspiro. Sus obligaciones como administradora de la casa no le permitían estar mucho rato desocupada. Eso sumado a las clases de etiqueta, historia, economía, política y cientos de otras materias necesarias para convertirla en una buena administradora del reino, no le dejaban tiempo libre.
Se dirigió al interior y continuó supervisando los preparativos de la conmemoración.
Al día siguiente fue la ceremonia. El salón de bailes estaba repleto de nobles y parientes que venían a ofrecer sus condolencias a la familia.
Luz, sentada con la espalda recta al lado de su padre, miraba a la gente que la saludaba con total indiferencia. Pero por dentro le estaba costando contener sus ganas de llorar.
Uno tras otro pasaban los asistentes. Una tras otras las palabras le recordaban su dolor. Pero ella era la Princesa Heredera de Kjall: Debía contenerse y aguantar hasta el final de la ceremonia.
Miró a su padre. Se había lavado y afeitado. Quien lo viera así no podría imaginarse el tormento interior que sufría cada día el hombre. Por eso un par de nobles había sugerido solapadamente que debía tomar una nueva esposa, o al menos alguna concubina. Pero él solo los miró con furia dando por terminada la conversación.
Luego de un rato, el Emperador se puso de pie y abandonó la sala. Luz quedó sentada en el trono debiendo afrontar sola el resto de la ceremonia. Quiso morir mil veces durante ese tormento, pero al fin pudo darlo por finalizado.
Salió de la sala conmemorativa y pensaba dirigirse al comedor. No había comido nada en todo el día debido a los nervios, y ahora el cuerpo le pasaba factura. Sintió un mareo y se apoyó en la pared. Todo se puso negro a su alrededor y, cuando pensaba que caería al piso, unos fuertes brazos la levantaron y la llevaron para recostarla en un sillón.
- Papá…
Ella pensaba que su padre la había ayudado, pero fue otra la voz que le respondió.
- Shhhh. Su Majestad: No hable. Iré a buscar al médico.
Reconoció la voz de su primo. Abrió los ojos y vio la mirada gris del muchacho viéndola con preocupación.
- No hace falta un médico. Solo tengo un poco de hambre.
- Entonces iré a la cocina a buscarle algo para comer.
Espéreme aquí y no intente levantarse.
Luz asintió y se quedó recostada en el sillón en el que él la depositó.
Al rato Iván volvió con un tazón de una sopa espesa. Sirvió una cucharada y la sopló un poco para enfriarla. Luego la puso frente a la boca de la convaleciente. La niña, al ver que Iván intentaba alimentarla, quiso sentarse en el sillón de inmediato.
Está bien, Iván de Molinec. Yo puedo alimentarme sola.
Hace un momento casi se desmaya. Permítame, por esta vez darle de comer. Me sentiría terriblemente mal si se descompusiera nuevamente y se quemara.
La chica se tragó el pudor y asintió con la cabeza. El muchacho la alimentó cucharada a cucharada hasta que se acabó el tazón completo.
Esa fue la primera de muchas veces que Iván acudió a rescatarla. Con el tiempo se hicieron amigos y, cuando ella cumplió los diez y ocho años, él le pidió matrimonio.
Su padre había mejorado mucho para ese tiempo. Ahora sí que se ocupaba de su única hija y lamentaba profundamente haberla abandonado en aquel entonces. No le gustaba mucho Iván, pues conocía a sus parientes y sabía que ninguno era trigo limpio. Pero al ver el anhelo en la cara de su hija decidió aceptar la relación. Solo puso como condición que esperaran a que ella cumpliera los veinte años para contraer nupcias. Desde ese momento estaban comprometidos y, por fin, iban a casarse.
Iván Nicolás de Molinec Congo
Faltaban aún muchas horas para la ceremonia. Luz paseaba inquieta por su habitación, como un león enjaulado.
Intentó concentrarse en algo, cualquier cosa. Pero no lo logró debido a los nervios. Empezó por el bordado que llevaba meses en su caja de lanas juntando polvo. Luego siguió intentando pintar un poco. En seguida trató de escribir en su diario, y esto logró entretenerla un poco. Pero al terminar la entrada se dio cuenta de que solo había pasado media hora.
Frustrada y estresada, decidió salir a dar una vuelta por el jardín.
Se colocó un chal sobre los hombros porque, si bien ya estaban en primavera, el clima seguía siendo frío por las mañanas. Se calzó un par de pantuflas de conejito que le había tejido su nana y recorrió los pasillos hacia la salida.
La servidumbre se había puesto a trabajar ya, por lo que recibía saludos a cada paso que daba por el corredor. Halló la puerta acristalada que conducía al jardín y se dispuso a recorrer los senderos tapizados de pequeñas piedritas que recorrían el lugar.
Fue pasando por cada uno de los canteros con distintas variedades de flores: Encontró una variedad exquisita de prímulas, boca de dragón, calceolarias, pensamientos, claveles de las indias y otras muchas, Pero lo que más destacaba del jardín eran las rosas. Las había de muchos colores: Blancas, rojas, moradas, amarillas, rosadas, celestes, moteadas… Incluso el jardinero había logrado cultivar una variedad muy rara de rosas negras.
El perfume de tanta flor anegaba el ambiente. Para ella era un olor precioso, ya que le recordaba el día, hace más de diez años atrás, en que había conocido a su amado príncipe azul: Iván de Molinec.
Sonriendo bailó por el jardín tratando de quemar un poco de esa energía arrolladora que la invadía. Repetía su nombre como una canción, en varios tonos y con distintas melodías. Se sentía dulce en su paladar, como esos elaborados postres que preparaba el chef del palacio en ocasiones especiales.
De pronto cayó en la cuenta de que, a partir de ahora, portaría el apellido de su marido. Su sonrisa se amplió y cambió la letra de su cantinela. Ahora decía su nombre combinado con el apellido de él.
- Luz Estrella De Molinec.
Cada vez que lo repetía se sentía más y más hermoso en sus oídos.
Exultante de alegría se sentó en el antiguo banco frente a la fuente. El mismo lugar que había sido testigo de su primer encuentro con su futuro esposo.
Lo extrañaba. La tradición dictaba que los contrayentes no debían verse la fecha antes de la boda, pero Iván quiso asegurarse y no acudió a verla hacía tres días ya. Le emocionó pensar que esta tarde la tomaría de la mano frente al altar y juntos pronunciarían sus votos.
Estaba un poco ansiosa por la noche de bodas. Su nana le había contado lo que pasaba entre un hombre y una mujer cuando dormían juntos. Le había dicho también que le dolería un poco la primera vez. Pero cuando el acto era con amor el placer superaría al dolor en poco tiempo. Se sonrojó al pensar que, a partir de esa noche, todas las noches las pasaría en brazos de su amado.
Por fin se hizo la hora del desayuno. Corrió a su habitación a esperar que las criadas le trajeran la comida al tiempo que daba saltitos para entrar en calor. Se le habían helado los pies en el jardín, así que al llegar a su cuarto decidió ponerse un calzado más abrigado.
En eso estaba cuando golpearon suavemente la puerta.
- Mi niña: ¿Estás despierta?
- Si, Nanny. Adelante.
La puerta se abrió y entró una mujer de mediana edad. Algunas arrugas se marcaban alrededor de sus ojos y en su cabello reinaba más el blanco que el negro.
- ¡Nanny! ¡Buenos días!
Rebosante de entusiasmo, Luz se arrojó en brazos de la mujer quien la abrazó con ternura.
- Ya no eres una pequeñita para actuar así con tu nana.
La reprendió sin demasiada convicción.
- Pronto serás una mujer casada.
- Pero eso será a partir de esta tarde. Además, para ti seré siempre la pequeña Lucesita. ¿No es así?
La nana sonrió complacida. Esa pequeña estaba a su cuidado desde hace mucho tiempo. Su esposo había muerto a los pocos meses de casados, por lo que nunca tuvo hijos. Entró al servicio de la corona apenas la niña había cumplido cinco años, por lo que la trataba como a la hija que nunca tuvo. Frente a ella cedía en casi todo.
- Está bien, Lucecita. Pero siéntate a desayunar que se enfriará la comida. Deberías acumular fuerzas para afrontar todas las cosas que te esperan hoy.
- De acuerdo, Nanny. Te haré caso una vez más.
La mujer la miró con infinita ternura. Saber que hoy se desposaría, la hacía feliz.
Recordó el tiempo en que falleció su madre. Justo en ese momento tuvo que ir a su pueblo natal a cuidar a sus padres envejecidos. Tardó un poco más de un año en regresar y ahí se enteró de todas las cosas por las que la niña había pasado. Menos mal que su señor Iván llegó a hacerle compañía, de otra manera hubiera estado muy sola.
Recordó también cómo se había transformado en una muchacha fría y hosca y cómo le costó volver a sonreír como lo estaba haciendo ahora.
Lanzó un suspiro resignado y se puso a acomodar la habitación. La mayoría de las cosas estaban en cajas ya, pues a partir de hoy la niña viviría en el palacio de los Molinec, junto a su esposo. Acomodó nuevamente las cosas que la chica había dejado desparramadas y se sentó a ver cómo terminaba de comer.
Pronto llegaron las doncellas a prepararla para la boda. La bañaron con aceites esenciales que perfumaban su piel y la hacían resplandecer. Luego vino una sesión de masajes seguida de un tratamiento para el rostro. La peinaron, la maquillaron, la vistieron y, cuando llegó la hora, la condujeron a la iglesia donde se llevaría a cabo la unión.
La princesa se subió al carruaje en el que recorrería el camino hasta el templo. En esa misma carroza transitarían las calles de la ciudad y volverían, con su esposo, al palacio para el banquete.
Era un carro magnífico tirado por un tronco de seis corceles. Al ser descubierto, el pueblo podría observar a la pareja real en el paseo triunfal frente a la plebe. Era el mismo carro que había llevado al Emperador Marco de Luna y a su esposa Ira Simm en su boda. Y era también el que había transportado a sus padres cuando se casaron. Para ella usar el mismo vehículo era un honor y una forma de compartir con su madre este momento.
Al pensar en su madre su rostro se ensombreció. Su nana se dio cuenta y le tomó la mano para reconfortarla. Luz sonrió de inmediato recuperando la alegría. Nada debía empañar este día.
Pronto llegaron al templo y los edecanes la ayudaron a bajarse del carro. Su padre la esperaba emocionado en la puerta para llevarla del brazo y entregarla en el altar. Él seguía extrañando a su esposa y le hubiera gustado que ella pudiera disfrutar de este momento con él. Al pensar en esto una lágrima se le escapó por la comisura del ojo, pero la secó de inmediato para no empañar la alegría de su hija.
Luz enganchó su brazo con el de su padre y ambos avanzaron hasta el gran portal de la iglesia. Éste se abrió dándoles paso y de inmediato comenzó a sonar la marcha nupcial.
Padre e hija caminaban lentamente por el pasillo. A medida que avanzaban los asistentes iban quedándose sin aliento. La chica estaba tan hermosa que parecía una visión celestial.
Pronto llegaron frente al altar, Iván tomó la mano de la novia y ambos enfrentaron al sacerdote para presentar sus votos.
El clérigo comenzó la ceremonia invocando los santos escritos. Le recordó a cada uno de los contrayentes los derechos y obligaciones de los cónyuges y, por último, les permitió pronunciar sus votos.
Iván comenzó con semblante serio.
- Yo: Iván Nicolás de Molinec Congo, te tomo a ti, Luz Estrella Congo Sanflower como esposa. Prometo honrarte y respetarte en la salud y la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza hasta que la muerte nos separe. Si así no lo hiciera, que Dios me lo demande.
Ahora le tocó el turno a Luz.
- Yo: Luz Estrella Congo Sanflower, te tomo a ti, : Iván Nicolás de Molinec Congo. Prometo honrarte y respetarte en la salud y la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza hasta que la muerte nos separe. Si así no lo hiciera, que Dios me lo demande.
El sacerdote concluyó:
- Habiendo ambos pronunciado sus votos ante Dios y ante los hombres, los declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Luz estaba radiante de emoción. Con una tenue sonrisa, Iván levantó el velo que le cubría el rostro y le dio un suave beso en los labios.
La audiencia prorrumpió en atronadores aplausos. La flamante pareja recorrió del brazo el pasillo hasta la salida mientras los invitados arrojaban a su paso pequeñas flores blancas.
Se subieron al carro nupcial y salieron a recorrer las calles de la capital. Iván iba tenso en su asiento, saludando mecánicamente a las multitudes apiñadas a los lados de la calle. Luz notó la incomodidad de su esposo.
- ¿Te sientes bien?
Preguntó sinceramente preocupada.
- Estoy bien. Solo que aun me duran los nervios de la ceremonia.
Con eso esbozó una pequeña sonrisa al tiempo que tomaba su mano. Esto tranquilizó a la muchacha. Se dio vuelta nuevamente y continuó saludando a la multitud con alegría.
Hicieron el recorrido en silencio hasta que llegaron al palacio. Iván ayudó a su esposa a bajar del carruaje y la tomó del brazo para entrar juntos al salón de banquetes.
Los invitados que ya habían llegado prorrumpieron nuevamente en aplausos al entrar la pareja. La chica sentía que el mundo era un lugar luminoso ahora que iban del brazo con su amado. Durante los años de noviazgo Iván no le había dado siquiera un beso. Le decía que era inapropiado que una pareja no casada se besara. El no quería manchar su reputación ni la de ella por ningún motivo. Podía esperar hasta la boda.
Del brazo llegaron hasta la mesa de la cabecera, donde se sentaron lado a lado y comenzó la ronda de brindis. Luz veía con preocupación cómo Iván tomaba copa tras copa de licor. Trató de aconsejarlo, pero él la ignoró. Le achacó su actitud a los nervios y se relajó para seguir disfrutando.
Después de la cena vino el baile. Las mesas fueron retiradas por los sirvientes y el espacio interior se despejó. Iván la tomó de la cintura y ambos comenzaron a danzar al compás del vals. Luego de una pieza su padre le pidió tomar su lugar a Iván para bailar con su hija. A su vez Noelia, su prima, le pidió a su esposo que bailara con ella.
Un rato después se sentaron y ya no volvieron a bailar. Pasada una hora, más o menos, vino Nanny a buscarla para prepararla para recibir a su esposo. Se lo comunicó a su marido mientras se ponía de pie. Iván la miró con una expresión inescrutable y asintió en silencio.
Así terminó la fiesta para ella.
Nanny y las doncellas la acompañaron a la cámara nupcial, donde un enorme lecho cubierto de sábanas blancas dominaba desde el centro de la habitación. La sábana inferior sería guardada como prueba de su virtud. Eso era parte de la costumbre nupcial en Kjall.
Le quitaron el vestido y lo guardaron con esmero. Mañana sería llevado a la tintorería y vuelto a guardar en el tesoro del palacio. Desarmaron su complicado peinado dejándole el crespo cabello suelto sobre los hombros. La bañaron y le colocaron un camisón casi transparente. Luz estaba roja de la vergüenza de solo pensar que el correcto Iván la viera así.
Cuando todo estuvo listo se sentó en el borde de la cama a esperar a su esposo.
Pasó alrededor de una hora hasta que finalmente se escucharon pasos en el pasillo. La puerta se abrió con un golpe e Iván entró en la habitación con una expresión sombría en el rostro.
- Esposo...
El hombre la calló con un chistido.
- No hables, mujer. Terminemos rápido con esto.
Se acercó a Luz que temblaba con partes iguales de miedo y expectación. Al estar más cerca, ella pudo sentir el fuerte aroma a alcohol que provenía de él.
- Estás borracho.
Dijo tratando de suprimir el asco que le daba el fuerte olor. En respuesta él le tapó los labios con los suyos. Ella pensó que la besaría, pero en realidad solo le cubrió los labios para callarla. En el momento siguiente la puso de espaldas en la cama y le subió el camisón hasta la cintura. Le arrancó la ropa interior y se bajó un poco los pantalones. Luego le abrió las piernas y entró en ella sin preparación previa.
Luz quiso gritar por el dolor, pero él le tapó la boca con una mano, mientras que con la otra sostenía sus muñecas por encima de la cabeza para inmovilizarla. Se movió con rudeza dentro de ella y terminó con un gemido. Se tomó un instante para recuperar el aliento, se paró, se subió los pantalones y se dirigió a la salida de la habitación. Antes de llegar a la puerta se detuvo y, sin darse vuelta, le dijo reflejando en su voz un profundo desprecio:
- Con el tiempo tu cuerpo se acostumbrará y dejará de dolerte. No tienes permitido gritar hasta que eso suceda. Eres una princesa. Compórtate como corresponde a tu dignidad real.
Luego se marchó sin mirar atrás.
Luz se quedó en la cama terriblemente dolorida y frustrada. ¿Dónde estaba el placer que le había mencionado Nanny? Solo sintió dolor y una sensación de asco que le provocó náuseas. Se levantó como pudo y fue al baño a vomitar todo lo que había comido en el banquete.
Volvió a la cama y se acurrucó en posición fetal. Lloró amargamente hasta quedarse dormida.
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