Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 8 – La Primera Mirada
La noche cayó pesada sobre Toronto, pero la mansión de Greco seguía iluminada, firme como un castillo incrustado en medio de la oscuridad. En el segundo piso, el pasillo estaba silencioso, excepto por el crujir ocasional de la madera antigua bajo las botas de los guardias.
Theo abrió la puerta de la habitación despacio. El olor familiar del lugar —sábanas limpias, jabones aún intactos, vino dejado sobre la mesa— se mezclaba con aquel que ya impregnaba el ambiente: miedo.
Ella estaba allí, como siempre. Sentada en la esquina, encogida bajo la manta. Pero había algo distinto en esa noche.
No fue inmediato. Fue casi imperceptible. Su cuerpo se movió de un modo nuevo, ya no solo el peso de la supervivencia, sino como si algo dentro hubiera decidido reaccionar, aunque fuera pequeño, frágil.
Theo la observó en silencio. Aspiró profundo el cigarro, los ojos fijos en ella.
Y entonces, sin aviso, se levantó. Despacio, con esfuerzo, las piernas temblorosas como si cada paso fuera un desafío. La manta resbaló un poco de los hombros, revelando las marcas amoratadas en los brazos.
Theo no se movió. Solo observaba.
Ella cruzó la habitación y entró al baño. La puerta no se cerró del todo, quedó entreabierta. Desde dentro, el agua comenzó a correr. El sonido resonó por la habitación como una señal de vida.
El Don caminó hasta la butaca y se sentó, esperando. El tiempo pasó despacio. El vapor escapaba por la rendija, trayendo consigo el olor a jabón caro mezclado con el de piel cansada.
Cuando salió, estaba distinta. No era aún la imagen de alguien libre, pero tampoco la figura rota que él encontró en el sótano. El cabello mojado caía sobre el rostro, la ropa limpia ocultaba parte de las marcas y, aunque aún débil, había dignidad en cada movimiento.
Caminó hasta la cama y se sentó. No lo miró de inmediato. Solo arregló el tejido de las mangas, como si ese gesto fuera la primera decisión tomada por sí misma en mucho tiempo.
Theo sintió que algo dentro de él se movía. No era piedad. Piedad jamás había sentido. Era otra cosa, quizá respeto, quizá curiosidad.
Y entonces, sucedió.
Ella levantó los ojos. Encontró los de él.
Por algunos segundos, la habitación entera pareció silenciarse. Era una mirada directa, sin sumisión. Miedo y rabia mezclados, ardiendo bajo la fragilidad. Un fuego oculto, pero vivo.
Theo no desvió la vista. No era hombre de retroceder ante nada. Pero, por dentro, algo se agitó. Aquella mirada no era la de una víctima cualquiera. Era la de alguien que sobrevivía, aun rota.
Aspiró una vez más el cigarro, despacio, para disimular el impacto.
—Entonces todavía estás ahí. —constató, casi para sí mismo.
Su mirada se quebró, volvió al suelo. Pero el instante ya había ocurrido. Theo lo sabía.
Dentro de aquella mujer silenciosa, había fuego. Y no sabía si aquello lo fascinaba… o lo enfurecía.
Theo permaneció sentado en la butaca, el cigarro ardiendo entre los dedos, mientras ella desviaba la vista hacia el suelo. Por algún motivo que no comprendía, surgió la necesidad de hablar. Y Don Greco no era un hombre que acostumbrara hablar más de lo necesario.
—¿Sabes…? —empezó, la voz baja, casi demasiado grave para ser confidencia— yo ya estuve casado.
Ella levantó los ojos rápidamente, sorprendida, luego volvió a bajarlos. Aun en silencio, el gesto bastó para que él continuara.
—La primera vez, tenía veinticinco años. Demasiado joven para entender lo que era amar. Me casé porque era conveniente, porque su familia tenía conexiones, porque parecía el siguiente paso lógico. Dos años después, me di cuenta de que no había nada. Ni amor, ni futuro. Solo un contrato vacío. El divorcio fue inevitable.
Aspiró el humo y dejó que el recuerdo pasara como un anuncio de unos segundos.
—La segunda vez… fue diferente. —su voz perdió parte de la frialdad—. Incluso creí que podía funcionar. Era bonita, dulce. Pero no soportaba lo que soy. No soportaba la sangre, la violencia. Y cuando un desgraciado intentó secuestrarla para alcanzarme… —Theo cerró los ojos, recordando— lo capturé. Lo até a una silla. Lo hice suplicar, gritar, llorar. Después lo maté con mis propias manos.
El silencio cayó pesado entre ellos. La joven respiraba despacio, la mirada fija en su rostro, como si intentara descifrar cada palabra.
—Ella me pidió el divorcio una semana después. —concluyó, con una risa corta, dolorosa—. Dijo que no podía vivir al lado de un monstruo.
Theo giró el vaso de whisky entre los dedos. El hielo derritiéndose, y él miró la bebida como si fuera un espejo distorsionado.
—Y quizá tenía razón. —admitió, bajo—. No fui hecho para amar. Fui hecho para matar. Es lo que sé hacer, es lo que mantiene vivo mi imperio. Ya me acostumbré.
Se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas, y finalmente alzó la vista hasta encontrar la de ella. Por un instante, no estaba el Don, el mafioso, el monstruo. Solo había un hombre cansado, confesando la verdad que jamás se atrevió a decir en voz alta.
—Todos dicen que destruyo lo que toco. Que hago sangrar. —una sonrisa amarga curvó sus labios—. Quizá sea verdad.
Aspiró profundo el cigarro, apagó la brasa en el cenicero y dejó solo el humo flotando en el aire.
—Por eso… nunca voy a tocarte. —dijo, firme, pero con algo roto en la voz—. No quiero que termines como todo lo que mis manos tocan.
Ella lo miraba. Sus ojos aún cargaban miedo, pero había otra cosa ahora, una chispa de incredulidad. Como si no pudiera creer que aquel hombre, temido en todo el submundo, pudiera hablar así.
Theo desvió la mirada primero. Pasó la mano por el cabello, enderezó el cuerpo y se levantó. Fue hasta la ventana y abrió la cortina, dejando que la luna derramara plata por la habitación.
—Pero voy a protegerte. —completó, mirando su reflejo en el vidrio—. Hasta que vuelvas a ser… normal. O hasta lo más cerca de eso que puedas alcanzar.
El silencio que siguió fue distinto a los otros. No era solo resistencia. Era un silencio cargado, lleno de algo que ninguno de los dos se atrevía a decir.
Por un momento, Theo sintió que el muro que había levantado durante años se derrumbaba dentro de sí. Vulnerabilidad, compasión, quizá incluso deseo. Algo que no permitía desde hacía mucho tiempo.
Y entonces, como quien despierta de un trance, respiró hondo, cerró la cortina y volvió a ponerse la máscara.
Se volvió de nuevo hacia ella. La mirada fría había regresado. El Don estaba de vuelta.
—No me agradezcas. —dijo, con voz dura—. No espero gratitud. Solo silencio.
Se dio vuelta y caminó hacia la puerta. Antes de salir, le lanzó una última mirada. El fuego en los ojos de ella aún lo quemaba. Pero se obligó a apagar cualquier llama dentro de sí.
Cerró la puerta con calma, dejándola sola.
En el pasillo, encendió otro cigarro. Aspiró profundo, reconstruyendo piedra por piedra el muro que, por un instante, se había derrumbado.
Theo Greco no podía permitirse sentir. No ahora. Ni nunca.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!