"Después de un accidente devastador, Leonardo Priego se enfrenta a una realidad cruel: su esposa está en coma y él ha quedado inválido. Con su hija de 4 años dependiendo de él, Leonardo se ve obligado a tomar una decisión desesperada; conseguir una sustituta de su esposa. Luna, una joven con una vida difícil acepta, pero pronto se da cuenta de que su papel va más allá de lo que imaginaba. Sin embargo, hay un secreto que se esconde en la noche del accidente, un secreto que nadie sabe y que podría cambiar todo. ¿Podrá Leonardo encontrar el amor y la redención en esta situación inesperada? ¿O el pasado y el dolor serán demasiado para superar? La verdad sobre aquella fatídica noche podría ser la clave para desentrañar los misterios del corazón y del destino".
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El segúndo encuentro.
Asi me imagino a Leonardo.
—¿Por qué lloras? —escucho una voz muy dulce que me habla. Al mirar hacia atrás, veo a una niña muy pequeña sonriéndome.
Me limpio el rostro y me levanto.
—Hola, nena. ¿Qué haces aquí? ¿Te perdiste?
—No, me estoy escondiendo de mi padre —me dice ella.
Miro a los lados, pero no veo a nadie. De la nada, aparece una mujer joven caminando con dos guardaespaldas.
—Señorita, sabe que no debe alejarse. Vamos, que su padre está enojado —le dice la mujer.
—Siempre lo está —responde la niña, y con su manita me dice adiós.
Se nota que es hija de alguien influyente. Dejo de verla hasta que desaparece. Al salir del cementerio, noto los carros negros estacionados afuera; claramente son de alguien importante. Observo cómo suben a la niña que acabo de ver.
Camino de regreso, pero todo el trayecto es solitario. Los carros pasan a gran velocidad. Mi celular suena. Lo saco y leo el mensaje: es de mi tía, y solo me provoca más odio.
—Estamos en un hospital. Ven para que pagues los gastos —se atreve a escribirme.
Ignoro el mensaje y las llamadas que entran de la misma persona. Me detengo a mitad del camino, me siento en un tronco caído y me río a carcajadas. Me río sola, como lo he hecho todo este tiempo. ¡Qué listas las brujas! Por eso estaban tirados mis libros: buscaban mi firma, y la encontraron. Así pudieron retirar el dinero.
Suspiro. Ya hay taxis circulando por la avenida. Pido uno y me voy al centro comercial.
Me compro ropa con el dinero que me queda. Me meto a la estética y pido todo el paquete. Luego compro un nuevo teléfono y una laptop. Cuando estoy lista, regreso a la casa y agradezco que aún no hayan llegado. Saco lo que compré y lo meto en mi bolso.
Voy a la habitación de mi hermana. Abro la puerta —ni siquiera tiene seguro—. Siempre han confiado en que nunca me atrevería a hacer esto. Abro su cajón y saco sus joyas. Saco la ropa que tiene y la tiro, justo como hicieron en mi habitación.
Cuando termino, salgo con las joyas y voy a la habitación de mi tía. Tomo sus joyas también. No tiene muchas, viéndolo bien. Con todo en las manos, las guardo en mi bolso y salgo directo a una casa de empeño.
Siento más pena que alivio cuando me dicen que la mitad de las joyas son imitaciones. Debí notarlo. Vendo todo y me dan casi nada. Camino hacia un carro de helados, me compro uno y pago con el dinero de las joyas. Tomo una foto y se la mando a mi tía y prima.
—Gracias, tía y prima, por invitarme —les escribo en el mensaje.
Quizás es infantil. Puede que sí, o puede que no. Pero con las ganas no me quedaré.
Apago mi celular cuando las llamadas no paran. Suspiro y camino al bar.
—Lulu, cámbiate. Hoy empezamos temprano, hay muchos clientes —me dice mi jefe.
Asiento. Él sabe que regresé por trabajo.
—Bienvenida —me dice mientras me abraza.
Camino a cambiarme. Eso es lo bueno de no decir nada ni contar tus planes: así nadie sabrá si fracasaste.
Me cambio con la ropa que está en mi locker y me veo en el espejo. Mis ojos reflejan tristeza. Suspiro, adaptándome a Lulu. Ya sé qué hacer, así que empiezo mi trabajo.
—Creí que no vendrías hoy a trabajar —me dice Fernando cuando lo veo en una esquina.
—Señor Fernando —respondo con neutralidad.
—¿Por qué?
—Tu hermanastra está hospitalizada —me dice.
Se me escapa una sonrisa.
—¿Cuántos fueron? —le pregunto.
—¿Cómo?
—¿Cuántos se metieron a tu casa a robar y golpearon a tu hermana?
—No lo sé, pero si los ves, diles que me regresen el dinero que robaron de mi cuenta bancaria.
—¿Cómo? ¿Te robaron? —pregunto, y asiento suspirando.
Dos sujetos se acercan, y me hago a un lado para que pasen, pero no sucede.
—El señor Leonardo tiene rato esperando a quien lo atenderá —dice uno de ellos.
Fernando se pone a la defensiva.
—Lo siento, puede atenderlo alguien más —respondo.
—Señorita, no le haga perder el tiempo y atiéndalo.
—Ella me va a atender a mí —interviene Fernando, adoptando una actitud que nunca le había visto.
—¿Qué ocurre aquí? —pregunta mi jefe, llegando.
—Nada. Voy a atender al señor —le respondo, y camino siguiéndolos.
Fernando solo me observa. Entro al salón privado donde veo a un hombre que, a pesar de estar en silla de ruedas, no inspira lástima ni debilidad. Al contrario, se ve distante, frío, y hasta podría decir que provoca miedo… y curiosidad.